Al lado de Cazaril, Betriz se envaró de… ¿emoción? Asió brevemente el brazo izquierdo de Cazaril.
– El siguiente es ese vil juez, Vrese -le siseó al oído-. ¡Mirad!
Un personaje de aspecto avinagrado y mediana edad, ricamente ataviado con terciopelos azul marino y cadenas de oro, subió ante el trono de la Dama bolsa en mano. Con una sonrisa tensa, se la tendió.
– La Casa de Vrese presenta esta ofrenda a la diosa -entonó el juez, con voz nasal-. Bendícenos para la estación que empieza, mi dama.
Iselle recogió las manos en el regazo. Levantó la barbilla, dedicó a Vrese una mirada absolutamente seria e impasible, y dijo en voz alta y clara:
– La Hija de la Primavera recibe ofrendas sinceras. No acepta sobornos. Honorable Vrese. Tu oro significa más que nada para ti. Puedes quedártelo.
Vrese retrocedió medio paso; con la boca abierta por la incredulidad, permaneció clavado en el sitio. El sobrecogido silencio se propagó en ondas hasta el final de la congregación, para regresar en forma de crecientes murmullos de ¿Qué? ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cómo? El divino en jefe demudó el semblante. El servicial secretario levantó la cabeza con una expresión de pávido horror.
Un hombre bien vestido que aguardaba hacia la cabeza de la fila soltó una resonante risotada de regocijo; sus labios se retrajeron en una expresión que tenía poco que ver con el humor, y mucho con la apreciación de la justicia cósmica. Junto a Cazaril, lady Betriz saltó sobre la punta de los pies y siseó entre dientes. Un reguero de risas contenidas siguió a los susurros explicativos que se propagaban entre la multitud de vecinos como brotes en primavera.
El juez miró iracundo al divino en jefe y le tendió a él la mano bruscamente, sujetando la ofrenda embolsada. Las manos del divino se abrieron y cerraron a sus costados. Volvió la vista, implorante, hacia el trono que ocupaba el avatar de la diosa.
– Lady Iselle -susurró por la comisura de la boca, si bien no en voz lo bastante baja-, no podéis… no podemos… ¿os ha hablado la diosa a este respecto?
– Habla en mi corazón -respondió Iselle, en voz mucho menos baja-. ¿En el vuestro no? Además, le pedí que sellara su aprobación concediéndome la primera llama, y lo hizo. -Perfectamente compuesta, se inclinó sorteando al paralizado juez, sonrió radiante al ciudadano que aguardaba su turno, e invitó-: ¿Vos, sir?
A la fuerza, el juez se hizo a un lado, sobre todo porque el siguiente suplicante, sonriendo maliciosamente, no dudó en avanzar y abrirse paso con el hombro.
Un acólito, impulsado a actuar por la furibunda mirada de su superior, se apresuró a invitar al juez a retirarse a otra parte y discutir este contratiempo. Su leve ademán de aproximación a la bolsa de la ofrenda fue cortado en seco por el gélido ceño fruncido que descargó sobre él la rósea; el muchacho se guardó la mano detrás de la espalda e hizo una reverencia para despedir al colérico juez. Al otro lado del patio, la provincara, sentada, se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, se pasó la mano por la boca y contempló exasperada a su nieta. Iselle se limitó a levantar la barbilla y proseguir intercambiando desapasionadamente bendiciones de la diosa por los obsequios del cuatrimestre que le entregaba una fila de ciudadanos que, de repente, se habían olvidado del tedio y la monotonía de la ceremonia.
Mientras ella repasaba las distintas casas de la ciudad, en la calle se recogían ofrendas en forma de pollos, huevos y becerros, cuyos portadores sólo entraban en los sagrados precintos para recoger su bendición y su fuego nuevo. Lady de Hueltar y Betriz fueron a reunirse con la provincara en su banco de honor, y Cazaril se sentó detrás con el castellano, que dedicó a su recatada hija un sospechoso ceño paternal. Gran parte del gentío se alejó; la rósea cumplió con su sagrado deber, risueña, hasta dar las gracias al último leñador, a un carbonero, a un mendigo -que cantó un himno a modo de ofrenda- con el mismo tono impertérrito con que había bendecido a los prohombres de Valenda.
La tormenta del rostro de la provincara no estalló hasta que la familia al completo hubo regresado al castillo para el banquete de la tarde.
Cazaril se encontró guiando su caballo, puesto que el alcaide del castillo, de Ferrej, había empuñado con firmeza y prudencia las riendas del mulo blanco de Iselle. El plan de Cazaril de ausentarse discretamente se vio frustrado cuando, tras bajar de su alazana ayudada por sus criados, la provincara le espetó secamente:
– Castelar, dame tu brazo. -Los dedos que cerró en torno a él estaban tensos y temblorosos. Con los labios apretados, añadió-: Iselle, Betriz, de Ferrej, entrad. -Indicó con la cabeza las puertas que comunicaban a la sala de los ancestros, enfrente del patio del castillo.
Iselle había dejado sus ropas de fiesta en el templo al término de la ceremonia, y volvía a ser una joven de lindo blanquiazul. No, decidió Cazaril, al ver cómo volvía a alzar su altanera barbilla; de nuevo una rósea, simplemente. Bajo aquella superficie aprensiva refulgía una determinación alarmante. Cazaril sostuvo la puerta mientras pasaba todo el mundo, incluida lady de Hueltar. Siendo un joven paje, pensó con arrepentimiento, el instinto que le avisaba del inminente peligro que procedía de las alturas lo habría sacado corriendo de allí llegados a ese momento. Pero de Ferrej se detuvo y esperó por él, y Cazaril lo siguió.
La sala estaba en silencio, vacía ahora, aunque cálidamente iluminada por las hileras de velas del altar, que habrían de arder durante todo el día hasta consumirse. Los bancos de madera estaban pulidos hasta relucir apagadamente a la luz de los cirios por el roce de los numerosos ocupantes previos, píos o meramente ociosos. La provincara se llegó al frente de la estancia y se volvió hacia las dos muchachas, que retrocedieron juntas bajo su severa mirada.
– Muy bien. ¿Cuál de vosotras tuvo esa idea?
Iselle dio medio paso adelante e hizo una minúscula reverencia.
– Fui yo, abuelita -dijo casi, y sólo casi, con voz tan clara como en el patio del templo. Tras otro momento sometida a aquel inexorable escrutinio, añadió-: Aunque Betriz pensó en solicitar la confirmación de la primera llama.
De Ferrej se cernió sobre su hija.
– ¿Sabías que esto iba a ocurrir? ¿Y no me lo dijiste?
Betriz le dedicó una inclinación que era un eco del de Iselle, sin doblar la espalda.
– Tenía entendido que se me había asignado el papel de doncella de la rósea, papá. No el de espía de nadie. Si mi lealtad principal ha de pertenecer a otra persona que no sea Iselle, es algo que nadie me había explicado. Protege su honor con tu vida, ésas fueron tus palabras. -Tras un momento, suavizando un tanto su afilado discurso, añadió-: Además, no supe que iba a ocurrir hasta que hubo prendido la primera llama.
De Ferrej renunció a la precoz sofista e hizo un gesto de impotencia a la provincara.
– Tú eres la mayor, Betriz -dijo la provincara-. Pensábamos que ejercerías una influencia tranquilizadora. Que enseñarías a Iselle cuáles son los deberes de una doncella piadosa. -Torció los labios-. Igual que cuando Beetim el cazador cruza los perros jóvenes con los más viejos. Es una pena que no te entregara a él para que te criara, en vez de a estas institutrices inútiles.
Betriz parpadeó, y ofreció otra reverencia.
– Sí, mi lady.
La provincara sondeó su gesto, sospechando de sorna disimulada. Cazaril se mordió el labio.
Iselle inhaló hondo.
– ¡Si tolerar la injusticia y hacer la vista gorda ante los trágicos e innecesarios males que afectan a los hombres se cuentan entre los deberes principales de una doncella piadosa, es algo que los divinos nunca me enseñaron!
– No, claro que no -espetó la provincara. Por vez primera, su adusta voz se suavizó con una sombra de persuasión-. Pero la justicia no es tarea tuya, corazón.