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– Bueno, sí…

– ¡Ves, lo que te había dicho! -gritó Teidez a de Sanda.

– También practicábamos en el anillo -añadió inmediatamente Cazaril, en nombre de la solidaridad, por si le hiciera falta a de Sanda.

El tutor ensayó un rictus.

– La matanza del toro es una práctica nacional antigua, róseo. No es algo que corresponda a los nobles. Estáis destinado a ser un caballero, ¡cuando menos!, y no un aprendiz de matarife.

La provincara no empleaba maestro de esgrima en su casa en la actualidad, por lo que se había asegurado de que el tutor del róseo fuera un hombre versado en el manejo de la espada. Cazaril, que había asistido ocasionalmente a sus sesiones de entrenamiento con Teidez, respetaba la precisión de de Sanda. La técnica de de Sanda era efectiva, si bien nada excepcional. Caballerosa. Honorable. Pero si de Sanda conocía también las desesperadas y brutales artimañas que mantenían con vida a los hombres en el campo de batalla, no las compartía con Teidez.

Cazaril sonrió con ironía.

– El maestro de esgrima no nos adiestraba para convertirnos en caballeros, sino para llegar a ser soldados. A su favor, os diré una cosa: todos los campos de batalla que he visto en mi vida parecían más el patio de matarife que un anillo de duelo. No era agradable, pero nos enseñó a defendernos. Y no se desperdiciaba nada. Creo que daba igual si, al final del día, los toros morían después de haber sido perseguidos durante una hora por un pazguato armado con una espada, o si se les ponía la cabeza sobre el tajo para aplastársela con un mazo. -Aunque Cazaril nunca prolongaba la situación, al contrario que algunos jóvenes, que se enfrentaban a un juego macabro y peligroso con los animales enloquecidos. Con un poco de práctica, había aprendido a despachar a su bestia de una estocada, casi con la misma rapidez que el carnicero-. Cierto es que en el campo de batalla no nos comíamos lo que matábamos, salvo los caballos, a veces.

De Sanda le reprobó la agudeza sorbiendo por la nariz. Se volvió hacia Teidez, conciliador.

– Podríamos salir con los halcones mañana por la mañana, mi lord, si el tiempo acompaña. Y si termináis vuestros deberes de cartografía.

– Eso es un juego de niñas, con halcones y palomas… ¡palomas! ¡Qué me importan a mí las palomas! -Con voz anhelante, Teidez añadió-: En la corte del roya en Cardegoss, en otoño, cazan jabalíes en los robledales. Ésa sí que es una caza digna de hombres. ¡Dicen que esos cochinos son peligrosos!

– Muy cierto -convino Cazaril-. Sus colmillos pueden destripar un perro… o un caballo. O un hombre. Son mucho más veloces de lo que se espera uno.

– ¿Habéis cazado alguna vez en Cardegoss? -preguntó Teidez, ávido.

– Seguí a mi señor de Guarida unas cuantas veces.

– En Valenda no hay jabalíes -suspiró el róseo-. ¡Pero tenemos toros! Ya es algo. Mejor que las palomas… ¡o los conejos!

– Oh, cazar conejos sirve de entrenamiento para un soldado -ofreció Cazaril, a modo de consuelo-. Por si alguna vez os veis obligado a cazar ratas para comer. Se necesita casi la misma habilidad.

De Sanda le lanzó una mirada furibunda. Cazaril sonrió y abandonó la discusión con una reverencia, abandonando a Teidez a sus protestas.

Durante el almuerzo, Iselle entonó el contrapunto de una cantinela parecida, aunque el objeto de su asalto fue la autoridad de su abuela y no la de su tutor.

– Abuelita, mira que hace calor. ¿No podemos ir a bañarnos al río como hace Teidez?

Conforme arreciaba la fuerza del estío, los paseos a caballo vespertinos del róseo con su caballero tutor, sus fámulos y pajes, se habían cambiado por baños en una poza en el río, corriente arriba de Valenda; el mismo lugar que visitaban los sofocados pobladores del castillo en los tiempos de paje de Cazaril. Naturalmente, las damas quedaban excluidas de estas excursiones. Cazaril había declinado cortésmente las invitaciones de unirse a la partida, esgrimiendo sus responsabilidades para con Iselle. El verdadero motivo era que desnudarse para nadar exhibiría todos los viejos desastres que le señalaban la piel, una historia que no le apetecía airear. El recuerdo del equívoco que se había producido en la casa de baños todavía lo mortificaba.

– ¡Claro que no! -dijo la provincara-. Eso sería absolutamente impúdico.

– Con él no -dijo Iselle-. Hagamos nuestra propia partida, una excursión de damas. -Se volvió hacia Cazaril-. ¡Dijiste que las damas del castillo iban a nadar cuando tú eras paje!

– Las criadas, Iselle -corrigió su abuela, cansada-. La gente humilde. No es pasatiempo apropiado para ti.

Iselle se hundió de hombros, acalorada, colorada y haciendo pucheros. Betriz, libre del desfavorable rubor, se encorvó en el sitio, pálida y marchita por contraposición a la sofocada rósea. Se sirvió la sopa. Todo el mundo se quedó mirando los cuencos humeantes con repugnancia. Guardando las formas -como siempre- la provincara cogió la cuchara y dio un sorbo empecinado.

Cazaril dijo de repente:

– Pero lady Iselle sabe nadar, ¿no es así, vuestra gracia? Quiero decir que aprendió, presumiblemente, de pequeña.

– Desde luego que no -respondió la provincara.

– Ah. Oh, vaya. -Cazaril miró en torno a la mesa. La royina Ista no los acompañaba a esta comida; aliviado de la preocupación de cierto tema obsesivo, se decidió a sacar el tema-. Eso me recuerda una tragedia espantosa.

La provincara entrecerró los ojos; no mordió el anzuelo. Betriz, en cambio, sí.

– Oh, ¿cuál?

– Ocurrió cuando cabalgaba para el provincar de Guarida, durante una escaramuza con el príncipe roknari Olus. Las tropas de Olus cruzaron la frontera al amparo de la noche, y de la tormenta. Me pidieron que evacuara a las damas de la casa de Guarida antes de que cercaran la ciudad. Rayando el alba, después de haber pasado media noche a caballo, cruzamos un arroyo crecido. Una de las fámulas de su provincara fue arrastrada por la corriente cuando se cayó su caballo, arrastrada muy lejos por la fuerza del agua, junto al paje que se lanzó tras ella. Para cuando hube conseguido que mi caballo diera la vuelta, se habían perdido de vista… Encontramos los cuerpos a la mañana siguiente, curso abajo. El río no era tan profundo, pero había sido presa del pánico, al no tener ni idea de nadar. Sólo habrían hecho falta unas lecciones básicas para convertir aquel accidente fatal en un simple susto, y se hubieran salvado tres vidas.

– ¿Tres vidas? -inquirió Iselle-. La dama, el paje…

– La dama estaba embarazada.

– Oh.

Se cernió sobre la mesa un silencio ominoso.

La provincara se acarició la barbilla, mirando a Cazaril.

– ¿Es cierta esa historia, castelar?

– Sí -suspiró Cazaril. La mujer tenía la carne tumefacta y magullada, fría, azulada, inerte como la arcilla cuando la tocó para sacarla del agua, pesadas las ropas empapadas de agua, pero mayor era el peso que sintió Cazaril en el corazón-. Tuve que informar a su marido.

– Huh -gruñó de Ferrej. Pese a ser el anecdotista más consumado a la mesa, no intentó superar este relato.

– No es una experiencia que desee revivir -añadió Cazaril.

La provincara bufó y apartó la mirada. Transcurrido un momento, dijo:

– Mi nieta no puede zambullirse en el río desnuda igual que una anguila.

Iselle se irguió en su asiento.

– Pero podríamos ponernos, eh, ropas de lino.

– Cierto, si alguien tiene que nadar en una emergencia, lo más probable es que ésta lo encuentre con la ropa puesta -contribuyó Cazaril.

Betriz aventuró, en un susurro:

– Y sería el doble de refrescante. La primera vez al bañarnos, y la segunda al tendernos para que se seque la ropa.