Cazaril se mantuvo a la par de su interlocutor un momento. Al cabo, preguntó:
– ¿Pensáis quemarlo con la ropa puesta?
El campesino lo estudió de soslayo, calculando lo mezquino de su atuendo.
– No pienso tocar nada suyo. Ni siquiera me habría llevado el caballo, pero no hubiera sido caritativo dejar suelta a la pobre bestia para que se muriera de hambre.
Cazaril, más vacilante, inquirió:
– En ese caso, ¿os importa si me quedo con la ropa?
– A mí no me tenéis que preguntar, ¿sí? Ocupaos de él. Si os atrevéis. No os lo pienso impedir.
– Os… os ayudaré a sacarlo.
El campesino parpadeó.
– Bien, os lo agradezco.
Cazaril juzgó que el labriego, en secreto, se sentía más que satisfecho de permitir que fuera él el que se ocupara del cadáver. Forzosamente, tuvo que dejar que el campesino acarreara los troncos más grandes para la pira, levantada en el interior del molino, aunque ofreció algunas tímidas sugerencias sobre cómo colocarlos para aprovechar mejor las corrientes y garantizar que el fuego arrasara lo que quedaba del edificio. Ayudó a meter las ramas de maleza.
El campesino observó desde una distancia segura cómo desvestía Cazaril al cadáver, desprendiendo las capas de ropa de las extremidades envaradas. El hombre se había hinchado más de lo que parecía a primera vista; su abdomen sobresalía obscenamente cuando Cazaril consiguió arrancarle al fin la camisa interior de algodón con bordados. Resultaba espeluznante. Pero no podía ser contagioso, a fin de cuentas, no con esa desacostumbrada ausencia de hedor. Cazaril se preguntó, si el cuerpo no era incinerado al caer la noche, si era probable que explotara o se agrietara, y en tal caso, qué saldría de él… o entraría en él. Hizo un hatillo con las ropas, sólo algo sucias, tan deprisa como le fue posible. Los zapatos eran demasiado pequeños, y se los dejó puestos. Juntos, el labriego y él transportaron el cadáver hasta la pira.
Cuando todo estuvo dispuesto, Cazaril se arrodilló, cerró los ojos, y entonó la plegaria por los difuntos. Sin saber qué dios había acogido el alma del hombre, aunque podía hacerse una idea aproximada, apeló sucesivamente a los cinco que constituían la Sagrada Familia, con voz clara y sin adornos. Todas las ofrendas debían ser lo mejor de cada uno, aun cuando lo único que se tuviera para ofrecer fueran palabras.
– Piedad del Padre y de la Madre, piedad de la Hermana y el Hermano, piedad del Bastardo, cinco veces piedad rogamos a los Sumos.
Fueran los que fuesen los pecados que había cometido el desconocido, sin duda había pagado por ellos. Piedad, Sumos. Justicia no, por favor, justicia no. Seríamos unos necios si rezáramos pidiendo justicia.
Cuando hubo finalizado, se incorporó con dificultad y miró alrededor. Tras meditarlo, recogió la rata y el cuervo y añadió sus pequeños cadáveres al del hombre, depositándolos a su cabeza y a sus pies.
Parecía que ese día la suerte de los dioses estaba con Cazaril. Se preguntó de qué clase sería en esta ocasión.
Una columna de humo brotó del molino en llamas mientras Cazaril retomaba el camino a Valenda, con las ropas del difunto amarradas en un prieto hatillo a su espalda. Aunque estaban menos sucias que las que llevaba puestas, pensó en buscar una lavandera y encargarle que las limpiara a conciencia antes de cambiarse. Sus vaidas de cobre mermaban tristemente en su recuento mental, pero los servicios de una lavandera bien valdrían la pena.
La noche anterior había pernoctado en un cobertizo, tiritando entre la paja, con media rebanada de pan rancia por toda cena. La otra mitad había constituido su desayuno. Distaban casi quinientos kilómetros de la ciudad portuaria de Zagosur, en la templada costa de Ibra, hasta el centro de Baocia, provincia que era la médula de Chalion. No había conseguido cubrir la distancia a pie tan deprisa como había estimado. En Zagosur, el Templo Hospital de la Piedad de la Madre estaba dedicado al asilo de los hombres expulsados, de todas las distintas maneras en que podían ser expulsados, por el mar. La bolsa de beneficencia que le habían entregado allí los acólitos había menguado al principio, se había secado finalmente, antes de que él hubiera llegado a su destino. Pero muy poco antes. Un día más, había supuesto, menos de un día. Si consiguiera poner un pie delante del otro durante un día más, podría alcanzar su refugio y arrastrarse hasta su interior.
A su partida de Ibra, tenía la cabeza llena de planes sobre cómo pedir refugio a la viuda provincara, por los viejos tiempos, en su hogar. Al pie de su mesa. Algo, lo que fuera con tal de que no estuviera demasiado duro. Su ambición había ido menguando conforme avanzaba hacia el este a través de los pasos de montaña para alcanzar las altitudes más frías de la meseta central. Quizá el castellano de la viuda o su caballista podrían hacerle un hueco en los establos, o en la cocina, donde no causaría ninguna molestia a la gran dama. Si pudiera suplicar por un puesto de fregona, ni siquiera tendría que dar su verdadero nombre. Dudaba que quedara todavía alguien del servicio que lo recordase de los días felices en que había servido como paje del difunto provincar de Baocia.
El sueño de un lugar silencioso e incómodo junto al fuego de la cocina, anónimo, sin recibir los improperios de ninguna criatura más alarmante que un cocinero, sin ninguna tarea más peligrosa que la de extraer agua o acarrear leña, lo había impulsado a seguir adelante frente a las últimas rachas de viento invernal. La visión del descanso lo incitaba como una obsesión, eso y saber que cada zancada ponía otro metro de por medio entre él y la pesadilla del mar. Se había entretenido durante horas de solitario camino, considerando nuevos y adecuados nombres serviles para su nuevo y anónimo yo. Pero ahora, al parecer, no tenía por qué presentarse ante los atónitos ojos de la corte vestido con los andrajos de un pordiosero. En vez de eso, Cazaril mendiga a un labriego las ropas de un cadáver y da gracias por ambos favores. Is. Is. Humildemente agradecido. Humildemente.
La ciudad de Valenda se vertía sobre su altozano igual que una falda de cuadros rojos y dorados, rojos por los tejados, dorados por la piedra del lugar, refulgentes ambos al sol. Cazaril parpadeó a la vista del destello de color frente a sus ojos empañados, los tonos familiares de su tierra natal. Todas las casas de Ibra estaban encaladas, brillaban con demasiada fuerza en sus cálidos mediodías septentrionales, descoloridas y cegadoras. Esta arenisca ocre poseía el tono perfecto para una casa, una ciudad, un país… era una caricia para los ojos. En lo alto de la colina, en verdad como una corona de oro, descansaba el castillo de la provincara, con las cortinas de sus murallas ondulando aparentemente ante sus ojos. Lo miró fijamente, intimidado, antes de reanudar su renqueo, caminando de alguna forma más deprisa de lo que había conseguido en todo este largo viaje, a pesar de los temblores y el dolor que aplicaba el cansancio a sus piernas.
Se había pasado la hora de los mercados, por eso las calles se mostraban silenciosas y serenas mientras las recorría en dirección a la plaza mayor. Frente a las puertas del templo, se acercó a una anciana que no tenía aspecto de intentar seguirlo y robarle, y le preguntó por el camino al prestamista. Éste le llenó la mano con un satisfactorio montón de vaidas de cobre a cambio de su diminuto real y le indicó cómo encontrar a la lavandera y los baños públicos. Se detuvo por el camino el tiempo justo para comprar un pastel de aceite a un solitario vendedor ambulante, y lo devoró.
Derramó vaidas sobre el mostrador de la lavandera y negoció el préstamo de un par de pantalones de lino con cordones y una túnica, además de un par de sandalias de esparto con las que poder patear la calle camino de los baños sin importar la calidez de la tarde. La mujer aceptó en sus manos rojas el ruin atuendo y las botas sucias. El barbero de los baños le cortó el pelo y le arregló la barba mientras él, inmóvil, disfrutaba de la sensación de estar sentado en una silla de verdad, espléndida. El mozo de los baños le sirvió té. Y luego de vuelta al patio de los baños, para descansar los pies en sus losetas mientras se frotaba con jabón aromatizado y esperaba a que el mozo lo enjuagara con un cubo de agua templada. En dichosa anticipación, Cazaril estudió el enorme tanque de madera con fondo de cobre y capacidad para seis hombres, o mujeres cualquier otro día, pero que gracias a lo oportuno de la hora parecía que iba a poder disfrutar a sus anchas. El brasero situado debajo mantenía el agua humeante. Podría pasarse allí toda la tarde, enjabonándose, mientras la lavandera ponía sus ropas a hervir.
El mozo se subió al taburete y derramó el agua sobre su cabeza, mientras Cazaril se sacudía y resoplaba bajo la cascada. Abrió los ojos y se encontró al muchacho mirándolo fijamente, boquiabierto.
– ¿Sois… sois un desertor? -consiguió balbucir el mozo.
Ah. Su espalda, el nudoso cuadro de cicatrices entrelazadas de tal modo que no quedaba piel ilesa debajo, legado de la última azotaina que le habían propinado los encargados de las galeras roknari. Aquí, en la royeza de Chalion, los desertores del ejército se contaban entre los pocos criminales que podían recibir un castigo tan salvaje.