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– Me estás poniendo los pelos de punta. Pensaba que había visto mundo, pero… eh. Al menos te libraste de lo peor.

– No sé qué es lo peor -dijo Cazaril, meditabundo-. Una vez se divirtieron cruelmente conmigo por espacio de una tarde infernal. La broma hacía que pareciera que lo que ocurría con algunos de los muchachos pareciera una bondad, pero ningún roknari se arriesgaba a ir a la horca por ella. -Se dio cuenta de que nunca había mencionado a nadie aquel incidente, ni a los amables acólitos del templo hospital, ni mucho menos a ningún miembro de la casa de la provincara. No había tenido a nadie a quien pudiera contárselo, hasta ahora. Continuó, casi con entusiasmo-. Mi corsario cometió el error de abordar un pesado mercante brajarano, y divisó demasiado tarde las dos galeras que lo escoltaban. Mientras nos perseguían, solté el remo, desmayado a causa del calor. Para darme algún uso a pesar de todo, el maestre remero me quitó las cadenas, me desnudó, y me colgó de la barandilla de popa con las manos atadas a los tobillos, para escarnio de nuestros perseguidores. No sé si los proyectiles de ballesta que se estrellaron contra la barandilla o la popa a mi alrededor obedecían a la buena o a la mala puntería de los arqueros brajaranos, ni a la misericordia de qué dios debo el no haber terminado mis días con algunos de ellos clavados en mi culo. A lo mejor pensaban que era un roknari. A lo mejor intentaban poner fin a mis desdichas. -Motivado por la mirada desorbitada de Palli, Cazaril omitió algunos de los detalles más grotescos-. Verás, vivimos atemorizados durante meses en Gotorget, hasta que nos acostumbramos, como si el miedo fuera un escozor en las entrañas que hubiéramos aprendido a ignorar, aunque nunca desapareciera del todo.

Palli asintió.

– Pero descubrí que… es curioso. No sé muy bien cómo expresarlo. -Nunca había tenido ocasión de intentar ponerlo con palabras, en un lugar donde pudiera verlo, hasta ahora-. Descubrí que hay un lugar que está más allá del miedo. Cuando el cuerpo y la mente ya no pueden resistir más. El mundo, el tiempo… se reordenan. Mi corazón dejó de latir desbocado, dejé de sudar y salivar… era casi como una especie de trance divino. Cuando me colgaron los roknari, lloré de miedo y vergüenza, agonizando de repugnancia. Cuando los brajaranos desistieron al fin, y el maestre remero me descolgó, cubierto de llagas a causa del sol… me estaba riendo. Los roknari pensaron que había enloquecido, y lo mismo mis pobres compañeros de banco, pero no creo que fuera eso. Es que todo el mundo era… nuevo. Evidentemente, el mundo entero medía tan sólo unas pocas docenas de pasos, y estaba hecho de madera, y se balanceaba en el agua… el tiempo entero se reducía al vuelco de un reloj de arena. Planeaba mi vida a cada hora con la misma precisión que divide uno el año, y nunca más de una hora. Todos los hombres eran buenos y hermosos, cada uno a su manera, roknari y esclavos por igual, de sangre noble o vil, y yo era amigo de todos, y sonreía. Ya no tenía miedo. Eso sí, procuré no volver a desmayarme sobre el remo.

Habló más despacio, caviloso.

– Así que, cuando el miedo me atenaza de nuevo el corazón, siento más agradecimiento que otra cosa, puesto que me lo tomo como una señal de que, a fin de cuentas, no estoy loco. O quizá, cuando menos, de que estoy mejorando. El miedo es mi amigo.

Alzó la vista, con una fugaz sonrisa contrita.

Palli estaba sentado pegado contra la pared, tensas las piernas, los ojos negros abiertos como platos, con una sonrisa hierática. Cazaril se rió con ganas.

– Cinco dioses, Palli, perdona. No pretendía convertirte en un mulo en el que cargar mis confidencias, para transportarlas a lugar seguro. -O quizá sí, pues Palli se iría mañana, después de todo-. Menuda colección de fieras para cargarte con ella. Lo siento.

Palli desechó sus disculpas con un ademán, como quien espanta una mosca. Movió los labios; tragó saliva, y consiguió decir:

– ¿Seguro que no fue una simple insolación?

Cazaril se rió en voz baja.

– Oh, también padecí una insolación, claro. Pero si no te mata, la insolación desaparece al par de días. Esto duró… meses. -Hasta el último incidente con aquel aterrorizado y desafiante muchacho ibrano, y la consiguiente tanda de latigazos para Cazaril-. Nosotros, los esclavos…

– ¡Deja de decir eso! -exclamó Palli, pasándose las manos por el cabello.

– ¿Que deje de decir qué? -preguntó Cazaril, desconcertado.

– Deja de decir eso. Nosotros, los esclavos. ¡Eres un señor de Chalion!

La sonrisa de Cazaril se torció. En voz baja, dijo:

– En ese caso, ¿nosotros, los señores, remando? ¿Sudando, meando, jurando, gruñendo, los señores? No, Palli. En las galeras no éramos señores ni hombres. Éramos hombres o animales, y lo que demostraba qué eras no guardaba relación que yo supiera con la cuna ni la sangre. El alma más noble que conocí allí había sido curtidor, y le besaría los pies ahora mismo, dichoso, si supiera que sigue con vida. Nosotros, los esclavos, los señores, los necios, los hombres y las mujeres, los mortales, los juguetes de los dioses… todo es lo mismo, Palli. Para mí, ahora todo es lo mismo.

Tras inhalar profundamente, y contener la respiración largo rato, Palli cambió abruptamente de tema hacia los pormenores del mando de su escolta de la orden militar de la Hija. Cazaril se encontró comparando trucos útiles para tratar la carcoma del cuero y las infecciones de los cascos de los caballos. Poco después, Palli se retiró -o huyó- a descansar. Una retirada disciplinada, pero Cazaril reconoció su naturaleza a pesar de todo.

Se acostó con sus dolores y sus recuerdos. Pese al banquete y el vino, el sueño tardó en venir. Quizá el miedo fuera su amigo, si es que no había hablado por hablar para impresionar a Palli, pero estaba claro que los hermanos de Jironal no lo eran. Los roknari dijeron que te había matado la fiebre era una mentira flagrante, y, astutamente, imposible de comprobar ahora. En fin, estaba a salvo refugiado en la tranquila Valenda.

Esperaba haber prevenido a Palli lo suficiente para que se condujera con prudencia en la corte de Cardegoss y no pisara sin querer una pila de vieja escoria reseca. Cazaril se dio la vuelta a oscuras y elevó una plegaria susurrada a la Dama de la Primavera, para que velara por Palli. Y a todos los dioses y también al bastardo, por la liberación de todos los que estuvieran en el mar esa noche.

6

Cuando se celebró el desfile del templo que festejaba la llegada del verano, no invitaron a Iselle para que representara su papel de Dama de la Primavera; esa parte solía recaer en una mujer recién casada. Una joven novia sumamente tímida y recatada entregó el trono del avatar del dios reinante a una matrona igualmente bien educada y embarazada. Cazaril vio por el rabillo del ojo cómo el divino de la Sagrada Familia exhalaba aliviado al término de la ceremonia, que en esta ocasión se había visto librada de sorpresas espirituales.

La vida aminoraba su ritmo. Las pupilas de Cazaril suspiraban y bostezaban en la sofocante aula cuando el sol cocía las piedras del torreón, y su maestro también; una hora particularmente asfixiante, se rindió abruptamente y canceló para el resto de la estación todas las clases posteriores al almuerzo. Como había dicho Betriz, la royina Ista parecía mejorarse conforme los días se alargaban y suavizaban. Asistía con mayor frecuencia a las comidas de la familia y se sentaba casi todas las tardes con sus damas de compañía a la sombra de los árboles frutales que remataban el jardín de la provincara. Sin embargo, sus guardianas no le permitían subir a las vertiginosas almenas acariciadas por la brisa a las que tanto gustaban de escapar Iselle y Betriz para burlar el calor y la desaprobación de las diversas personas cuya avanzada edad les disuadía de subir escaleras.