Iselle constriñó los labios en un mohín incómodo.
– En Chalion hay muchas injusticias contra las que no puedo hacer nada. Eso fue muy poco.
– Si estuvo bien, bien hecho estuvo -concedió Cazaril, con un asentimiento engañosamente cordial-. Decidme, rósea, ¿qué pasos disteis previamente, para aseguraros de la culpabilidad del hombre?
Iselle detuvo la barbilla ante de terminar de alzarla del todo.
– Sir de Ferrej… habló de él. Y sé que es honesto.
– Sir de Ferrej dijo, y recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas, pues exactas fueron, que había oído decir que el juez había aceptado el soborno del duelista. No afirmó saberlo de primera mano. ¿Lo consultasteis con él después de la cena, para descubrir el origen de sus sospechas?
– No… Si le hubiera hablado a cualquiera de lo que planeaba hacer, me lo habrían prohibido.
– Pero, ah, con lady Betriz sí que hablasteis. -Cazaril indicó a la muchacha morena con un ademán.
Crispándose, Betriz respondió con cautela:
– Por eso le sugerí que preguntara a la primera llama.
Cazaril se encogió de hombros.
– La primera llama, ah. Pero vuestra mano es joven, fuerte y firme, lady Iselle. ¿Estáis segura de que la primera llama no prendió gracias únicamente a vuestra intervención?
El ceño de Iselle se acentuó.
– Los vecinos aplaudieron…
– Ciertamente. Lo normal es que la mitad de los suplicantes que se enfrentan a la tribuna de un juez salgan contrariados y decepcionados. Pero no, por eso, necesariamente agraviados.
Aquello dio en el clavo, a tenor del cambio operado en el semblante de la joven. La transición de desafiante a abatida no era un espectáculo especialmente agradable.
– Pero… si…
Cazaril exhaló un suspiro.
– No estoy diciendo que os equivocarais, rósea. Por esta vez. Digo que corríais con una venda en los ojos. Y que si no os estrellasteis de bruces con un árbol, fue sólo gracias a los dioses, y no por el cuidado que pusisteis.
– Oh.
– Podríais haber difamado a un hombre honrado. O quizá hayáis hecho justicia. No lo sé. El caso es que… vos tampoco.
El oh de Iselle fue inaudible esta vez.
La porción tremendamente práctica de la mente de Cazaril, que tantos temporales le había ayudado a capear, no pudo resistirse a añadir:
– Y tanto si obrasteis bien como si no, lo que sí vi fue cómo os forjabais un enemigo, y cómo lo dejabais con vida a vuestra espalda. Caritativo, pero mala estrategia. -Maldición, ésa no era observación apropiada para una gentil doncella… con esfuerzo, se contuvo para no taparse la boca con ambas manos, un gesto que no contribuiría a subrayar su papel de corrector culto y metódico.
Las cejas de Iselle se arquearon y permanecieron así, por un momento, esta ocasión. Las de lady Betriz también.
Tras un silencio meditabundo e insoportablemente prolongado, Iselle dijo, en voz baja:
– Gracias por vuestro atinado consejo, castelar.
Cazaril le devolvió un asentimiento aprobatorio. Bien. Si había logrado librarse de ese peliagudo asunto a las primeras de cambio, podía decirse que había cubierto ya un trecho importante. Y ahora, gracias a los dioses, a la generosa mesa de la provincara…
Iselle volvió a sentarse y recogió las manos sobre el regazo.
– Vais a ser mi secretario además de mi tutor, Cazaril, ¿sí?
Cazaril se dejó caer de nuevo.
– Sí, mi lady. ¿Deseáis que os ayude con una carta? -A punto estuvo de sugerir, ¿Después de comer?
– Ayuda. Sí. Pero no con una carta. Sir de Ferrej ha mencionado que fuisteis correo una vez, ¿es eso cierto?
– En su día cabalgaba para el provincar de Guarida, mi lady. Cuando era joven.
– Un correo es un espía. -Sus ojos se habían tornado inquietantemente calculadores.
– No necesariamente, aunque a veces era difícil… convencer a la gente de lo contrario. Éramos mensajeros de confianza, por encima de todo. Tampoco es que no se esperara de nosotros que supiéramos tener los ojos abiertos e informar de nuestras observaciones.
– Suficiente. -Barbilla arriba-. En tal caso, mi primer encargo para vos, como secretario, es de observación. Quiero que descubráis si he cometido un error o no. Yo no puedo presentarme en la ciudad y empezar a hacer preguntas, tengo que quedarme en lo alto de esta colina en mi -mueca- cama de plumas. Pero vos… vos podéis.
Lo miró con una expresión imbuida de la fe más perturbadora.
Cazaril sintió el estómago tan vacío como un tambor, sin que tuviera nada que ver con la falta de alimentos. Al parecer, acababa de realizar una interpretación demasiado magistral.
– ¿De… in… inmediato?
Iselle se revolvió incómoda en su asiento.
– Con discreción. Cuando se presente la oportunidad.
Cazaril tragó saliva.
– Veré lo que puedo hacer, mi lady.
Camino de su cámara, una planta más abajo, los pensamientos de Cazaril se vieron poblados por una visión de sus días de paje, en ese mismo castillo. Le gustaba creerse con dotes de espadachín, a cuenta de ser un poco más diestro que la media docena de patanes de noble cuna con los que compartía deberes y formación en la casa del provincar. Un día llegó un nuevo paje, un tipo bajito, malhumorado; el maestro de esgrima del provincar había invitado a Cazaril a medirse con él en la próxima sesión de entrenamiento. Cazaril había practicado una o dos buenas estocadas, incluida una floritura que, con una hoja de verdad, habría recortado las orejas de casi todos sus camaradas. Intentó su estratagema especial con el recién llegado, deteniéndose satisfecho con el filo romo pegado a la cabeza de su adversario… tan sólo para mirar abajo y ver la ligera espada de entrenamiento de su oponente doblada casi en dos contra el acolchado de su barriga.
Aquel paje había ascendido, según tenía entendido Cazaril, hasta convertirse en el maestro de esgrima del roya de Brajar. Con el tiempo, Cazaril hubo de reconocer que era un espadachín mediocre; sus intereses andaban siempre demasiado repartidos como para conservar la necesaria obsesión. Pero no se había olvidado nunca de aquel momento, cuando asistió sorprendido a su teórica muerte.
Le intrigaba el hecho de que su primera lección con la delicada Iselle hubiera reavivado ese viejo recuerdo. Curiosas chispas de intensidad, las que ardían en ojos tan dispares… ¿cómo se llamaba aquel paje bajito…?
Descubrió que habían llegado hasta su cama otro par de túnicas y pantalones en su ausencia, reliquias de un castellano más joven y delgado, si no equivocaba sus sospechas. Se dispuso a guardar la ropa en el baúl que había al pie de su cama y se acordó del libro del difunto lanero, recogido en la capa chaleco negra. Lo cogió, pensando en llevarlo al templo esa misma tarde, pero volvió a dejarlo en su sitio. Posiblemente, entre sus páginas cifradas acechara parte de la certeza moral que le exigía la rósea -que él la había incitado a exigirle-, alguna prueba concluyente a favor o en contra del avergonzado juez. Primero, lo examinaría él mismo. Quizá le sirviera de guía de los secretos de la escena local de Valenda.
Después del almuerzo, Cazaril se tumbó para disfrutar de una siesta reparadora. Apenas si regresaba de nuevo al mundo de la vigilia cuando llamó a su puerta sir de Ferrej, que le entregó los libros y papeles de los aposentos de la rósea. Betriz llegó poco después con una caja de cartas que había que ordenar. Cazaril pasó el resto de la tarde empezando a organizar el montón apilado aleatoriamente, familiarizándose con los asuntos que contenía.
Los registros financieros eran sencillos: la compra de éste o aquel juguete trivial o de algún oropel; listas de obsequios dados y recibidos; un listado un tanto más meticuloso de joyas de genuino valor, heredadas o regaladas. Ropa. El caballo de Iselle, el mulo Copo de Nieve y sus diversos arreos. Los artículos tales como la ropa de cama y los muebles estarían recogidos, presumiblemente, en los registros de la provincara, pero en el futuro serían responsabilidad de Cazaril. Una dama de alcurnia solía afrontar el matrimonio con carros -esperaba que no fueran barcos- cargados de bienes de lujo, e Iselle sin duda estaba a punto de entrar en la edad de pertrecharse para ese viaje futuro. ¿Debería anotarse él mismo como Artículo Número Uno en ese inventario nupcial?