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– La royina está descansando. El roya está visitando su colección de animales, que le proporciona un enorme consuelo.

– Me gustaría verla -respondió Iselle, un tanto vehemente-. Me ha escrito a menudo describiéndola.

– Hacédselo saber. Estará encantado de mostrárosla -aseguró el alcaide, con una sonrisa.

La partida de damiselas no tardó en enfrascarse en el frenético vuelco de baúles para seleccionar vestidos con los que asistir al banquete, ejercicio que, evidentemente, no requería la inexperiencia de Cazaril. Dio instrucciones al sirviente para que colocara el arcón en su angosta estancia y se fuera, soltó sus alforjas encima de la cama, y escarbó en ellas hasta encontrar la carta a Orico que tan estrictamente le había encomendado entregar la provincara, en mano al roya y a nadie más, con la mayor presteza posible a la llegada. Se detuvo únicamente para quitarse de las manos el polvo del camino y echar un rápido vistazo por la ventana. La profunda quebrada a este lado del castillo parecía cortada en vertical bajo su alféizar. Un vertiginoso destello de agua perteneciente al riachuelo apenas si resultaba visible entre las copas de los árboles del fondo.

Cazaril se extravió sólo una vez camino del zoológico, que se encontraba situado fuera de las murallas cruzando los jardines, junto a los establos. Supo identificarlo al menos por el penetrante olor acre de extraños excrementos que no eran humanos ni equinos. Cazaril se asomó a un pasillo abovedado del edificio de piedra, acostumbrando la vista a su fría penumbra, y entró vacilante.

Un par de antiguos establos se habían convertido en jaulas para una pareja de osos negros increíblemente lustrosos. Uno dormitaba sobre una pila de limpia paja dorada; el otro lo miró fijamente, levantando el hocico y olisqueando esperanzado al paso de Cazaril. Al otro lado del pasillo, los distintos compartimentos albergaban bestias de lo más extrañas a las que Cazaril ni siquiera podía poner nombre, como altas cabras de largas patas, pero con cuellos también largos y curvados, ojos mansos y líquidos, y suave y poblado pelaje. En un cuarto a un lado, una docena de grandes aves de brillante plumaje se acicalaban con el pico y murmuraban, y otras más diminutas, pero igualmente brillantes, piaban y aleteaban en las jaulas que se alineaban en la pared. Enfrente de la pajarera, en un nicho abierto, encontró al fin ocupantes humanos: un pulcro mozo de cuadra con la librea del roya, y un hombre obeso sentado con las piernas cruzadas encima de una mesa, sujetando un leopardo del enjoyado collar. Cazaril boqueó y se quedó paralizado cuando el hombre agachó la cabeza hasta situarla al lado de las fauces abiertas del gran felino.

El hombre estaba almohazando vigorosamente a la bestia. Una nube de pelos negros y amarillos flotaba en torno a la pareja mientras el leopardo se retorcía sobre la mesa en lo que Cazaril reconoció, tras un parpadeo, como éxtasis felino. La mirada de Cazaril estaba tan concentrada en el leopardo que tardó otro momento en reconocer en el hombre al roya Orico.

La docena de años transcurridos desde que lo viera por última vez no había pasado en vano. Orico nunca había sido un hombre atractivo, ni siquiera en la flor de su juventud. Su estatura estaba un poco por debajo de la media, y se había roto la nariz chata en un accidente a caballo siendo un adolescente, por lo que ahora parecía que tuviera una seta aplastada en medio de la cara. Había tenido el cabello castaño y rizado. Ahora era ruano, aún rizado pero mucho más ralo. Su cabello era la única cosa en él que se había vuelto más delgada; su cuerpo se había ensanchado groseramente. Tenía la cara pálida e hinchada, con pesadas bolsas bajo los ojos. Gorjeó a su gato manchado, que frotó la cabeza contra la túnica del roya, desprendiéndose de más pelos, antes de lamer el brocado vigorosamente con una lengua del tamaño de una manopla, persiguiendo obviamente una gran mancha de jugo de carne que había caído sobre la impresionante panza del roya. Éste se había remangado, y en sus brazos se apreciaba una docena de arañazos encostrados. El enorme gato mordió un brazo desnudo y lo sostuvo entre sus dientes amarillos brevemente, aunque sin cerrar las fauces. Cazaril apartó los dedos agarrotados de la empuñadura de su espada, y carraspeó.

Cuando el roya volvió la cabeza, Cazaril hincó una rodilla en el suelo.

– Sir, os traigo los respetuosos saludos de la viuda provincara de Baocia, y ésta su carta. -Tendió el papel, y añadió, por si acaso nadie se lo había comunicado todavía al roya-. El róseo Teidez y la rósea Iselle han llegado sin contratiempo, sir.

– Ah, sí. -El roya hizo una seña con la cabeza al anciano mozo de cuadra, que se dispuso a recoger la carta de manos de Cazaril con una gentil reverencia.

– Su gracia la viuda me instruyó que os la entregara en mano -añadió Cazaril, con inseguridad.

– Sí, sí… un momento… -No sin esfuerzo, Orico se encorvó sobre su barriga para dar un rápido abrazo al felino, antes de enganchar una cadena de plata al collar. Emitiendo otro gorjeo, lo instó a saltar ágilmente de la mesa. Él desmontó más pesadamente, y dijo:

– Ven aquí, Umegat.

Éste era el nombre del mozo, no del gato, puesto que el hombre salió al frente y cogió la correa de plata en vez de la carta. Condujo la bestia a su jaula, un poco apartada pasillo abajo, empujándola sin miramientos con una rodilla en las ancas cuando se detuvo para restregarse contra los barrotes. Cazaril respiró un tanto mejor cuando el mozo hubo candado la jaula.

Orico rompió el sello, esparciendo cera sobre el suelo de baldosas recién barrido. Con gesto ausente, hizo una seña a Cazaril para que se levantara y leyó despacio la caligrafía de patas de araña de la provincara, deteniéndose para acercar o alejar la misiva y entornando los ojos aquí y allá. Cazaril, asumiendo con facilidad su antiguo papel de correo, cruzó las manos a la espalda y esperó pacientemente las preguntas o el permiso para marcharse de Orico.

Observó al mozo de cuadra -¿encargado de caballerizas?- mientras esperaba. Aun sin la pista que proporcionaba su nombre, saltaba a la vista la ascendencia roknari del hombre. Umegat había sido bastante alto, pero ahora tendía a encorvarse. Su piel, que debía haber ofrecido un tono de oro bruñido en su juventud, era ahora correosa, desteñida a marfileña. Tenía los ojos y la boca ribeteados de finas arrugas. Llevaba el pelo rizado y broncíneo, que ya encanecía, firmemente recogido en torno a la cabeza en dos trenzas que nacían en su frente y le cubrían la coronilla para fundirse en una pulcra coleta en la nuca, a la antigua manera de los roknari. Le confería un aspecto puramente roknari, aunque abundaban los mestizos en Chalion; el propio roya Orico tenía un par de princesas roknari en su árbol genealógico, tanto por parte chalionesa como brajarana, en las que radicaba el cabello de la familia. El mozo vestía la librea de servicio del Zangre, con túnica, polainas y un tabardo hasta las rodillas bordado con el símbolo de Chalion, un leopardo rampante sobre un estilizado castillo. Parecía considerablemente más aseado y atildado que su señor.

Orico terminó de leer la carta, y exhaló un suspiro.

– La royina Ista estaba triste, ¿verdad?

– Le preocupaba la marcha de sus hijos, naturalmente -respondió Cazaril, precavidamente.

– Me lo temía. No se puede hacer nada. Mientras esté preocupada en Valenda, y no en Cardegoss. No pienso tenerla aquí, es demasiado… complicada. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano, y sorbió-. Dile a su gracia la provincara que goza de toda mi estima, y asegúrale que me he arrogado el velar por sus nietos. Tienen la protección de su hermano.

– Planeo escribirle esta noche, sir, para hacerle saber que hemos llegado sin percance. Le transmitiré vuestras palabras.

Orico asintió quedamente, volvió a frotarse la nariz, y entornó los ojos mirando a Cazaril.

– ¿Te conozco?

– No… no creo, sir. La viuda provincara me ha nombrado secretario de la rósea Iselle. Fui paje del difunto provincar de Baocia, en mi juventud -añadió, a modo de recomendación. No mencionó su servicio en el campamento de de Guarida, que bien pudiera despertar recuerdos más recientes en la memoria del roya, aunque no es que hubiera sido nunca algo más que uno entre tantos de los hombres de de Guarida. Su nueva barba le prestaba una cierta cobertura improvisada, así como su cabello cano, su debilidad generalizada… si Orico no le reconocía, ¿cabía la posibilidad de que pasara desapercibido también para otros? Se preguntó cuánto tiempo podría pasar en Cardegoss sin desvelar su nombre. Ya era demasiado tarde para cambiárselo, por desgracia.

Podría permanecer en el anonimato un poco más, al parecer, pues Orico asintió con aparente satisfacción y agitó la mano para despedirlo.

– Asistirás al banquete, pues. Dile a mi buena hermana que espero verla allí.

Cazaril se inclinó obedientemente y se retiró.

Se mordisqueó preocupado el labio inferior mientras regresaba a la puerta del Zangre. Si toda la corte pensaba asistir al banquete de bienvenida de esa tarde, su canciller el marzo de Jironal, báculo y mano derecha de Orico, no se ausentaría; y allí donde iba el marzo, solía seguirlo como una sombra su hermano, lord Dondo.