Mientras ascendían la larga y suave pendiente que conducía al Zangre, cruzaron calles en las que las casas de la nobleza, construidas de piedra decorada y con elaboradas rejas de hierro protegiendo puertas y ventanas, se cernían hombro con hombro sobre los viandantes, altas y cuadradas. La royina Ista había habitado uno de estos edificios, durante un tiempo, al enviudar. Iselle identificó animadamente tres posibles candidatas a ser la casa de su infancia, hasta que, confusa, prometió a Cazaril que más tarde determinaría cuál había sido su hogar.
Por fin llegaron a la impresionante puerta del Zangre. Justo delante de él se abría en la llanura una hendidura natural que daba paso a una estrecha y sombría cañada, más sobrecogedora que cualquier foso. Al extremo, un conjunto de enormes peñascos formaba el nivel inferior de piedra de las murallas; las rocas eran irregulares, pero estaban tan firmemente encajadas que no podría haberse introducido la hoja de un cuchillo entre ellas. Sobre ellas, delicados artesonados roknari, cuyos patrones geométricos decorativos más parecían azúcar que piedra. Más arriba, más piedra pulcramente cortada, elevándose hasta las alturas como si los hombres compitieran con los dioses que habían arrojado la gran roca sobre la que se erigía todo el edificio. El Zangre era el único castillo en el que había estado Cazaril que le infundía vértigo desde el suelo al mirar arriba.
Sonó un cuerno en las alturas, y unos soldados con la librea del roya Orico les saludaron marcialmente mientras cruzaban el puente levadizo a caballo y atravesaban la angosta arcada que conectaba con el patio. Lady Betriz se aferró a las riendas y miró en torno, boquiabierta. El patio estaba dominado por una enorme y elevada torre rectangular, la más nueva de las adiciones al reino del roya Ias y lord de Lutez. Cazaril se había preguntado siempre si su inmensidad sería una medida de la fuerza de los hombres… o de sus temores. Un poco más allá de ésta, casi igual de alta, se cernía una torre redonda sobre una esquina del bloque principal. Su tejado de pizarra se veía hundido, estropeada y desmoronada su cúspide.
– Dioses de mi alma -dijo Betriz, contemplando la ruina-, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué no lo reparan?
– Ah -dijo Cazaril, inmerso en su papel de tutor, considerablemente más para su propia tranquilidad que para la de Betriz-. Ésa es la torre del roya Fonsa el Sabio. -Más comúnmente conocido, tras su fallecimiento, por Fonsa el Sabihondo-. Dicen que solía pasear por sus alturas toda la noche, intentando leer la voluntad de los dioses y el destino de Chalion en las estrellas. La noche que obró su milagro de magia de la muerte sobre el General Dorado, una terrible tormenta de relámpagos azotó el techo, e inició un incendio que no se sofocó hasta la mañana siguiente, pese a la fuerte lluvia.
Cuando los roknari realizaron su primera invasión por mar, tomaron gran parte de Chalion, Ibra y Brajar con su primera y violenta embestida, llegando incluso más allá de Cardegoss, hasta el pie de las montañas del sur. Incluso Darthaca se había visto amenazada por sus avanzadillas. Pero emergieron nuevos hombres de las cenizas de los debilitados Reinos Antiguos y la cruel cuna de las colinas, que lucharon durante generaciones para recuperar lo que se había perdido en aquellos primeros años. Eran ladrones guerreros que sustentaban su economía en el pillaje; las fortunas de los nobles no se amasaban, se robaban. Aquello supuso un giro, puesto que la idea que tenían los roknari de la recaudación de impuestos era una columna de soldados que se apropiara de todo lo que se cruzara en su camino a punta de espada, como langostas con armas. Los reiterados sobornos repelieron las columnas, hasta que Chalion se hubo convertido en una extraña pista de baile donde danzaban los ejércitos de contables y los recaudadores armados. Pero, con el tiempo, los roknari fueron expulsados de nuevo hacia el norte, hacia el mar, y dejaron atrás un legado de castillos y brutalidad. Los invasores quedaron reducidos a los cinco principados en disputa que abrazan la costa septentrional.
El General Dorado, el León de Roknar, había aspirado a invertir el rumbo de su historia. Por medio de la guerra, la astucia y el matrimonio, en diez años consiguió cohesionar los cinco principados por primera vez desde el desembarco de los roknari. A sus apenas treinta años de edad, había reunido bajo su mando una gran horda de hombres que se preparaban para asolar el sur una vez más, declarando que barrería a los herejes quintarianos y el culto al Bastardo de la faz de la tierra valiéndose del fuego y la espada. Desesperadas y desunidas, Chalion, Ibra y Brajar estaban siendo derrotados en todos los frentes.
Al ver cómo fracasaban los intentos de asesinato ordinarios, se intentó la magia de la muerte sobre el genio dorado en más de una docena de ocasiones, sin resultado. Fonsa el Sabio, tras mucho cavilar, concluyó que el General Dorado debía de ser el elegido de uno de los dioses; ningún sacrificio menor que el de un rey podría suplir su atronador destino. Fonsa había perdido cinco hijos y herederos uno detrás del otro en las guerras con el norte. Ias, el último y el más joven, estaba enzarzado en enconada lid con los roknari en los últimos pasos montañosos que bloqueaban las rutas de su invasión. Una noche de tormenta, acompañado únicamente de un divino del Bastardo que gozaba de su confianza y de un paje joven y leal, Fonsa había subido a lo alto de su torre y cerrado la puerta tras él…
Los cortesanos de Chalion habían sacado tres cuerpos calcinados de los escombros la mañana siguiente; sólo la diferencia de altura les permitió distinguir al divino del paje y a éstos del roya. Estupefacta y aterrorizada, la temblorosa corte había aguardado su destino. El correo de Cardegoss, que galopaba hacia el norte portando la nueva de pérdida y condolencia, se cruzó con el correo que galopaba hacia el sur desde Ias para transmitir la noticia de la victoria. El funeral y la coronación tuvieron lugar simultáneamente entre los muros del Zangre.
Cazaril observaba esos muros ahora.
– Cuando el róseo, ya roya, Ias regresó de la guerra -siguió contándole a Betriz-, ordenó cegar las ventanas inferiores y las puertas de la torre de su difunto padre, y proclamó que nadie habría de volver a poner el pie en ella.
Una forma negra y aleteante se lanzó desde la cima de la torre, y Betriz soltó un gritito y se agazapó.
– Los cuervos anidan en ella desde entonces -señaló Cazaril, ladeando la cabeza hacia atrás para ver cómo describía círculos la negra silueta recortada contra el intenso cielo azul-. Creo que se trata de la misma bandada de cuervos sagrados a los que dan de comer los divinos del Bastardo en el patio del templo. Son aves inteligentes. Los acólitos las convierten en mascotas y les enseñan a hablar.
Iselle, que se había acercado mientras Cazaril desgranaba el relato de la suerte de su regio abuelo, preguntó:
– ¿Qué dicen?
– No mucho -admitió Cazaril, con una rápida sonrisa-. Todavía no he visto ninguno que tenga un vocabulario de más de tres graznidos. Aunque algunos acólitos insistían en que sabían decir más cosas.
Alertado por el explorador que había adelantado de Sanda, un enjambre de criados y sirvientes se lanzó a asistir a los huéspedes recién llegados. El castellano del Zangre, con sus propias manos, situó el montadero a los pies de la rósea Iselle. Quizá cobrando conciencia de su dignidad al ver la humillada cabeza entrecana del caballero, la joven se sirvió del escalón por una vez y bajó del caballo con la gracia que cabía esperar de una dama. Teidez tiró sus riendas a un mozo solícito y miró en torno con ojos brillantes. El alcaide conferenció sucintamente con de Sanda y Cazaril de una docena de detalles prácticos, desde dónde aparcar los caballos y los criados a -Cazaril sonrió fugazmente- dónde aparcar al róseo y la rósea.
El castellano escoltó a los infantes reales a sus aposentos en el ala izquierda del bloque principal, seguido de un desfile de sirvientes que cargaban con el equipaje. Teidez y su séquito recibieron media planta; Iselle y sus damas, la planta inmediatamente superior. Asignaron a Cazaril una pequeña habitación en el piso de los hombres, si bien al extremo. Se preguntó si esperaban de él que celara la escalera.
– Descansen y pónganse cómodos -dijo el castellano-. El roya y la royina los recibirán esta tarde en un banquete de celebración al que asistirá toda la corte.
El bullicio de sirvientes que trajeron agua para lavarse, sábanas limpias, pan, fruta, pastas, queso y vino aseguraron a los visitantes de Valenda que no pensaban abandonarlos a la inanición hasta la hora del banquete.
– ¿Dónde están mi hermano y mi hermanastra? -preguntó Iselle al alcaide, que le dedicó una pequeña reverencia.