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– Bueno, fue una espantosa equivocación, pero todo ha acabado bien.

– Por cierto. Tenéis que hablarme de vuestras aventuras, en alguna ocasión.

– Cuando lo deseéis, mi lord.

De Jironal asintió austeramente, risueño, y prosiguió su camino, evidentemente tranquilizado.

Cazaril sonrió para sí, satisfecho de su autocontrol… si es que no lo confundía con miedo cerval. Se diría que sería capaz de sonreír, y seguir sonriendo, sin abalanzarse sobre la garganta del mendaz villano… Aún tendré madera de cortesano, ¿eh?

Apaciguados sus mayores temores, Cazaril abandonó su fútil intento de pasar desapercibido y se animó a pedir un baile a lady Betriz. Sabía que era alto y desgarbado, carente de gracia, pero por lo menos no deambulaba ebrio haciendo eses, lo que a esas alturas le confería ventaja sobre la mitad de los jóvenes presentes. Por no hablar de lord Dondo de Jironal, que después de monopolizar a Iselle en la pista durante algún tiempo, se había alejado con su caterva de alborotados aduladores para buscar placeres más escabrosos o un pasillo tranquilo en el que vomitar. Cazaril esperaba que fuera esto último. Los ojos de Betriz resplandecían de exultación mientras formaba las figuras con él.

Al cabo, Orico despertó, los músicos perdieron su brío, y la velada tocó a su fin. Cazaril movilizó a los pajes, a lady Betriz y a la señora de Vrit para recaudar el botín de Iselle y trasladarlo a lugar seguro. Teidez, desdeñando el baile, se había dado un atracón del espectacular surtido de dulces en detrimento del vino, aunque de Sanda seguiría teniendo que ocuparse de un violento caso de indisposición antes del amanecer como resultado. Pero estaba claro que el muchacho estaba más ebrio de atención que de alcohol.

– ¡Lord Dondo me ha dicho que parece que tengo dieciocho años! -dijo a Iselle, triunfante. El estirón que había pegado el verano pasado y que lo había encumbrado por encima de su hermana mayor le había dado pie para cacarearse en ocasiones, y para que Iselle lo ignorara siempre con un bufido. Ahora caminaba al trote hacia su dormitorio sin que sus pies tocaran apenas el suelo.

Betriz, con las manos llenas de joyas, preguntó a Cazaril mientras colocaban las alhajas en las cajas con cerradura de la antecámara de Iselle:

– ¿Y por qué no usáis vuestro nombre, lord Caz? ¿No os gusta Lupe? Lo cierto es que un nombre bastante varonil.

– Le cogí manía muy pronto -suspiró Cazaril-. Mi hermano mayor y sus amigos solían martirizarme ladrando y aullando hasta que me hacían llorar de rabia, lo que me enfadaba todavía más… por desgracia, para cuando hube crecido lo suficiente para defenderme de él, ya era demasiado mayor para juegos. Tuve la impresión de que era una injusticia.

Betriz se rió.

– ¡Ya veo!

Cazaril se retiró a la quietud de su propia antecámara, donde se dio cuenta de que había faltado a su palabra de redactar la prometida nota tranquilizadora a la provincara. Dividido entre el deber y la cama, suspiró y sacó sus plumas, papel y cera, aunque su informe fue mucho más escueto que el ameno relato que había planeado, apenas unos cuantos renglones sucintos que concluían: Todo está en orden en Cardegoss.

La selló, encontró un somnoliento paje que la entregara al primer correo que partiera del Zangre por la mañana, y se derrumbó en la cama.

8

El banquete de bienvenida de la primera noche fue seguido demasiado pronto por el desayuno del día siguiente, la cena y un festejo vespertino que incluía un baile de máscaras. Los más suntuosos manjares se sucedieron los días siguientes, hasta que Cazaril, en lugar de compadecerse de la obesidad del roya Orico, empezó a admirarlo por seguir siendo capaz de caminar. Al menos se redujo el bombardeo inicial de regalos a los hermanos reales. Cazaril se puso al día con su inventario y empezó a pensar dónde y en qué ocasiones se debería desviar parte de esa opulencia. Se esperaba de una rósea que fuera dadivosa.

Despertó la mañana del cuarto día de un sueño confuso en el que corría por el Zangre con las manos llenas de joyas que no podía entregar a las personas adecuadas en el momento preciso, y que no sabía por qué incluían una enorme rata parlanchina que le impartía órdenes imposibles. Se quitó las legañas de los ojos y pensó en renunciar a los vinos enriquecidos de Orico, o a los dulces que incluían demasiada pasta de almendras, no lograba decidirse. Se preguntó a qué festines tendría que hacer frente ese día. Y luego se rió a carcajadas de sí mismo, acordándose de las raciones de los asedios. Aún sonriendo, rodó hasta salir de la cama.

Sacudió la túnica que se había puesto el día anterior por la tarde, y deshizo el nudo del puño para rescatar el mendrugo de pan que le había pedido Betriz que escondiera en su holgada manga cuando la merienda real junto al río se vio interrumpida abruptamente por un chaparrón vespertino, habitual dentro de la estación, pero inoportuno. Se preguntó, divertido, si sería el almacenaje de provisiones lo que tenían en mente los sastres que idearon originalmente aquellas mangas cortesanas. Se quitó el camisón, se puso los pantalones y se anudó los cordones, y se acercó a la palangana para asearse.

Sonó un aleteo confuso en la ventana abierta. Cazaril miró a un lado, sobresaltado por el ruido, para ver cómo se posaba en el amplio alféizar de piedra uno de los cuervos del castillo, que ladeó la cabeza en su dirección. Soltó dos graznidos, antes de proferir unos murmullos ininteligibles. Divertido, se secó la cara con la toalla y, echando mano del mendrugo, avanzó despacio hacia el ave para ver si se trataba de uno de los pájaros domesticados que aceptaban comida de la mano de uno.

El cuervo pareció espiar el pan, puesto que no salió volando ante su acercamiento. Le tendió un trozo. El lustroso pájaro lo estudió fijamente un momento, antes de arrebatarle la miga rápidamente de los dedos. Cazaril se controló para no dar un respingo al sentir el picotazo, pero el afilado y negro pico no le traspasó la piel. El ave saltó de un pie a otro y sacudió las alas, desplegando una cola a la que le faltaban dos plumas. Barruntó algo más, graznó de nuevo, profiriendo un chillido penetrante que resonó en la pequeña estancia.

– No es cra, cra -dijo Cazaril-. Es Caz, Caz. -Se entretuvo y, al parecer, entretuvo al ave, durante varios minutos intentando enseñarle un nuevo idioma, llegando a grajear ¡Cazaril! ¡Cazaril! con lo que supuso que sería acento de cuervo mas, pese a los suculentos sobornos de pan, el pájaro parecía encontrar más dificultades que Iselle con el darthaco.

Una llamada a la puerta de su cuarto interrumpió la lección; ausente, respondió:

– ¿Sí?

La puerta se abrió; el cuervo saltó hacia atrás y se cayó de la ventana. Cazaril se asomó un momento para ver cómo remontaba el vuelo. Cayó en picado al principio, antes de extender las alas con un trallazo y planear de nuevo, cabalgando alguna corriente ascendente matutina que lo transportaba en paralelo a la empinada ladera de la cañada.

– Mi lord de Cazaril, el… -La voz se interrumpió abruptamente. Cazaril se apartó de la ventana y se giró para encontrarse con un paje estupefacto de pie en el umbral. Comprendió azorado que todavía no se había puesto la camisa.

– ¿Sí, muchacho? -Sin aparentar prisa alguna, alcanzó la túnica con gesto indiferente, volvió a sacudirla, y se cubrió con ella-. ¿Qué sucede? -El tono pastoso de su voz no invitaba a comentar ni interesarse por el añejo desastre de su espalda.

El paje tragó saliva y volvió a encontrar la voz.

– Mi lord de Cazaril, la rósea Iselle os invita a reuniros con ella en la sala verde inmediatamente después del desayuno.

– Gracias -dijo Cazaril, con voz fría. Asintió sobriamente a modo de despedida. El paje se alejó corriendo.

La temprana excursión para la que exigía Iselle la escolta de Cazaril resultó ser la prometida visita a la colección de fieras de Orico. El roya en persona guiaría a su hermana; al entrar en la sala verde, Cazaril lo encontró cabeceando en una silla, entregado a su acostumbrada siesta posterior al desayuno. Orico se despertó con un ronquido y se frotó la frente como si le doliera la cabeza. Se sacudió unas migas pegajosas de su amplia túnica, recogió un paño de lino que envolvía algún paquete, y condujo a su hermana, Betriz y Cazaril fuera del castillo y a través de los jardines.

En el patio del establo, se encontraron con la partida de caza de Teidez, que se preparaba para salir esa mañana. El muchacho no había dejado de rogar para que le concedieran esta satisfacción prácticamente desde su llegada al Zangre. Lord Dondo, al parecer, había organizado el deseo del joven, y ahora comandaba el grupo, que incluía otra media docena de cortesanos, mozos y ojeadores, tres traíllas de perros, y a sir de Sanda. Teidez, a lomos de su caballo negro, saludó ufano a su hermana y a su real hermano.