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A lo mejor ellos tampoco me recuerdan. Habían transcurrido dos años largos desde la caída -vergonzosa venta- de Gotorget, y más desde el desagradable incidente en la tienda del príncipe loco, Olus. La existencia de Cazaril no podía suponer más que una levísima irritación para estos señores tan poderosos. No podían saber que había comprendido que su venta a las galeras obedecía a una traición calculada y no a ningún equívoco. Si no hacía nada por llamar la atención sobre sí, nada les recordaría lo que ya habrían olvidado, y él estaría a salvo.

Vana esperanza.

Cazaril se hundió de hombros, y alargó la zancada.

De vuelta a su alta cámara, Cazaril tanteó su sobrio manto de lana marrón y la capa chaleco negra con añoranza. Pero, obediente a las órdenes que le habían llegado de la planta superior vía una doncella sin aliento, eligió un atuendo mucho más llamativo, una túnica azul celeste con vestiduras brocadas de turquesa y pantalones azul marino del ropero del antiguo provincar, que todavía olían tenuemente a las especias con las que se habían guardado como remedio contra la polilla. Las botas y la espada completaron su atuendo cortesano, aun careciendo del lujo de anillos y cadenas.

Ante la urgente convocatoria de Teidez, Cazaril subió corriendo las escaleras para ver si ya estaban listas las damas, momento en el que descubrió que formaba parte de un conjunto. Iselle se había puesto su mejor vestido, blanquiazul, y sus túnicas favoritas, y Betriz y la dama de compañía se cubrían con capas de turquesa y azul azabache, respectivamente. Alguna de las componentes de la partida había abogado por la mesura, e Iselle lucía engastada de joyas propias de una doncella, simples destellos diamantinos en las orejas, un broche en el escote, un cinturón laqueado y sólo dos anillos. Betriz exhibía parte del resto del inventario, de prestado. Cazaril se enderezó y se resintió algo menos de su refulgencia, decidido a mantener el tipo por Iselle.

Tras apenas siete u ocho demoras dedicadas a cambios de última hora y ajustes de atuendo o decoración, Cazaril las guió a todas a la planta inferior para reunirse con Teidez y su pequeño séquito de honor, consistente en de Sanda, el capitán baocio que había velado por la seguridad durante el viaje, y su lugarteniente de armas, ambos soldados ataviados con su mejor librea, todos con espadas de empuñadura engastada. Entre susurros de telas y repiqueteo de joyas, siguieron al paje real que había enviado Orico para conducirlos a la sala del trono.

Se detuvieron brevemente en la antecámara, donde formaron en el orden debido siguiendo las instrucciones susurradas del alcaide del castillo. Se abrieron las puertas de par en par, sonaron los cuernos, y el castellano anunció con voz estentórea:

– ¡El róseo Teidez de Chalion! ¡La rósea Iselle de Chalion! ¡Sir de Sanda…! -Y así sucesivamente, nombrando a la comitiva en estricto orden de rango, finalizando con-: ¡Lady Betriz de Ferrej, castelar Lupe de Cazaril, señora Nan de Vrit!

Betriz miró a Cazaril de soslayo, sus ojos súbitamente vivaces, para murmurar en suspiros:

– ¿Lupe? ¿Te llamas Lupe?

Cazaril se consideró exonerado de tener que responder, dada la situación; tanto mejor, puesto que la contestación habría resultado profundamente incomprensible. La sala estaba llena a rebosar de cortesanos y damas, poseída de destellos y suaves roces, cargado el ambiente de perfume, incienso y excitación. Ante esta asamblea, comprendió, su atuendo era modesto y discreto… con su austero negro y marrón, habría parecido un cuervo en medio de una bandada de pavos reales. Incluso las paredes estaban adornadas con rojos brocados.

En un estrado elevado al final de la estancia, escudados por un dosel de brocado rojo ribeteado de hilo de oro, el roya Orico y su royina ocupaban sendas sillas doradas, codo con codo. Orico tenía mucho mejor aspecto esa tarde, habiéndose lavado y vestido con ropa limpia, aún con el rubor prendido de los generosos carrillos; lucía ciertamente regio bajo su corona de oro, que le confería en cierto modo un pesado aspecto maduro. La royina Sara iba elegantemente vestida con túnicas escarlatas a juego y se veía firme, casi relamida, en su asiento. Adentrada en la treintena, su pretérita lozanía comenzaba a desdibujarse y desgastarse. Su expresión resultaba un tanto vaga, y Cazaril se preguntó cuán confusas debían de ser sus emociones a la vista de esta recepción real. A causa de su prolongada esterilidad, había fracasado en su deber principal para con la royeza de Chalion… si es que cabía achacarle a ella el fracaso. Ya cuando Cazaril rondaba los límites de la corte hacía años, se susurraba que Orico nunca había engendrado un bastardo, aunque entonces se atribuía esta peculiaridad a su excesiva lealtad al lecho conyugal. La elevación de Teidez constituía al mismo tiempo el reconocimiento público de un íntimo desconsuelo por parte de la pareja real.

Teidez e Iselle se acercaron al estrado por turnos. Intercambiaron fraternales besos de bienvenida en las manos con el roya y la royina, aunque esa noche no se esperaba de ellos que completaran el protocolo besando en señal de sumisión los pies y las frentes reales. Cada miembro de su séquito recibió a su vez el privilegio de arrodillarse y besar las manos de los monarcas. La de Sara estaba fría como la cera, bajo los respetuosos labios de Cazaril.

Cazaril se situó detrás de Iselle y enderezó la espalda para soportar la espera que se avecinaba, puesto que los hermanos reales se preparaban para recibir una larga cola de cortesanos, ninguno de los cuales podía recibir el insulto de ser pasado por alto o de ver negada una presentación o contacto personal. Se le hizo un nudo en la garganta cuando reconoció a la primera pareja de hombres en salir al frente.

El marzo de Jironal iba vestido con el atuendo de corte completo del general de la santa orden militar del Hijo, con capas de marrón, naranja y amarillo. De Jironal no había cambiado mucho desde la última vez que lo viera Cazaril, hacía tres años, cuando Cazaril había aceptado las llaves de Gotorget y la confianza de su mando de manos de de Jironal en su tienda de campaña. Seguía siendo enjuto, cano, de mirada fría, tenso de energía, proclive a olvidarse de sonreír. El amplio cinto que le cruzaba el pecho estaba cuajado de esmaltes y joyas que simbolizaban al Hijo, armas, animales y toneles de vino. La pesada cadena de oro del oficio del canciller de Chalion le rodeaba el cuello.

Tres grandes anillos le decoraban las manos, con los sellos de su rica casa, de Chalion, y de la Orden del Hijo. Nada más le ceñía los dedos; ni una tonelada de sortijas podría haber añadido más impacto a aquel indiferente despliegue de poder.

Lord Dondo de Jironal también vestía las túnicas de un general santo, con el blanco y el azul de la Orden de la Hija. Más corpulento que su hermano, con una desafortunada tendencia a sudar profusamente, irradiaba el dinamismo de su familia a los cuarenta años. No parecía que hubiera cambiado nada, salvo por las nuevas condecoraciones, como si no hubieran pasado los años por él desde la última vez que lo viera Cazaril en el campamento de su hermano. Cazaril se dio cuenta de que había estado esperando que Dondo hubiera engordado al menos tanto como Orico, dados sus célebres excesos a la mesa, en la cama, y con cualquier otro placer, pero sólo evidenciaba algo de tripa. El destello de sus manos, por no mencionar sus orejas, cuello, brazos e incluso los tacones de sus botas, rodeados de espuelas de oro, compensaban la parquedad de su hermano a la hora de alardear de la opulencia de su familia.

De Jironal pasó la mirada sobre Cazaril sin detenerse ni reconocerlo, pero las cejas negras de Dondo se juntaron mientras aguardaba su turno, y frunció el ceño ante los inexpresivos y afables rasgos de Cazaril. Su entrecejo se ensombreció profundamente. Pero el escrutinio de Dondo se apartó de Cazaril cuando su hermano indicó a un siervo que trajera los obsequios que iba a presentar al róseo Teidez: bridas y alforjas engastadas de plata, una excelente ballesta de caza, y una jabalina rematada en una resplandeciente punta de acero colado. El emocionado agradecimiento de Teidez fue absolutamente genuino.

Lord Dondo, tras las presentaciones formales, chasqueó los dedos, y salió al paso un sirviente que portaba un pequeño tonel. Con gestos teatrales, sacó de él una ristra de perlas exageradamente larga que sostuvo en alto para que la viera todo el mundo.

– ¡Rósea, os doy la bienvenida a Cardegoss en el nombre de mi santa orden, mi gloriosa familia y mi noble persona! Permitid que os haga entrega del doble de vuestra altura en perlas -enarboló la hilera, que en efecto era tan larga como alta la atónita Iselle- y gracias a los dioses por que no haya crecido aún más, ¡librándome así de la bancarrota! -Los cortesanos rieron el chiste. Dondo sonrió simpáticamente a Iselle, y murmuró-: ¿Me permitís? -Sin esperar respuesta, se inclinó y le pasó la cadena por la cabeza; la joven dio un ligero respingo cuando aquellas manos le tocaron la mejilla, pero acarició las rutilantes esferas y le devolvió la sonrisa, estupefacta. Tartamudeó su agradecimiento, y Dondo hizo una reverencia… demasiado honda, pensó amargamente Cazaril; a sus ojos, el gesto parecía teñido de una sutil mofa.