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Las escasas linternas encajadas en sus soportes en la pared proyectaban una titilante luz naranja sobre el empedrado. Dondo lo invitó a sentarse en un banco de granito labrado cuyo respaldo era la muralla exterior. La piedra se adivinaba áspera y fría contra las piernas de Cazaril, que tenía el cuello húmedo a causa de la brisa nocturna. Con un gruñido, Dondo se sentó a su vez, retirando automáticamente a un lado su capa chaleco para dejar al descubierto la empuñadura de su espada.

– Bueno, Cazaril. Ya veo que últimamente disfrutas de la confianza de la rósea Iselle.

– El puesto de secretario comporta una gran responsabilidad. Aún más el de tutor. Me lo tomo muy en serio.

– Eso no me sorprende… tú siempre te lo has tomado todo demasiado en serio. Demasiadas bondades pueden constituir un pecado para el hombre, ya lo sabes.

Cazaril se encogió de hombros.

Dondo se retrepó y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, como quien se acomoda para mantener una conversación con un íntimo amigo.

– Por ejemplo -indicó con un gesto la torre que se erguía ahora ante ellos-, una joven de su edad y su estilo debería estar empezando a acostumbrarse a los hombres, pero yo la encuentro extrañamente distante. Una yegua así está hecha para parir… tiene caderamen de sobra para alojar a un hombre. -Imprimió a sus caderas un pequeño vaivén, a modo de ilustración-. Espero que haya eludido esa desafortunada mácula de su sangre y que esto no sea un síntoma precoz de, ah, las penurias de la mente que acucian a su pobre madre.

Cazaril decidió no adentrarse en ese terreno.

– Mm.

– Espero. Aunque, si no es ése el caso, no me queda por menos de preguntarme si no habrá alguna… persona que, pecando de exceso de seriedad, se haya propuesto envenenarle la mente contra mi persona.

– Esta corte está llena de rumores. Y de cotillas.

– Por cierto. Y, ah… ¿cómo le hablas de mí, Cazaril?

– Con cuidado.

Dondo volvió a acomodarse, y se cruzó de brazos.

– Bien. Eso está bien. -Hizo una pequeña pausa-. Pero, así y todo, creo que preferiría que lo hicieras con afecto. Con afecto estaría mejor.

Cazaril se humedeció los labios.

– Iselle es una muchacha muy inteligente y sensata. Estoy seguro de que se daría cuenta si yo intentara engañarla. Es mejor dejarlo como está.

Dondo soltó un bufido.

– Ah, ya vamos acercándonos. Sospechaba que podrías guardarme todavía cierto rencor por aquella endiablada jugarreta del loco de Olus.

Cazaril negó con un gesto sutil.

– No. Ya está olvidado, mi lord. -La proximidad de Dondo, tanta como en la tienda de Olus, su perfume tenuemente peculiar, recuperaron con todo detalle, abrasando el recuerdo de Cazaril, la jadeante desesperación, el chirrido del metal, el fuerte golpe…-. Eso fue hace mucho.

– Ja. Aprecio la maleabilidad de la memoria en un hombre, sin embargo… sigo creyendo que te hace falta foguearte. Supongo que sigues siendo el mismo pobre diablo de siempre. Algunas personas nunca aprenden a desenvolverse en el mundo. -Dondo descruzó los brazos, y, no sin cierta dificultad, se sacó un anillo de uno de sus dedos rollizos y húmedos. El oro era fino, pero rutilaba en su engaste una enorme piedra verde y plana biselada. Se lo ofreció a Cazaril-. A ver si esto te vuelve el corazón más afectuoso para conmigo. Y la lengua.

Cazaril no hizo ademán de moverse.

– La rósea me proporciona todo lo que necesito, mi lord.

– Por cierto. -Las negras cejas de Dondo se enlazaron; sus negros ojos destellaron a la luz de las lámparas entre los párpados entornados-. Supongo que tu posición te ofrece considerables ocasiones de llenarte los bolsillos.

Cazaril apretó los dientes para ocultar un escalofrío de ultraje.

– Si declináis creer en mi probidad, mi lord, podríais reflexionar al menos en el futuro de la rósea Iselle, y creer que aún conservo la cabeza que tuvieron a bien darme los dioses. Hoy tiene una casa. Mañana, será una royeza, o un principado.

– Así es, ¿no os parece? -Dondo se arrellanó con una extraña sonrisa, antes de soltar la risa-. Ay, pobre Cazaril. Si un hombre renuncia al pájaro que se posa en su mano aspirando a la bandada que ve posada en el árbol, lo más probable es que acabe sin ningún pájaro. ¿Es eso inteligente?

Depositó el anillo remilgadamente en la piedra que los separaba.

Cazaril abrió ambas manos y las sostuvo frente a su pecho con las palmas hacia fuera, en gesto de renuncia. Volvió a apoyarlas con firmeza sobre las rodillas y, con franca afabilidad, dijo:

– Guardaos vuestros tesoros, mi lord, para comprar otro hombre más barato. Estoy seguro de que encontraréis alguno.

Dondo recuperó su anillo y fulminó a Cazaril con la mirada.

– No habéis cambiado. Seguís siendo el mismo mojigato santurrón. Tú y ese estúpido de de Sanda sois tal para cual. No es de extrañar, supongo, si pienso en esa vieja de Valenda que os ha elegido.

Se incorporó y se encaminó hacia el interior, embutiéndose el anillo en el dedo. Los dos hombres que aguardaban miraron de soslayo a Cazaril con curiosidad y lo siguieron.

Cazaril exhaló un suspiro, y se preguntó si no habría comprado su momento de furiosa satisfacción a un precio desorbitado. Quizá hubiera sido más prudente aceptar el soborno y aplacar a lord Dondo, creyéndose ufano por haber comprado otro hombre, uno igual que él mismo, fácil de comprender, sujeto a su control. Sintiéndose muy cansado, se impulsó para ponerse de pie y regresó al interior para subir las escaleras que lo separaban de su dormitorio.

Acababa de introducir la llave en la cerradura cuando pasó junto a él de Sanda, bostezando. Intercambiaron sendos murmullos cordiales de saludo.

– Aguardad un momento, de Sanda.

El interpelado miró por encima del hombro.

– ¿Castelar?

– ¿Tenéis cuidado de mantener la llave echada en la puerta, y de guardarla siempre a mano?

De Sanda arqueó las cejas, y se dio la vuelta.

– Dispongo de un baúl, de recio candado, en el que guardo todo lo que es de guardar.

– No es suficiente. Tenéis que bloquear toda la estancia.

– ¿Para que no me roben? Es poco lo que podría interesar…

– No. Para que nada robado pueda guardarse en el interior.

De Sanda entreabrió los labios; permaneció inmóvil un momento, asimilando las palabras de Cazaril, y alzó la vista para mirar a los ojos a su interlocutor.

– Oh -dijo, al cabo. Dedicó a Cazaril una lenta inclinación de cabeza, casi una reverencia-. Gracias, castelar. No se me había ocurrido.

Cazaril le devolvió el saludo, y entró en su habitación.

10

Cazaril se sentó en su dormitorio acompañado de una prodigalidad de velas y del clásico romancero brajarano La leyenda del árbol verde, y suspiró satisfecho. La biblioteca del Zangre había sido célebre en tiempos de Fonsa el Sabio, pero había caído en desuso desde entonces; este volumen, a juzgar por el polvo, no abandonaba su estante desde finales del reinado de Fonsa. Pero era el lujo de disponer de velas suficientes para convertir el leer hasta bien entrada la noche en un placer y no un esfuerzo, tanto como los versos de Behar, lo que le alegraba el corazón. Y le hacía sentir un poco culpable… El coste del uso de velas de cera de calidad sobre la casa de Iselle comenzaría a acumularse a la larga, y parecería un tanto extraño. Con las atronadoras cadencias de Behar resonando en la cabeza, se humedeció el dedo y pasó la página.

Las estrofas de Behar no era lo único que atronaba y resonaba. Volvió la vista hacia el techo, que filtraba un rápido golpeteo, arañazos, y el sonido apagado de risas y voces. Bueno, la tarea de procurar que las noches de la casa de Iselle fueran razonables recaía sobre Nan de Vrit, no sobre él, gracias a los dioses. Se concentró de nuevo en las visiones teológicamente simbólicas del poeta e ignoró el ajetreo, hasta que el cerdo profirió un chillido.

Ni siquiera el gran Behar podía competir con ese misterio. Sonriendo, Cazaril dejó el volumen encima de la colcha y sacó las piernas de la cama, se abrochó la túnica, se calzó los zapatos, y recogió la vela con pantalla de cristal para iluminar el camino escaleras arriba.