Iselle bufó; apretó los labios. Tarde, a Cazaril se le ocurrió que quizá aquel no fuera el enfoque adecuado. Era un tierno primor, apenas si más que una niña… tal vez debiera suavizarse… y si se quejaba de él a la provincara, podría perder…
Iselle pasó la página.
– Continuemos -dijo, con voz fría.
Cinco dioses, había visto exactamente la misma expresión de furia frustrada en los ojos de los jóvenes que se habían armado de valor, habían escupido el polvo que les llenaba la boca, y habían perseverado hasta convertirse en sus mejores tenientes. Puede que esto no fuera tan difícil después de todo. Con gran esfuerzo, redujo una amplia sonrisa a un ceño solemne y asintió para conceder su augusto permiso tutelar.
– Continuemos.
Pasó volando una hora en esta agradable y fácil tarea. Bueno, fácil para él. Cuando se fijó en que la rósea se frotaba las sienes, y que su frente se surcaba de líneas que nada tenían que ver con la mera ofensa, desistió y recuperó el libro.
Lady Betriz había seguido el texto a la vera de Iselle, moviendo los labios en silencio. Cazaril le pidió que repitiera el ejercicio. Con el ejemplo de Iselle ante ella, leyó más deprisa, pero por desgracia adolecía del mismo acento del sur de Ibra, probablemente por culpa de las mismas institutrices del sur de Ibra, que Iselle. La rósea escuchó atentamente las correcciones.
Todos se habían ganado el almuerzo a esas alturas, en opinión de Cazaril; pero le quedaba una desagradable tarea por cumplir, estrictamente encomendada a él por la provincara. Se enderezó, cuando las muchachas hicieron ademán de incorporare, y carraspeó.
– Vuestro gesto de ayer en el templo fue espectacular, rósea.
La generosa boca de Iselle se curvó; sus párpados, curiosamente gruesos, se entornaron de satisfacción.
– Gracias, castelar.
Cazaril dejó que su propia sonrisa se tornara astringente.
– Un insulto artificioso, acorralar a un hombre sin darle posibilidad de replicar. Al menos los gandules se lo pasaron en grande, a juzgar por sus risas.
Iselle constriñó los labios en un mohín incómodo.
– En Chalion hay muchas injusticias contra las que no puedo hacer nada. Eso fue muy poco.
– Si estuvo bien, bien hecho estuvo -concedió Cazaril, con un asentimiento engañosamente cordial-. Decidme, rósea, ¿qué pasos disteis previamente, para aseguraros de la culpabilidad del hombre?
Iselle detuvo la barbilla ante de terminar de alzarla del todo.
– Sir de Ferrej… habló de él. Y sé que es honesto.
– Sir de Ferrej dijo, y recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas, pues exactas fueron, que había oído decir que el juez había aceptado el soborno del duelista. No afirmó saberlo de primera mano. ¿Lo consultasteis con él después de la cena, para descubrir el origen de sus sospechas?
– No… Si le hubiera hablado a cualquiera de lo que planeaba hacer, me lo habrían prohibido.
– Pero, ah, con lady Betriz sí que hablasteis. -Cazaril indicó a la muchacha morena con un ademán.
Crispándose, Betriz respondió con cautela:
– Por eso le sugerí que preguntara a la primera llama.
Cazaril se encogió de hombros.
– La primera llama, ah. Pero vuestra mano es joven, fuerte y firme, lady Iselle. ¿Estáis segura de que la primera llama no prendió gracias únicamente a vuestra intervención?
El ceño de Iselle se acentuó.
– Los vecinos aplaudieron…
– Ciertamente. Lo normal es que la mitad de los suplicantes que se enfrentan a la tribuna de un juez salgan contrariados y decepcionados. Pero no, por eso, necesariamente agraviados.
Aquello dio en el clavo, a tenor del cambio operado en el semblante de la joven. La transición de desafiante a abatida no era un espectáculo especialmente agradable.
– Pero… si…
Cazaril exhaló un suspiro.
– No estoy diciendo que os equivocarais, rósea. Por esta vez. Digo que corríais con una venda en los ojos. Y que si no os estrellasteis de bruces con un árbol, fue sólo gracias a los dioses, y no por el cuidado que pusisteis.
– Oh.
– Podríais haber difamado a un hombre honrado. O quizá hayáis hecho justicia. No lo sé. El caso es que… vos tampoco.
El oh de Iselle fue inaudible esta vez.
La porción tremendamente práctica de la mente de Cazaril, que tantos temporales le había ayudado a capear, no pudo resistirse a añadir:
– Y tanto si obrasteis bien como si no, lo que sí vi fue cómo os forjabais un enemigo, y cómo lo dejabais con vida a vuestra espalda. Caritativo, pero mala estrategia. -Maldición, ésa no era observación apropiada para una gentil doncella… con esfuerzo, se contuvo para no taparse la boca con ambas manos, un gesto que no contribuiría a subrayar su papel de corrector culto y metódico.
Las cejas de Iselle se arquearon y permanecieron así, por un momento, esta ocasión. Las de lady Betriz también.
Tras un silencio meditabundo e insoportablemente prolongado, Iselle dijo, en voz baja:
– Gracias por vuestro atinado consejo, castelar.
Cazaril le devolvió un asentimiento aprobatorio. Bien. Si había logrado librarse de ese peliagudo asunto a las primeras de cambio, podía decirse que había cubierto ya un trecho importante. Y ahora, gracias a los dioses, a la generosa mesa de la provincara…
Iselle volvió a sentarse y recogió las manos sobre el regazo.
– Vais a ser mi secretario además de mi tutor, Cazaril, ¿sí?
Cazaril se dejó caer de nuevo.
– Sí, mi lady. ¿Deseáis que os ayude con una carta? -A punto estuvo de sugerir, ¿Después de comer?
– Ayuda. Sí. Pero no con una carta. Sir de Ferrej ha mencionado que fuisteis correo una vez, ¿es eso cierto?
– En su día cabalgaba para el provincar de Guarida, mi lady. Cuando era joven.
– Un correo es un espía. -Sus ojos se habían tornado inquietantemente calculadores.
– No necesariamente, aunque a veces era difícil… convencer a la gente de lo contrario. Éramos mensajeros de confianza, por encima de todo. Tampoco es que no se esperara de nosotros que supiéramos tener los ojos abiertos e informar de nuestras observaciones.
– Suficiente. -Barbilla arriba-. En tal caso, mi primer encargo para vos, como secretario, es de observación. Quiero que descubráis si he cometido un error o no. Yo no puedo presentarme en la ciudad y empezar a hacer preguntas, tengo que quedarme en lo alto de esta colina en mi -mueca- cama de plumas. Pero vos… vos podéis.
Lo miró con una expresión imbuida de la fe más perturbadora.
Cazaril sintió el estómago tan vacío como un tambor, sin que tuviera nada que ver con la falta de alimentos. Al parecer, acababa de realizar una interpretación demasiado magistral.
– ¿De… in… inmediato?
Iselle se revolvió incómoda en su asiento.
– Con discreción. Cuando se presente la oportunidad.
Cazaril tragó saliva.
– Veré lo que puedo hacer, mi lady.
Camino de su cámara, una planta más abajo, los pensamientos de Cazaril se vieron poblados por una visión de sus días de paje, en ese mismo castillo. Le gustaba creerse con dotes de espadachín, a cuenta de ser un poco más diestro que la media docena de patanes de noble cuna con los que compartía deberes y formación en la casa del provincar. Un día llegó un nuevo paje, un tipo bajito, malhumorado; el maestro de esgrima del provincar había invitado a Cazaril a medirse con él en la próxima sesión de entrenamiento. Cazaril había practicado una o dos buenas estocadas, incluida una floritura que, con una hoja de verdad, habría recortado las orejas de casi todos sus camaradas. Intentó su estratagema especial con el recién llegado, deteniéndose satisfecho con el filo romo pegado a la cabeza de su adversario… tan sólo para mirar abajo y ver la ligera espada de entrenamiento de su oponente doblada casi en dos contra el acolchado de su barriga.
Aquel paje había ascendido, según tenía entendido Cazaril, hasta convertirse en el maestro de esgrima del roya de Brajar. Con el tiempo, Cazaril hubo de reconocer que era un espadachín mediocre; sus intereses andaban siempre demasiado repartidos como para conservar la necesaria obsesión. Pero no se había olvidado nunca de aquel momento, cuando asistió sorprendido a su teórica muerte.
Le intrigaba el hecho de que su primera lección con la delicada Iselle hubiera reavivado ese viejo recuerdo. Curiosas chispas de intensidad, las que ardían en ojos tan dispares… ¿cómo se llamaba aquel paje bajito…?
Descubrió que habían llegado hasta su cama otro par de túnicas y pantalones en su ausencia, reliquias de un castellano más joven y delgado, si no equivocaba sus sospechas. Se dispuso a guardar la ropa en el baúl que había al pie de su cama y se acordó del libro del difunto lanero, recogido en la capa chaleco negra. Lo cogió, pensando en llevarlo al templo esa misma tarde, pero volvió a dejarlo en su sitio. Posiblemente, entre sus páginas cifradas acechara parte de la certeza moral que le exigía la rósea -que él la había incitado a exigirle-, alguna prueba concluyente a favor o en contra del avergonzado juez. Primero, lo examinaría él mismo. Quizá le sirviera de guía de los secretos de la escena local de Valenda.