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– Lord Dondo dice que probablemente sea demasiado pronto para divisar jabalíes -les explicó-, porque todavía no empiezan a caer las hojas. Pero a lo mejor tenemos suerte. -El escudero de Teidez, que lo seguía también a caballo, cargaba con un auténtico arsenal por si acaso, incluidas la ballesta y la jabalina nuevas. Iselle, que no había sido invitada, evidentemente, contemplaba los preparativos con cierta envidia.

De Sanda sonrió, todo lo que daba de sí su sonrisa, complacido con este noble juego, cuando lord Dondo lanzaba un grito y guiaba a la comitiva fuera del patio a buen trote. Cazaril los observó alejarse y se preguntó qué parte de la idílica estampa otoñal era la que lo incomodaba. Se le ocurrió que ninguno de los hombres que rodeaban a Teidez tenía menos de treinta años. Ninguno de ellos seguía al muchacho por camaradería, ni siquiera por camaradería anticipada; todos actuaban impulsados por su propio interés. Si alguno de aquellos cortesanos tuviera dos dedos de frente, decidió Cazaril, traerían a sus hijos a la corte, los dejarían sueltos y permitirían que la naturaleza siguiera su curso. No era una visión exenta de peligros, pero…

Orico rodeó el establo, con las damas y Cazaril tras sus pasos. Encontraron al encargado de caballerizas, Umegat, evidentemente prevenido, aguardando decorosamente junto a las puertas del zoológico, abiertas de par en par al sol y la brisa de la mañana. Inclinó la trenzada cabeza ante su señor y sus invitados.

– Ése es Umegat -dijo Orico a su hermana, a modo de presentación-. Cuida del sitio por mí. Es un roknari, pero también es un buen hombre.

Iselle controló una visible punzada de alarma e inclinó graciosamente la cabeza a su vez. En un pasable roknari cortesano, si bien gramaticalmente impropio por cuanto se decantó por la rutina de señor a guerrero en lugar de la de señor a vasallo, dijo:

– Que las bendiciones de los Santos caigan sobre ti este día, Umegat.

Umegat abrió mucho los ojos, y acentuó su reverencia. Respondió con un: "Que las bendiciones de los Sumos caigan también sobre vos, mi hendi", con el más puro acento del Archipiélago, en la forma gramatical adecuada de siervo a señora.

Cazaril arqueó las cejas. Así que, al final, Umegat no era ningún mestizo chalionés, al parecer. Se preguntó por qué azares de la vida habría terminado allí. Picado en su curiosidad, preguntó: "Os encontráis lejos de vuestro hogar, Umegat", con la rutina del siervo al siervo de menor categoría.

Una discreta sonrisa afloró a los labios del mozo:

– Tenéis buen oído, mi hendi. Eso es raro, en Chalion.

– Lord de Cazaril me enseña -explicó Iselle.

– En tal caso, tenéis buen maestro, mi dama. Pero -se volvió hacia Cazaril, cambiando de rutina, ahora de esclavo a erudito, aún más exquisitamente educado que el de esclavo a señor-, Chalion es ahora mi hogar, Sabiduría.

– Que mi hermana vea las criaturas -intervino Orico, que no ocultaba el aburrimiento que le producía aquel intercambio de cortesías bilingües. Levantó la servilleta de lino y esbozó una sonrisa conspiradora-. He birlado del desayuno un trozo de panal para mis osos, y se va a derretir entero si no me libro pronto de él.

Umegat sonrió a su vez y los guió al interior del fresco edificio de piedra.

El lugar estaba aún más inmaculado esa mañana que el otro día, más limpio con diferencia que los salones de banquetes de Orico. El roya se disculpó y se adentró de inmediato a la jaula de uno de sus osos. El animal se despertó y se sentó sobre sus ancas; Orico se sentó a su vez en la reluciente paja, y ambos se miraron fijamente. Orico tenía casi el mismo tamaño que el oso. Desenvolvió la servilleta y partió un pedazo de panal, que el oso olisqueó y comenzó a lamer con una larga lengua rosa. Iselle y Betriz exclamaron encantadas a la vista del espeso y lustroso pelaje, pero no hicieron ademán alguno de seguir al roya hasta el interior de la jaula.

Umegat los dirigió hacia las criaturas semejantes a cabras, evidentemente herbívoras, y esta vez las damiselas sí se aventuraron en los establos para acariciar a las bestias y regalar envidiosos cumplidos sobre sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas. Umegat explicó que se llamaban vellas, importadas de algún rincón más allá del Archipiélago, y les entregó unas zanahorias a Iselle y Betriz, que éstas cedieron a las vellas entre risas para mutua satisfacción de los animales y las muchachas. Iselle se limpió los últimos trozos de zanahoria mezclada con baba de vella en la falda, y todos siguieron a Umegat camino de la pajarería, menos Orico, que, prefiriendo demorarse con su oso, les hizo una lánguida seña para indicarles que podían continuar sin él.

Una negra silueta surgió de la luz del sol para adentrarse en el pasillo de piedra abovedado y se posó en el hombro de Cazaril con un batir de alas y un gruñido; Cazaril a punto estuvo de rozar el arco del techo de un salto. Estiró el cuello para ver si se trataba del mismo cuervo que había visitado el alféizar de su ventana esa mañana, fijándose en las plumas que le faltaban a su cola. El ave afianzó las garras en su hombro, y exclamó: "¡Caz! ¡Caz!"

Cazaril se rió de buena gana.

– ¡Ya era hora, pájaro bobo! Pero ahora no te va a servir de nada, se me acabó el pan. -Movió el hombro, pero el cuervo se aferró tenazmente, e insistió, "¡Caz! ¡Caz!" de nuevo, justo en su oído, con estridencia.

Betriz se rió, boquiabierta de asombro.

– ¿Quién es vuestro amigo, lord Caz?

– Apareció en mi ventana esta mañana, y he intentando enseñarle, um, algunas palabras. Me parece que no lo he conseguido…

– ¡Caz! ¡Caz! -insistió el cuervo.

– ¡Así de aplicada deberíais ser vos con el darthaco, mi lady! -concluyó Cazaril-. Vamos, sir de Ave, zape. No me queda más pan. Id a buscar un pescado aturdido al pie de las cataratas, o una apetitosa oveja muerta, o lo que sea… ¡zas! -Meneó el hombro, pero el cuervo mantuvo tenazmente el equilibrio-. Qué aves más glotonas, estos cuervos de castillo. Sus congéneres campestres tienen que volar de un lado a otro en busca de su manduca, pero estos vagos esperan que les metas la comida en el pico.

– En efecto -dijo Umegat, con una sonrisa taimada-, los pajarracos del Zangre son auténticos cortesanos entre los cuervos.

Cazaril reprimió una risotada algo a destiempo y echó un nuevo vistazo al impecable mozo roknari… o "ex-roknari". Bueno, si llevara tiempo Umegat trabajando aquí, habría podido estudiar a placer a los cortesanos.

– Me sentiría más halagado por esta veneración si fueras un pájaro más salado. ¡Ea! -Empujó al cuervo lejos de su hombro, pero el ave se limitó a auparse a su cabeza e hincarle las garras en la coronilla-. ¡Ow!

– ¡Cazaril! -chilló el cuervo desde su nuevo asidero.

– Sí que tenéis talento para enseñar idiomas, mi lord de Cazaril. -La sonrisa de Umegat se ensanchó-. Ya te he oído -increpó al cuervo-. Si agacháis la cabeza, mi señor, intentaré apear a vuestro pasajero.

Así lo hizo Cazaril. Umegat, murmurando algo en roknari, persuadió al ave para que se subiera a su brazo, se lo llevó hasta la puerta, y lo lanzó por los aires. Se alejó volando, profiriendo, para alivio de Cazaril, graznidos más ordinarios.

Llegaron a la pajarería, donde Iselle descubrió que era tan popular entre las brillantes aves de las jaulas como Cazaril con el desastrado cuervo; se le subían a las mangas, y Umegat le enseñó a convencerlas de que comieran semillas sujetas entre sus dientes.

Se volvieron a continuación a las aves enjauladas. Betriz admiró una grande, de un verde resplandeciente, con plumas amarillas en el pecho y color rubí en el cuello. Chasqueó su robusto pico amarillo, se balanceó de lado a lado y sacó una fina lengua negra.

– Ésta ha llegado hace muy poco -explicó Umegat-. Creo que ha tenido una vida difícil y errante. Es bastante dócil, pero ha hecho falta tiempo y paciencia para tranquilizarla.

– ¿Habla? -quiso saber Betriz.

– Sí, pero sólo dice palabrotas. En roknari, por desgracia, quizá. Creo que debió de ser el pájaro de algún marinero. El marzo de Jironal lo trajo del norte esta primavera, como botín de guerra.

Los informes y rumores de aquella campaña no decisiva habían llegado a Valenda. Cazaril se preguntó si Umegat había formado parte alguna vez de un botín de guerra, como él mismo, y si era así como había recalado en Chalion. Lacónico, dijo:

– Es bonito, pero parece escaso consuelo por la pérdida de tres ciudades y un paso montañoso.

– Creo que lord de Jironal trajo consigo bastantes más bienes muebles -repuso Umegat-. Su tren de equipaje, a su regreso a Cardegoss, tardó una hora en cruzar las puertas.

– Yo también he tenido que vérmelas con mulas igual de lentas -murmuró Cazaril, sin darse por impresionado-. Chalion perdió más de lo que ganó de Jironal en aquella empresa mal planeada.