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– ¿No podría instruirlas alguna dama de la casa? -intentó sonsacar Cazaril.

– Ninguna sabe nadar -dijo la provincara, con firmeza.

Betriz asintió para confirmarlo.

– Sólo chapotean. -Alzó la mirada discretamente-. ¿No podríais enseñarnos vos a nadar, lord Caz?

Iselle dio una palmada.

– ¡Oh, sí!

– He… uh… -tartamudeó Cazaril. Por otro lado… en esa compañía, podría dejarse la camisa puesta sin necesidad de dar explicaciones-. Supongo… si a vosotras os parece bien. -Miró de reojo a la provincara-. Y si vuestra abuela me da su permiso.

Tras un prolongado silencio, la provincara rezongó:

– Procurad no coger todos un resfriado.

Iselle y Betriz, prudentemente, prescindieron de vítores triunfales, pero lanzaron a Cazaril sendas miradas radiantes de gratitud. Se preguntó si creerían que se había inventado la historia de la dama ahogada en el arroyo.

Las clases comenzaron aquella misma tarde, con Cazaril de pie en el centro del río intentando persuadir a dos jovencitas atenazadas por el pánico de que no se ahogarían en cuanto se les mojara el cabello. Su preocupación por haber infringido las estrictas normas de seguridad remitió gradualmente conforme ambas muchachas se relajaban y aprendían a dejar que el agua las mantuviera a flote. Flotaban mejor que Cazaril, aunque sus meses a la mesa de la provincara habían eliminado parte de la enjutez lobuna de su rostro barbado.

Su paciencia demostró estar justificada. Hacia el final del verano, chapoteaban y se zambullían como nutrias en la poza excavada por la corriente. Cazaril se limitaba a sentarse en la orilla con el agua hasta la cintura e impartir ocasionales consejos.

El lugar que había elegido para acomodarse estaba relacionado sólo en parte con el interés por refrescarse. La provincara estaba en lo cierto, tenía que admitirlo… nadar era obsceno. Las holgadas camisolas de lino, empapadas a conciencia y adheridas a aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos, se burlaban con creces del pudor que intentaban preservar, asombroso efecto que se cuidó de no mencionar a sus alegres pupilas. Lo peor era que el agua era un arma de doble filo. Los calzones de lino mojado y pegado a su entrepierna revelaban una disposición mental… um, corporal… um, una recuperación física que esperaba encarecidamente que no percibieran. Por lo menos Iselle parecía ajena. No estaba tan convencido de que Betriz fuera igual de despistada. Su fámula Nan de Vrit, de mediana edad, que declinaba las lecciones pero vadeaba las aguas poco profundas vestida de pies a cabeza con las faldas recogidas sobre las pantorrillas, no perdía detalle, y era evidente que debía hacer un esfuerzo para no soltar la risa. Caritativamente, parecía confiar en la buena fe de Cazaril, y no se reía de él en voz alta, ni murmuraba sobre él con la provincara. Al menos… él creía que no.

Cazaril era incómodamente consciente de que, a cada día que pasaba, aumentaba su aprecio por Betriz. Aún no hasta el punto de colar nefastos poemas anónimos por debajo de su puerta, gracias a los dioses por este ápice de cordura. Tocar el laúd debajo de su ventana era, quizá para bien, algo que ya no entraba dentro de sus posibilidades. Y sin embargo… a lo largo del cálido y plácido verano de Valenda, había empezado a atreverse a pensar en una vida más allá del vuelco de un reloj de arena.

Betriz le sonreía… eso era cierto, no eran imaginaciones suyas. Y era muy amable. Pero también sonreía a su caballo y era amable con él. Su sincera cortesía fraternal distaba de ser lo bastante sólida para cimentar un castillo de ensueño sobre ella, y menos aún para empezar a pensar en amueblar el castillo e irse a vivir a él. Sin embargo… le sonreía.

Rechazaba la idea repetidamente, pero no dejaba de reaparecer con nuevas fuerzas… al igual que otras cosas, lamentablemente, sobre todo durante las clases de natación. Pero él había renegado de la ambición, no pensaba hacer el ridículo nunca más, maldita sea. Su embarazoso vigor quizá señalara la recuperación de sus fuerzas, pero ¿de qué le servía? Seguía estando en posesión de las mismas tierras y los mismos dineros que durante sus días de paje, pero con menos esperanzas aún. Era una locura albergar fantasías de lujuria o amor, y aun así… El padre de Betriz era un hombre sin tierras de buena sangre, dedicado a su vida de servicio. Sin duda no despreciaría a un alma afín.

No despreciaría a Cazaril, no… de Ferrej era demasiado listo para eso. Pero también era lo bastante listo para saber que la belleza de su hija y su conexión con la rósea constituían una dote que podría reportarle algo mejor que el desventurado Cazaril en lo que a marido se refiere, mejor incluso que los rapaces gentiles que servían en la casa de la provincara en calidad de pajes. De todos modos, era evidente que, para Betriz, esos muchachos eran como cachorros empalagosos. Pero algunos de ellos tenían hermanos mayores, herederos de sus modestas propiedades…

Se sumergió en el agua hasta la barbilla y fingió no espiar con los ojos entrecerrados a Betriz, que escalaba una roca, con el lino traslúcido chorreando, la negra melena derramada sobre sus trémulas curvas. La joven estiró los brazos al sol antes de lanzarse al agua de panza para mojar a Iselle, que se zafó, chilló y chapoteó a su vez. Los días ya eran más cortos, las noches más frías, al igual que las tardes. El festival de la ascensión del Hijo del Otoño estaba a la vuelta de la esquina. Había hecho demasiado frío para nadar durante toda la semana pasada; tan sólo un puñado de días habían sido lo suficientemente cálidos para que estas excursiones privadas al río fueran tolerables. El galope tendido, y la caza, pronto tentarían a sus damiselas a enfrascarse en recreos más secos. Y su buen juicio regresaría a él igual que un perro extraviado. ¿Verdad?

El sesgo de la luz y el enfriamiento del aire sacaron a la remolona partida de nadadores del agua para secarse en la orilla de piedras. Cazaril se sentía tan reconfortado que ni siquiera las obligó a conducir su ociosa conversación en darthaco o roknari. Se ciñó los recios pantalones de montar y las botas -botas nuevas, de buena calidad, obsequio de la provincara- y el cinto de la espada. Apretó las cinchas de los caballos y les quitó las trabas, antes de ayudar a las damas a montar. A regañadientes, volviendo en numerosas ocasiones la vista hacia el nemoroso calvero junto al río que dejaban atrás, los excursionistas acometieron el ascenso de la colina en dirección al castillo.

En un arrebato de imprudencia, Cazaril azuzó su caballo para galopar al lado de Betriz. La joven lo miró de perfil, vislumbrándose fugitivo su hoyuelo. ¿Sería la ausencia de coraje, o la carencia de ingenio lo que tornó su lengua en madera dentro de su boca? Ambas, decidió. Lady Betriz y él atendían juntos a Iselle a diario. De demostrarse infructuosa su incursión en el ámbito de la coquetería, ¿se resentiría la valiosa familiaridad que había crecido entre ellos estando al servicio de la rósea? No… debía, diría algo… mas el caballo de Betriz aminoró su paso al trote a la vista del castillo, y se perdió la ocasión.

Cuando entraron en el patio, con el arañar de los cascos de sus caballos resonando sordamente sobre el adoquinado, Teidez salió como una exhalación de una puerta lateral, gritando:

– ¡Iselle! ¡Iselle!

La mano de Cazaril saltó a la empuñadura de su espada a causa de la conmoción -la túnica y los pantalones del joven estaban salpicados de sangre- antes de retirarse de nuevo al ver a un de Sanda cubierto de polvo y mugre siguiendo los pasos de su pupilo. El cruento aspecto de Teidez se debía simplemente a una tarde de entrenamiento en el matadero de Valenda. No era el horror lo que daba fuerzas a sus excitados gritos, sino el gozo. El rostro redondo que volvió a su hermana estaba radiante de felicidad.