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– Los sueños verdaderos oprimen el corazón y el estómago como un puño de plomo. Su peso basta para… ahogar nuestras almas en el desconsuelo. Los sueños verdaderos caminan a la luz del día. Y en cambio también nos traicionan, igual que se traga un hombre de carne y hueso el vómito de sus promesas, igual que un perro la cena que se le arroja. No depositéis vuestra confianza en los sueños, castelar. Ni en las promesas de los hombres.

Alzó el semblante de su composición de pétalos, súbitamente intensa su mirada.

Cazaril carraspeó, incómodo.

– No, dama, eso sería una tontería. Pero es agradable ver a mi padre, de vez en cuando. Pues no volveré a verlo de otra forma.

Ista le dedicó una extraña sonrisa soslayada.

– ¿No os dan miedo vuestros muertos?

– No, mi lady. No en sueños.

– A lo mejor vuestros muertos no son gente temible.

– En su mayoría, no, señora -convino Cazaril.

En lo alto de la muralla del torreón, los postigos de una ventana se abrieron de par en par y la fámula de Ista se asomó al jardín. Aparentemente tranquilizada al ver a su dama enfrascada en amena conversación con su mal vestido cortesano, saludó con la mano y desapareció de nuevo.

Cazaril se preguntó cómo pasaba el tiempo Ista. No cosía, al parecer, ni evidenciaba afición por la lectura, ni disfrutaba de la compañía de músicos. La había visto esporádicamente dedicada a sus oraciones, pasando horas algunas semanas en la sala de los ancestros, o frente al pequeño altar portátil que guardaba en sus aposentos, o, con mucha menos frecuencia, escoltada por sus damas y de Ferrej camino del templo de la ciudad, aunque nunca en los momentos de mayor congregación. A veces, transcurrían semanas en las que parecía que no se acordara siquiera de los dioses.

– ¿Encontráis consuelo en la plegaria, mi lady? -preguntó, rindiéndose a la curiosidad.

Ista levantó la cabeza, y su sonrisa se marchitó un poco.

– ¿Yo? Yo no encuentro consuelo en ninguna parte. Los dioses se burlan de mí. Les devolvería el favor, pero retienen mi corazón y mi aliento como rehenes de sus caprichos. Mis hijos son prisioneros de la fortuna. Y la fortuna se ha vuelto loca, en Chalion.

– Me parece que hay prisiones peores que este soleado torreón, señora -ofreció Cazaril, vacilante.

Ista arqueó las cejas, y se reclinó.

– Oh, sí. ¿Habéis estado alguna vez en el Zangre, en Cardegoss?

– Sí, cuando era joven. No recientemente. Era un laberinto inmenso. Me pasé la mitad del tiempo perdido.

– Qué curioso. También yo me perdí en él… veréis, está encantado.

Cazaril pensó en ese comentario tajante.

– No debería extrañarme. Está en la naturaleza de las grandes fortalezas que mueran en él tantas personas como las construyeron, las ganaron, las perdieron… hombres de Chalion, los renombrados masones roknari antes que nosotros, los primeros reyes, y hombres antes que ellos que estoy seguro se arrastraron hasta sus cuevas, en una época perdida entre las brumas del tiempo. En eso consiste su prominencia. -Hogar de royas y nobles durante generaciones; cientos y cientos de hombres y mujeres habían acabado sus vidas en el Zangre, algunos de manera harto espectacular… otros más discretamente-. El Zangre es más antiguo que la propia Chalion. Es lógico que… acumule.

Ista empezó a arrancar con delicadeza las espinas del tallo de la rosa, para alinearlas en una hilera semejante a los dientes de una sierra.

– Sí. Acumula. Ésa es la palabra exacta. Acumula calamidades igual que una cisterna, igual que los canalones y las cloacas acumulan el agua de lluvia. Haréis bien en evitar el Zangre, Cazaril.

– No siento deseos de asistir a la corte, mi lady.

– Yo sentí ese deseo, una vez. Con todo mi corazón. Las maldiciones más salvajes de los dioses se ciernen sobre nosotros en respuesta a nuestras plegarias, sabéis. Rezar es un acto peligroso. Creo que debería prohibirlo la ley.

Empezó a pelar el tallo de la rosa; las finas tiras verdes revelaban delicadas líneas de médula blanca.

Cazaril no sabía qué responder a esto, por lo que se limitó a sonreír, dubitativo.

Ista comenzó a seccionar la médula a lo largo.

– Hubo una vez una profecía referente a lord de Lutez, según la cual no se ahogaría nunca salvo en la cima de una montaña. Y nunca le tuvo miedo a nadar después de aquello, a despecho de la violencia de las olas, pues todo el mundo sabe que no hay agua en la cima de las montañas; baja toda a los valles.

Cazaril se tragó su pánico; miró en rededor subrepticiamente anhelando el regreso de la fámula. Seguía sin aparecer. Lord de Lutez, decían, había muerto torturado con agua en los calabozos del Zangre. Bajo las piedras del castillo, pero muy por encima de la ciudad de Cardegoss. Se humedeció los labios entumecidos, y aventuró:

– Veréis, nunca escuché tal cosa mientras el hombre vivía. En mi opinión, se lo inventó algún charlatán más tarde, para perpetrar un relato escalofriante. Las justificaciones… tienden a acumularse póstumamente ante una caída tan espectacular como la suya.

Los labios de Ista se separaron para componer la sonrisa más extraña. Terminó de desmenuzar los restos de la médula del tallo, los alineó sobre su rodilla, y los acarició para aplanarlos.

– ¡Pobre Cazaril! ¿Dónde te has vuelto tan sabio?

Cazaril se salvó de tener que intentar pensar en una respuesta gracias a la llegada de la dama de compañía de Ista, que emergió de nuevo de la puerta del torreón con una madeja de seda tintada en las manos. Cazaril se puso en pie de un salto y saludó a la royina con una reverencia.

– Vuestra dama regresa…

Se inclinó ligeramente al cruzarse con la fámula, que le susurró, apurada:

– ¿Ha sido sensata, mi lord?

– Sí, perfectamente. -A su manera…

– ¿Nada de de Lutez?

– Nada… digno de mención. -Nada que él quisiera mencionar, sin duda.

La sirvienta suspiró aliviada y prosiguió su camino, plantando una sonrisa en su rostro. Ista la observó con aburrida tolerancia cuando empezó a parlotear de todos los objetos que había tenido que levantar y abrir hasta encontrar su errático ovillo. A Cazaril se le pasó por la cabeza que la hija de la provincara, la madre de Iselle, tenía que estar en sus cabales.

Si Ista hablaba a muchos de sus tordos contertulios con los crípticos saltos racionales que había exhibido ante él, no era de extrañar que circularan rumores sobre su locura, y aun así… su ocasional capacidad de discurso le parecía más cifrado que farfulla. Un cifrado de una consistencia interna esquiva, puesto que sólo una persona conocía la clave. Persona que, evidentemente, no era él. Tampoco es que eso difiriera en gran medida de los síntomas de algunos casos de locura que había presenciado…

Cazaril apretó con fuerza su libro y fue a buscar una sombra menos perturbadora.

El verano avanzaba lánguidamente, lo que aliviaba a Cazaril en cuerpo y mente. Sólo el pobre Teidez se sentía frustrado por la inactividad, restringida la caza por culpa del calor, la estación y su tutor. Disparaba contra los conejos del castillo con una ballesta, agazapado entre las brumas del amanecer, para regocijo y aprobación de los jardineros de la casa. El muchacho estaba tan fuera de temporada, poseído por la inquietud y la vitalidad… Si alguna vez había habido un dedicado nato al Hijo del Otoño, dios de la caza, la guerra y el clima más templado, Cazaril juzgó que sin duda ése era Teidez.

Le sorprendió un poco verse acosado camino del almuerzo un caluroso mediodía por Teidez y su tutor. A juzgar por los rostros congestionados de ambos, se encontraban inmersos en otra de sus desgarradoras discusiones.

– ¡Lord Caz! -le dio el alto Teidez, sin aliento-. ¿A que el maestro de esgrima del antiguo provincar también llevaba a los pajes al matadero, para sacrificar a los terneros, para enseñarles coraje, en una lucha de verdad, y no en este, este, bailar dando vueltas por el anillo de duelo?