El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.
El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.
El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.
Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.
Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.
También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.
La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.
A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora su palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.
Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.
El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.
– Bonito anillo -dijo, al cabo.
El capitán apartó la mano, ceñudo.
– Lo mismo pienso yo.
– Espero que no pagarais demasiado por él. Me parece que la piedra es falsa.
– ¡Mi lord, es una esmeralda auténtica!
– Yo que vos, la llevaría a un especialista en piedras preciosas, y lo comprobaría. No deja de sorprenderme la cantidad de mentiras que están dispuestos a decir los hombres hoy en día con tal de sacar provecho.
El capitán se tapó una mano con la otra.
– El anillo es bueno.
– Comparado con lo que os ha costado, yo diría que es basura.
El capitán apretó los labios. Se encogió de hombros y se alejó.
Si esto es un asedio, pensó Cazaril, estamos en desventaja.
El tiempo se volvió frío y lluvioso, aumentó el caudal de los ríos, conforme la estación del Hijo tocaba a su fin. Durante el concierto posterior a la cena de una noche de aguacero, Orico se acercó a su hermana, y murmuró:
– Preséntate ante el trono con los tuyos mañana al mediodía, y asistid a la investidura de de Jironal. Luego haré un feliz anuncio ante toda la corte. Y ponte tus mejores galas. Ah, y las perlas… lord Dondo me comentó anoche que no te ve nunca con ellas encima.
– Creo que no me favorecen -repuso Iselle. Miró de soslayo a Cazaril, que estaba sentado en las proximidades, y luego se miró las manos, tensas sobre el regazo.
– Bobadas, ¿cómo no van a sentar bien las perlas a una doncella? -El roya se enderezó en su asiento para aplaudir la animada pieza que acababa de terminar.
Iselle no volvió a mencionar esta sugerencia hasta que Cazaril hubo escoltado a sus damiselas hasta la antecámara que le servía de despacho. Se disponía a darles las buenas noches y dirigirse, bostezando, directo a su cama, cuando la rósea espetó:
– No pienso ponerme las perlas de ese ladrón de lord Dondo. Se las regalaría a la Orden de la Diosa, pero juro que la diosa se sentiría insultada. Están manchadas. Cazaril, ¿qué puedo hacer con ellas?
– El Bastardo no es un dios remilgado. Dáselas al divino de su inclusa, para que las venda y recaude dinero para sus huérfanos.
Iselle sonrió.
– Eso sí que enojaría a lord Dondo. ¡Y ni siquiera podría protestar! Buena idea. Llévaselas a los huérfanos, con mis mejores deseos. Y en cuanto a mañana… me pondré la capa chaleco de terciopelo rojo encima del vestido de seda blanco, resulta adecuado para una fiesta, y el juego de granates que me regaló mamá. Nadie podrá recriminarme por llevar encima las joyas de mi madre.
Nan de Vrit intervino:
– Pero ¿a qué creéis que se refería vuestro hermano con lo de un feliz anuncio? ¿No será que ya ha decidido con quién desposaros?
Iselle se quedó paralizada, parpadeando, antes de decir, tajante:
– No. No puede ser. Antes debe haber meses de negociaciones… embajadores, cartas, intercambios de regalos, tratados referentes a la dote… y mi consentimiento. Han de hacerme un retrato. Y yo he de recibir un retrato del hombre, quienquiera que resulte ser. Un retrato fiel y sincero, realizado por el artista de mi elección. Si mi príncipe está gordo, o es bizco, o está calvo, o tiene un labio leporino, sea, pero su retrato no puede engañarme.
Betriz torció el gesto imaginándose al pretendiente descrito por la rósea.
– Esperó que se fije en ti un lord apuesto, cuando llegue el momento.