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Se imaginó la entrada: Secr. tutor, Una ea. Regalo de la abuela. Treinta y cinco años de edad. Daños sufridos a bordo. ¿Valor…?

La procesión nupcial, normalmente, era un viaje sólo de ida, aunque la madre de Iselle, la viuda royina había regresado… rota, intentó no pensar Cazaril. La dama Ista lo desconcertaba y preocupaba. Se decía que la locura corría en algunas familias nobles. No en la de Cazaril… en su familia habían corrido la negligencia financiera y las alianzas políticas equivocadas, igual de devastadoras a largo plazo. ¿Correría peligro Iselle…? Claro que no.

La correspondencia de Iselle era parca pero interesante. Unas cuantas cartas antiguas y amables de su abuela, antes de que la viuda royina hubiera regresado junto a su familia desde la corte, llenas de consejos que podían resumirse en pórtate bien, haz caso a tu madre, reza tus oraciones, cuida de tu hermano pequeño. Una o dos notas de tíos o tías, los demás hijos de la provincara; Iselle no tenía más parientes por parte de su padre, el difunto roya Ias, habiendo sido éste el único retoño superviviente de su propio malhadado padre. Una serie regular de cartas de cumpleaños y días señalados de su hermanastro, mucho mayor, el actual roya Orico.

Éstas últimas estaban redactadas por la propia mano del roya, observó Cazaril con aprobación, o, al menos, confiaba en que el roya no tuviera a su servicio un secretario con el pulso tan terco y la letra tan apretujada. Consistían en su mayoría en almidonadas y breves misivas, el esfuerzo de un hombre hecho y derecho que intentaba ser amable con una niña, menos cuando abundaban en la descripción de la querida colección de fieras de Orico. Se tornaban entonces espontáneas y fluidas por espacio de uno o dos párrafos, con el entusiasmo y, quizá, la esperanza de que hubiera al menos aquí un interés que ambos hermanastros pudieran compartir al mismo nivel.

Esta agradable tarea se vio interrumpida a última hora de la tarde por el mensaje, transmitido por un paje, de que se requería la presencia de Cazaril para salir a caballo con la rósea y lady Betriz. Se ciñó apresuradamente la espada prestada y encontró los caballos ensillados y expectantes en el patio. Hacía casi tres años que Cazaril no montaba a caballo; el paje le dedicó una mirada de sorpresa y desaprobación cuando Cazaril pidió un montadero para auparse con tiento al lomo de la bestia. Le dieron un animal de mansos modales, el mismo bayo castrado que había visto montar aquella primera tarde a la fámula de la rósea. Mientras formaban, la fámula se asomó a una ventana del torreón y los despidió con un pañuelo de lino y evidente buena voluntad. Pero el paseo demostró ser mucho más plácido y sencillo de lo que había anticipado Cazaril, una mera excursión al río y vuelta a casa. Dado que había declarado al comienzo del viaje que toda conversación que mantuviera la partida debería mantenerse en darthaco, transcurrió principalmente en silencio, lo que contribuyó a la serenidad general.

Luego cena, y después a su cámara, donde se entretuvo probándose sus nuevas ropas viejas, doblándolas, e intentando descifrar las primeras páginas del libro del desdichado y difunto tratante de lana. Pero la labor pesaba sobre los párpados de Cazaril, y durmió como un tronco hasta el amanecer.

Todo discurrió como había comenzado. Por la mañana, clase con las dos adorables jovencitas, de darthaco o roknari, de geografía, aritmética o geometría. Para la lección de geografía, sustrajo los fiables mapas del tutor de Teidez y entretuvo a la rósea con resúmenes convenientemente censurados de algunos de sus viajes más exóticos por Chalion, Ibra, Brajar, la gran Darthaca, o los cinco principados roknari que batallaban incesantemente en la costa septentrional.

La censura más severa estaba reservada para sus experiencias recientes como esclavo en el archipiélago de Roknar. El franco aburrimiento que inspiraba en Iselle y Betriz la corte roknari, descubrió, era susceptible de la misma cura que había empleado con la pareja de jóvenes pajes del provincar de la casa de Guarida a los que le habían pedido que enseñara el idioma en cierta ocasión. Ofreció a las damiselas una grosería en roknari (si bien no las más malsonantes) por cada veinte de roknari de la corte que demostrasen haber memorizado. No es que fueran a utilizar nunca ese vocabulario, pero les vendría bien ser capaces de reconocer las cosas que se decían a su alrededor. Y sus risas eran un primor.

Cazaril se dispuso a cumplir con el primer deber que le habían asignado, investigar discretamente la integridad del justiciar de la provincia, con cierta agitación. El sutil interrogatorio de la provincara y de Ferrej le proporcionó una base sin entrar en detalles, pues ninguno de ellos se había cruzado con el hombre en su ámbito profesional, tan sólo en eventos sociales intachables. Sus excursiones a la ciudad para intentar encontrar a alguien que hubiera conocido hacía diecisiete años y hablar con él francamente resultaron un tanto desalentadoras. El único hombre que lo reconoció con seguridad a primera vista fue un anciano hornero que había mantenido una larga y lucrativa carrera vendiendo dulces al desfile de pajes del castillo, pero se trataba de una persona afable nada dada a litigios.

Empezó a repasar el cuaderno de notas del lanero hoja por hoja, tan deprisa como se lo permitían el resto de sus quehaceres. Unos primerizos y verdaderamente repugnantes experimentos por convocar a los demonios del Bastardo se habían resuelto con entera ineficacia, observó Cazaril, aliviado. El nombre del duelista muerto no aparecía si no era unido a ciertos epítetos peyorativos, y algunas veces sólo aparecía el adjetivo; el nombre del juez vivo no se mencionaba explícitamente. Pero antes de que Cazaril hubiera tenido ocasión de desenredar la mitad del ovillo, le arrebataron la cuestión de sus inexpertas manos.

Llegó un Oficial de Inquisición del provincar de la corte de Baocia, de la bulliciosa ciudad de Taryoon, a la que había trasladado su capital el hijo de la viuda tras heredar la dote de su padre. Habían transcurrido, calculó Cazaril mentalmente más tarde, tantos días como cabría esperar para que se redactara una carta de la provincara a su hijo, se remitiera y se leyera, para que se transmitieran órdenes a la Cancillería de Justicia de Baocia, y para que el inquisidor lo dispusiera todo para su viaje. Todo un privilegio. Cazaril desconocía hasta qué punto comulgaba la provincara con los procesos legislativos, pero apostaría a que dejar enemigos sueltos a su alrededor le había infundido cierto, ah, valor doméstico.

Al día siguiente, se descubrió que el juez Vrese había escapado a caballo con dos criados y unas cuantas bolsas y cofres embalados apresuradamente, dejando atrás una casa alborotada y una chimenea repleta de papeles reducidos a cenizas.

Cazaril intentó convencer a Iselle de que tampoco esto demostraba nada, aunque eso ponía a prueba incluso su lentitud a la hora de emitir juicios. La alternativa -que Iselle hubiera sido tocada por la diosa aquel día- le parecía demasiado perturbadora para contemplarla. Los dioses, aseguraban a los hombres los doctos teólogos de la Sagrada Familia, obraban de manera sutil, secreta y, por encima de todo, parsimoniosa: por mediación del mundo, no en él. Incluso para los agradecidos y excepcionales milagros curativos -o los más siniestros del desastre y la muerte- el libre albedrío del hombre ha de abrir un canal para que el bien o el mal entren en la vida de la vigilia. Cazaril había conocido, en sus tiempos, a dos o tres personas de las que sospechaba que podían estar realmente tocadas por los dioses, y a bastantes más que evidentemente creían que lo estaban. Ninguna de ellas eran personas con las que se sintiera cómodo en su presencia. Creía devotamente que la Hija de la Primavera había ido satisfecha con la acción de su avatar. O se había ido, sin más…