Orico rompió el sello, esparciendo cera sobre el suelo de baldosas recién barrido. Con gesto ausente, hizo una seña a Cazaril para que se levantara y leyó despacio la caligrafía de patas de araña de la provincara, deteniéndose para acercar o alejar la misiva y entornando los ojos aquí y allá. Cazaril, asumiendo con facilidad su antiguo papel de correo, cruzó las manos a la espalda y esperó pacientemente las preguntas o el permiso para marcharse de Orico.
Observó al mozo de cuadra -¿encargado de caballerizas?- mientras esperaba. Aun sin la pista que proporcionaba su nombre, saltaba a la vista la ascendencia roknari del hombre. Umegat había sido bastante alto, pero ahora tendía a encorvarse. Su piel, que debía haber ofrecido un tono de oro bruñido en su juventud, era ahora correosa, desteñida a marfileña. Tenía los ojos y la boca ribeteados de finas arrugas. Llevaba el pelo rizado y broncíneo, que ya encanecía, firmemente recogido en torno a la cabeza en dos trenzas que nacían en su frente y le cubrían la coronilla para fundirse en una pulcra coleta en la nuca, a la antigua manera de los roknari. Le confería un aspecto puramente roknari, aunque abundaban los mestizos en Chalion; el propio roya Orico tenía un par de princesas roknari en su árbol genealógico, tanto por parte chalionesa como brajarana, en las que radicaba el cabello de la familia. El mozo vestía la librea de servicio del Zangre, con túnica, polainas y un tabardo hasta las rodillas bordado con el símbolo de Chalion, un leopardo rampante sobre un estilizado castillo. Parecía considerablemente más aseado y atildado que su señor.
Orico terminó de leer la carta, y exhaló un suspiro.
– La royina Ista estaba triste, ¿verdad?
– Le preocupaba la marcha de sus hijos, naturalmente -respondió Cazaril, precavidamente.
– Me lo temía. No se puede hacer nada. Mientras esté preocupada en Valenda, y no en Cardegoss. No pienso tenerla aquí, es demasiado… complicada. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano, y sorbió-. Dile a su gracia la provincara que goza de toda mi estima, y asegúrale que me he arrogado el velar por sus nietos. Tienen la protección de su hermano.
– Planeo escribirle esta noche, sir, para hacerle saber que hemos llegado sin percance. Le transmitiré vuestras palabras.
Orico asintió quedamente, volvió a frotarse la nariz, y entornó los ojos mirando a Cazaril.
– ¿Te conozco?
– No… no creo, sir. La viuda provincara me ha nombrado secretario de la rósea Iselle. Fui paje del difunto provincar de Baocia, en mi juventud -añadió, a modo de recomendación. No mencionó su servicio en el campamento de de Guarida, que bien pudiera despertar recuerdos más recientes en la memoria del roya, aunque no es que hubiera sido nunca algo más que uno entre tantos de los hombres de de Guarida. Su nueva barba le prestaba una cierta cobertura improvisada, así como su cabello cano, su debilidad generalizada… si Orico no le reconocía, ¿cabía la posibilidad de que pasara desapercibido también para otros? Se preguntó cuánto tiempo podría pasar en Cardegoss sin desvelar su nombre. Ya era demasiado tarde para cambiárselo, por desgracia.
Podría permanecer en el anonimato un poco más, al parecer, pues Orico asintió con aparente satisfacción y agitó la mano para despedirlo.
– Asistirás al banquete, pues. Dile a mi buena hermana que espero verla allí.
Cazaril se inclinó obedientemente y se retiró.
Se mordisqueó preocupado el labio inferior mientras regresaba a la puerta del Zangre. Si toda la corte pensaba asistir al banquete de bienvenida de esa tarde, su canciller el marzo de Jironal, báculo y mano derecha de Orico, no se ausentaría; y allí donde iba el marzo, solía seguirlo como una sombra su hermano, lord Dondo.
A lo mejor ellos tampoco me recuerdan. Habían transcurrido dos años largos desde la caída -vergonzosa venta- de Gotorget, y más desde el desagradable incidente en la tienda del príncipe loco, Olus. La existencia de Cazaril no podía suponer más que una levísima irritación para estos señores tan poderosos. No podían saber que había comprendido que su venta a las galeras obedecía a una traición calculada y no a ningún equívoco. Si no hacía nada por llamar la atención sobre sí, nada les recordaría lo que ya habrían olvidado, y él estaría a salvo.
Vana esperanza.
Cazaril se hundió de hombros, y alargó la zancada.
De vuelta a su alta cámara, Cazaril tanteó su sobrio manto de lana marrón y la capa chaleco negra con añoranza. Pero, obediente a las órdenes que le habían llegado de la planta superior vía una doncella sin aliento, eligió un atuendo mucho más llamativo, una túnica azul celeste con vestiduras brocadas de turquesa y pantalones azul marino del ropero del antiguo provincar, que todavía olían tenuemente a las especias con las que se habían guardado como remedio contra la polilla. Las botas y la espada completaron su atuendo cortesano, aun careciendo del lujo de anillos y cadenas.
Ante la urgente convocatoria de Teidez, Cazaril subió corriendo las escaleras para ver si ya estaban listas las damas, momento en el que descubrió que formaba parte de un conjunto. Iselle se había puesto su mejor vestido, blanquiazul, y sus túnicas favoritas, y Betriz y la dama de compañía se cubrían con capas de turquesa y azul azabache, respectivamente. Alguna de las componentes de la partida había abogado por la mesura, e Iselle lucía engastada de joyas propias de una doncella, simples destellos diamantinos en las orejas, un broche en el escote, un cinturón laqueado y sólo dos anillos. Betriz exhibía parte del resto del inventario, de prestado. Cazaril se enderezó y se resintió algo menos de su refulgencia, decidido a mantener el tipo por Iselle.
Tras apenas siete u ocho demoras dedicadas a cambios de última hora y ajustes de atuendo o decoración, Cazaril las guió a todas a la planta inferior para reunirse con Teidez y su pequeño séquito de honor, consistente en de Sanda, el capitán baocio que había velado por la seguridad durante el viaje, y su lugarteniente de armas, ambos soldados ataviados con su mejor librea, todos con espadas de empuñadura engastada. Entre susurros de telas y repiqueteo de joyas, siguieron al paje real que había enviado Orico para conducirlos a la sala del trono.
Se detuvieron brevemente en la antecámara, donde formaron en el orden debido siguiendo las instrucciones susurradas del alcaide del castillo. Se abrieron las puertas de par en par, sonaron los cuernos, y el castellano anunció con voz estentórea:
– ¡El róseo Teidez de Chalion! ¡La rósea Iselle de Chalion! ¡Sir de Sanda…! -Y así sucesivamente, nombrando a la comitiva en estricto orden de rango, finalizando con-: ¡Lady Betriz de Ferrej, castelar Lupe de Cazaril, señora Nan de Vrit!
Betriz miró a Cazaril de soslayo, sus ojos súbitamente vivaces, para murmurar en suspiros:
– ¿Lupe? ¿Te llamas Lupe?
Cazaril se consideró exonerado de tener que responder, dada la situación; tanto mejor, puesto que la contestación habría resultado profundamente incomprensible. La sala estaba llena a rebosar de cortesanos y damas, poseída de destellos y suaves roces, cargado el ambiente de perfume, incienso y excitación. Ante esta asamblea, comprendió, su atuendo era modesto y discreto… con su austero negro y marrón, habría parecido un cuervo en medio de una bandada de pavos reales. Incluso las paredes estaban adornadas con rojos brocados.
En un estrado elevado al final de la estancia, escudados por un dosel de brocado rojo ribeteado de hilo de oro, el roya Orico y su royina ocupaban sendas sillas doradas, codo con codo. Orico tenía mucho mejor aspecto esa tarde, habiéndose lavado y vestido con ropa limpia, aún con el rubor prendido de los generosos carrillos; lucía ciertamente regio bajo su corona de oro, que le confería en cierto modo un pesado aspecto maduro. La royina Sara iba elegantemente vestida con túnicas escarlatas a juego y se veía firme, casi relamida, en su asiento. Adentrada en la treintena, su pretérita lozanía comenzaba a desdibujarse y desgastarse. Su expresión resultaba un tanto vaga, y Cazaril se preguntó cuán confusas debían de ser sus emociones a la vista de esta recepción real. A causa de su prolongada esterilidad, había fracasado en su deber principal para con la royeza de Chalion… si es que cabía achacarle a ella el fracaso. Ya cuando Cazaril rondaba los límites de la corte hacía años, se susurraba que Orico nunca había engendrado un bastardo, aunque entonces se atribuía esta peculiaridad a su excesiva lealtad al lecho conyugal. La elevación de Teidez constituía al mismo tiempo el reconocimiento público de un íntimo desconsuelo por parte de la pareja real.