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– En ese caso, ¿nosotros, los señores, remando? ¿Sudando, meando, jurando, gruñendo, los señores? No, Palli. En las galeras no éramos señores ni hombres. Éramos hombres o animales, y lo que demostraba qué eras no guardaba relación que yo supiera con la cuna ni la sangre. El alma más noble que conocí allí había sido curtidor, y le besaría los pies ahora mismo, dichoso, si supiera que sigue con vida. Nosotros, los esclavos, los señores, los necios, los hombres y las mujeres, los mortales, los juguetes de los dioses… todo es lo mismo, Palli. Para mí, ahora todo es lo mismo.

Tras inhalar profundamente, y contener la respiración largo rato, Palli cambió abruptamente de tema hacia los pormenores del mando de su escolta de la orden militar de la Hija. Cazaril se encontró comparando trucos útiles para tratar la carcoma del cuero y las infecciones de los cascos de los caballos. Poco después, Palli se retiró -o huyó- a descansar. Una retirada disciplinada, pero Cazaril reconoció su naturaleza a pesar de todo.

Se acostó con sus dolores y sus recuerdos. Pese al banquete y el vino, el sueño tardó en venir. Quizá el miedo fuera su amigo, si es que no había hablado por hablar para impresionar a Palli, pero estaba claro que los hermanos de Jironal no lo eran. Los roknari dijeron que te había matado la fiebre era una mentira flagrante, y, astutamente, imposible de comprobar ahora. En fin, estaba a salvo refugiado en la tranquila Valenda.

Esperaba haber prevenido a Palli lo suficiente para que se condujera con prudencia en la corte de Cardegoss y no pisara sin querer una pila de vieja escoria reseca. Cazaril se dio la vuelta a oscuras y elevó una plegaria susurrada a la Dama de la Primavera, para que velara por Palli. Y a todos los dioses y también al bastardo, por la liberación de todos los que estuvieran en el mar esa noche.

6

Cuando se celebró el desfile del templo que festejaba la llegada del verano, no invitaron a Iselle para que representara su papel de Dama de la Primavera; esa parte solía recaer en una mujer recién casada. Una joven novia sumamente tímida y recatada entregó el trono del avatar del dios reinante a una matrona igualmente bien educada y embarazada. Cazaril vio por el rabillo del ojo cómo el divino de la Sagrada Familia exhalaba aliviado al término de la ceremonia, que en esta ocasión se había visto librada de sorpresas espirituales.

La vida aminoraba su ritmo. Las pupilas de Cazaril suspiraban y bostezaban en la sofocante aula cuando el sol cocía las piedras del torreón, y su maestro también; una hora particularmente asfixiante, se rindió abruptamente y canceló para el resto de la estación todas las clases posteriores al almuerzo. Como había dicho Betriz, la royina Ista parecía mejorarse conforme los días se alargaban y suavizaban. Asistía con mayor frecuencia a las comidas de la familia y se sentaba casi todas las tardes con sus damas de compañía a la sombra de los árboles frutales que remataban el jardín de la provincara. Sin embargo, sus guardianas no le permitían subir a las vertiginosas almenas acariciadas por la brisa a las que tanto gustaban de escapar Iselle y Betriz para burlar el calor y la desaprobación de las diversas personas cuya avanzada edad les disuadía de subir escaleras.

Cazaril, expulsado de su propio aposento por el bochorno aplastante de un brumoso día de calina que había sucedido a una inusual noche de aguacero, se adentró en el jardín buscando un lugar más cómodo en el que acomodarse. El libro que llevaba debajo del brazo era uno de los pocos que contenía la magra biblioteca del castillo que no había leído ya, aunque no es que Las cinco sendas del alma: De los métodos exactos de la teología quintariana fuera una de sus pasiones. Quizá las hojas, aleteando sueltas en su regazo, consiguieran que su más que probable siesta tuviera un aire más docto para quienes pasaran por su lado. Dobló el cenador de rosas y se detuvo en seco al descubrir a la royina, acompañada de una de sus damas con un bastidor para bordar, ocupando el banco que él había ambicionado. Cuando las mujeres alzaron la cabeza, esquivó un par de excitadas abejas y les dedicó una reverencia compungida por su involuntaria intromisión.

– Quedaos, castelar de… Cazaril, ¿no es así? -murmuró Ista, cuando él se giraba dispuesto a marcharse-. ¿Qué tal va mi hija con sus nuevos estudios?

– Muy bien, mi lady -respondió Cazaril, girándose de nuevo, con una inclinación de cabeza-. Es muy diestra en cuestiones de aritmética y geometría, y muy, um, persistente con su darthaco.

– Bien -dijo Ista-. Eso está bien. -Contempló ausente, por un instante, el jardín desteñido por el sol.

La fámula se inclinó sobre su bastidor para anudar un hilo. Lady Ista no bordaba. Cazaril había oído a una doncella que susurraba que sus damas y ella habían trabajado medio año en un elaborado manto para el altar del Templo. En el momento en que se dieron las últimas puntadas, la royina lo cogió de improviso y lo quemó en la chimenea de su cámara aprovechando un descuido de sus mujeres. Tanto si ese relato era cierto como si no, sus manos no sostenían ninguna aguja hoy, sólo una rosa.

Cazaril escrutó su semblante en busca de un mayor reconocimiento.

– Me preguntaba… Había pensado preguntaros, mi lady, si os acordáis de mí de los días en que serví a vuestro noble padre en calidad de paje. Hace ya veinte años, así que no sería de extrañar que os hubierais olvidado de mí. -Aventuró una sonrisa-. Por aquel entonces no tenía barba.

Se llevó la mano a la mitad inferior de la cara.

Ista le devolvió la sonrisa, pero su ceño se acentuó con un esfuerzo de reconocimiento que era evidentemente fútil.

– Lo lamento. Mi difunto padre tuvo muchos pajes, a lo largo de los años.

– Por cierto, era un gran señor. Bueno, no importa. -Cazaril se cambió el libro de mano para ocultar su decepción, y sonrió aún con mayor compunción. Se temía que la amnesia de la royina no tuviera nada que ver con el estado de sus nervios. Lo más probable era que ella nunca hubiera reparado en él, siendo como era una mujer que miraba arriba y al frente, no abajo ni atrás.

La fámula de la royina, mientras rebuscaba en su costurero, murmuró:

– Drat -y levantó la cabeza para mirar a Cazaril-. Mi lord de Cazaril -dijo, sonriendo de modo incitante-. Si no os molesta, ¿podríais quedaros y hacer compañía a mi lady mientras voy corriendo a mi cuarto y busco mi seda verde oscura?

– No es ninguna molestia, dama -fue la respuesta automática de Cazaril-. Es, um… -Miró de soslayo a Ista, que le devolvió una mirada franca, con un inquietante deje de ironía. Bueno, tampoco es que Ista fuera susceptible de empezar a dar alaridos o a revolcarse por los suelos. Incluso las lágrimas que había visto amontonarse a veces en sus ojos se empozaban en silencio. Dedicó a la fámula una discreta reverencia cuando se levantó la mujer, que lo cogió del brazo y se lo llevó un poco aparte, al otro lado del cenador.

Se puso de puntillas para susurrarle al oído.

– No pasará nada. Pero no mencionéis a lord de Lutez. Y quedaos junto a ella hasta mi regreso. Si empieza a hablar de nuevo del viejo de Lutez, vos… no os alejéis de ella.

Se fue corriendo.

Cazaril sopesó su situación.

El brillante lord de Lutez había sido el consejero más próximo del difunto roya Ista durante treinta años: amigo de la infancia, hermano de armas, compañero leal. Con el tiempo, Ias le había investido con todos los honores que estaba en su mano dispensar, nombrándolo provincar de dos distritos, canciller de Chalion, mariscal de las tropas de su casa y maestre de la rica orden militar del Hijo… todo en aras de controlar y compeler al resto, murmuraban los hombres. Enemigos y admiradores por igual convenían en susurros que a de Lutez sólo le faltaba el título para ser roya de Chalion. E Ias su royina…

Cazaril se preguntaba a veces si había sido debilidad o astucia lo que había animado a Ias a dejar en manos de de Lutez el trabajo sucio, ganándose las críticas de los altos señores, ganándose el sobrenombre de Ias el Bueno. Aunque no, concedió Cazaril, Ias el Fuerte, ni Ias el Sabio, ni siquiera, bien lo sabían los dioses, Ias el Afortunado. Era de Lutez el que había organizado el segundo desposorio de Ias con la dama Ista, desmintiendo sin duda el persistente rumor que circulaba entre la nobleza de Cardegoss acerca de un amor antinatural entre el roya y su amigo de toda la vida. Y aun así…

Cinco años después del matrimonio, de Lutez había caído en desgracia a los ojos del roya, que le había arrebatado todos sus honores, abrupta y letalmente. Acusado de traición, había muerto torturado en las mazmorras del Zangre, la gran fortaleza real de Cardegoss. Fuera de la corte de Chalion, se había rumoreado que su traición consistía en haber amado a la joven royina Ista. En círculos más íntimos, un susurro considerablemente más atenuado sostenía que era Ista la que había persuadido finalmente a su esposo para que destruyera a su odiado rival a cambio de su amor.