Cazaril escrutó el páramo que lo rodeaba. Pocos árboles o cualquier otro tipo de cobertura, salvo en aquel lejano curso de agua al frente, donde las ramas desnudas y los arbustos alineaban sus negros y grises a la luz brumosa. El único refugio a la vista lo constituía un molino de viento abandonado en la loma que tenía a su izquierda, desmoronado el techo y rotas y podridas las aspas. Aunque… por si acaso…
Se apartó de la carretera y empezó a ascender la colina. Un collado, en comparación con los pasos montañosos que había atravesado hacía una semana. La subida le privaba de aliento, no obstante; estuvo a punto de dar media vuelta. Allí arriba soplaba el viento con más fuerza, acariciando el suelo, ondulando los manojos de plata y oro de la hierba seca del invierno. Escapó al aire inclemente para refugiarse en el interior ensombrecido del molino y subió por una desvencijada escalera de aspecto dudoso que discurría paralela a la pared interior. Se asomó a la ventana sin postigos.
En el camino, un hombre regresaba con un caballo pardo. No se trataba de ninguno de los hermanos soldados: uno de los criados, con las riendas en una mano y un robusto garrote en la otra. ¿Enviado por su señor para recuperar en secreto la moneda que había ido a parar por accidente a manos del vagabundo? Se perdió en la curva y, minutos después, volvió a aparecer. Se detuvo en el sendero embarrado, se volvió a uno y otro lado en su silla para escrutar las pendientes vacías, sacudió la cabeza en ademán de frustración y espoleó a su montura para reunirse con sus compañeros.
Cazaril se dio cuenta de que se estaba riendo. Era una sensación extraña, desconocida, ese estremecimiento que le recorría los hombros y no obedecía al frío, ni a la sorpresa, ni al miedo atenazador. Y esa curiosa ausencia de… ¿de qué? ¿De envidia corrosiva? ¿De ardiente deseo? No quería seguir a los hermanos soldados, ni siquiera quería volver a guiarlos. No quería estar en su lugar. Había asistido a su desfile tan ociosamente como cualquier espectador de un espectáculo de bufones en la plaza del mercado. Dioses. Sí que debo de estar cansado. Y hambriento. Valenda seguía estando a un cuarto de día de viaje; allí podría encontrar algún prestamista que le cambiara su real por vaidas de cobre, más útiles. Esa noche, con la bendición de la Dama, podría dormir en una posada y no en un establo con las vacas. Podría cenar caliente. Podría pagarse un afeitado, un baño…
Se giró, acostumbrados ya los ojos a la penumbra del molino. Fue entonces cuando vio el cuerpo despatarrado en el suelo cubierto de escombros.
Se quedó helado por el pánico, pero volvió a respirar cuando vio el cuerpo. Ningún hombre vivo podría yacer inmóvil en aquella postura, con la espalda doblada de forma tan extraña. Los muertos no asustaban a Cazaril. Ahora bien, la causa de su muerte…
A despecho de la inmovilidad del cadáver, Cazaril se armó con un adoquín suelto del suelo antes de acercarse a él. Un hombre, rollizo, de mediana edad, a juzgar por las canas que adornaban su barba pulcramente recortada. El rostro que cubría la barba estaba abotargado y amoratado. ¿Estrangulamiento? No se apreciaban marcas en su cuello. Sus ropas eran sobrias pero de buena calidad, si bien la talla era demasiado pequeña y ajustada. El traje de lana marrón y la capa chaleco de color negro ribeteada con un bordado de hilo de plata podrían constituir el atuendo de un rico mercader o de un lord de baja categoría y gustos austeros, o de un erudito con ínfulas. En cualquier caso, no se correspondían con ningún granjero ni artesano. Ni tampoco con ningún soldado. Las manos, moteadas de púrpura y amarillo, e hinchadas a su vez, no presentaban callosidades, no presentaban -Cazaril se miró la mano izquierda, donde los muñones de dos dedos de menos atestiguaban lo inapropiado de rebelarse contra una soga- no presentaban daño alguno. El hombre no portaba adornos en absoluto, ni cadenas, ni anillos, ni sellos a juego con su lujoso atuendo. ¿Habría pasado por allí algún carroñero antes que él?
Rechinó los dientes, agachándose para mirar más de cerca, un gesto castigado por los diversos dolores de su propio cuerpo. En forma, sin grasa, el cuerpo presentaba también una hinchazón antinatural, al igual que el rostro y las manos. Pero cualquiera que hubiera entrado en una fase de descomposición tan avanzada tendría que haber llenado este lóbrego refugio de su hedor, lo suficiente para provocar arcadas a Cazaril en cuanto hubo traspuesto la puerta rota. No se advertían más olores que los de algún perfume almizclado o incienso, un humo seboso, y el sudor frío como la arcilla.
Desechó su primera impresión, la de que el desventurado había sido robado y asesinado en la carretera y arrastrado a un lugar discreto, cuando reparó en el suelo de tierra apelmazada que rodeaba al hombre. Cinco retacos de velas, consumidos hasta quedar reducidos a sendos charcos, azul, rojo, verde, negro, blanco. Montoncitos de hierbas y ceniza, ahora desperdigados. Una pila negra y esparcida de plumas que se revolvieron entre las sombras como el cadáver de un cuervo, con el cuello retorcido. Otro instante de búsqueda propició el hallazgo de la rata muerta que acompañaba al ave, degollada. Rata y Cuervo, sagrados para el Bastardo, dios de todos los desastres ajenos a la estación: tornados, terremotos, riadas, inundaciones, abortos y asesinatos… Quisiste forzar a los dioses, ¿verdad? El muy necio había intentado obrar magia de la muerte, a tenor de las pruebas, y había terminado pagando el precio acostumbrado. ¿En solitario?
Sin tocar nada, Cazaril se puso de pie y examinó el desvencijado molino por dentro y por fuera. Nada de bultos, ni capas ni pertenencias recogidas en un rincón. Uno o varios caballos habían estado atados al otro lado del camino, recientemente, a juzgar por la humedad de sus excrementos, pero ya se habían ido.
Cazaril exhaló un suspiro. Esto no le incumbía, pero era indigno abandonar a su suerte a un hombre muerto y desamparado, para que se pudriera sin cumplidos. Sólo los dioses sabían cuánto tiempo habría de pasar hasta que lo encontrara otra persona. Saltaba a la vista que se trataba de un hombre pudiente, no obstante… alguien debería estar buscándolo. No era de ésos que desaparecen sin dejar rastro y sin que nadie los eche de menos, como un vagabundo harapiento. Cazaril superó la tentación de regresar a la carretera y alejarse fingiendo no haber puesto los ojos encima del hombre.
Emprendió el descenso del sendero que partía de la base del molino. Al final del mismo debía de haber una granja, gente, algo. Pero no llevaba más de cinco minutos andando cuando se encontró con un hombre que tiraba de un burro cargado hasta arriba de leña y maleza, doblando la curva en su ascenso. El hombre se detuvo y le dedicó una mirada suspicaz.
– Buenos días nos dé la Dama de la Primavera, señor -saludó Cazaril, educadamente. ¿Qué daño podía hacerle llamar señor a un labriego? Había besado los pies pustulosos de hombres mucho más humildes, sometido a la abyecta y aterrorizada esclavitud de las galeras.
El hombre, tras echarle un vistazo especulativo, le saludó a desgana y musitó:
– Vaya con vos la Dama.
– ¿Vivís por aquí?
– Sí -confirmó el hombre. Era de mediana edad, estaba bien alimentado, su abrigo con capucha era sencillo pero práctico, al igual que el de Cazaril, más raído. Caminaba como si fuera el dueño de la tierra que pisaba, aunque probablemente poseyera poco más.