Teidez e Iselle se acercaron al estrado por turnos. Intercambiaron fraternales besos de bienvenida en las manos con el roya y la royina, aunque esa noche no se esperaba de ellos que completaran el protocolo besando en señal de sumisión los pies y las frentes reales. Cada miembro de su séquito recibió a su vez el privilegio de arrodillarse y besar las manos de los monarcas. La de Sara estaba fría como la cera, bajo los respetuosos labios de Cazaril.
Cazaril se situó detrás de Iselle y enderezó la espalda para soportar la espera que se avecinaba, puesto que los hermanos reales se preparaban para recibir una larga cola de cortesanos, ninguno de los cuales podía recibir el insulto de ser pasado por alto o de ver negada una presentación o contacto personal. Se le hizo un nudo en la garganta cuando reconoció a la primera pareja de hombres en salir al frente.
El marzo de Jironal iba vestido con el atuendo de corte completo del general de la santa orden militar del Hijo, con capas de marrón, naranja y amarillo. De Jironal no había cambiado mucho desde la última vez que lo viera Cazaril, hacía tres años, cuando Cazaril había aceptado las llaves de Gotorget y la confianza de su mando de manos de de Jironal en su tienda de campaña. Seguía siendo enjuto, cano, de mirada fría, tenso de energía, proclive a olvidarse de sonreír. El amplio cinto que le cruzaba el pecho estaba cuajado de esmaltes y joyas que simbolizaban al Hijo, armas, animales y toneles de vino. La pesada cadena de oro del oficio del canciller de Chalion le rodeaba el cuello.
Tres grandes anillos le decoraban las manos, con los sellos de su rica casa, de Chalion, y de la Orden del Hijo. Nada más le ceñía los dedos; ni una tonelada de sortijas podría haber añadido más impacto a aquel indiferente despliegue de poder.
Lord Dondo de Jironal también vestía las túnicas de un general santo, con el blanco y el azul de la Orden de la Hija. Más corpulento que su hermano, con una desafortunada tendencia a sudar profusamente, irradiaba el dinamismo de su familia a los cuarenta años. No parecía que hubiera cambiado nada, salvo por las nuevas condecoraciones, como si no hubieran pasado los años por él desde la última vez que lo viera Cazaril en el campamento de su hermano. Cazaril se dio cuenta de que había estado esperando que Dondo hubiera engordado al menos tanto como Orico, dados sus célebres excesos a la mesa, en la cama, y con cualquier otro placer, pero sólo evidenciaba algo de tripa. El destello de sus manos, por no mencionar sus orejas, cuello, brazos e incluso los tacones de sus botas, rodeados de espuelas de oro, compensaban la parquedad de su hermano a la hora de alardear de la opulencia de su familia.
De Jironal pasó la mirada sobre Cazaril sin detenerse ni reconocerlo, pero las cejas negras de Dondo se juntaron mientras aguardaba su turno, y frunció el ceño ante los inexpresivos y afables rasgos de Cazaril. Su entrecejo se ensombreció profundamente. Pero el escrutinio de Dondo se apartó de Cazaril cuando su hermano indicó a un siervo que trajera los obsequios que iba a presentar al róseo Teidez: bridas y alforjas engastadas de plata, una excelente ballesta de caza, y una jabalina rematada en una resplandeciente punta de acero colado. El emocionado agradecimiento de Teidez fue absolutamente genuino.
Lord Dondo, tras las presentaciones formales, chasqueó los dedos, y salió al paso un sirviente que portaba un pequeño tonel. Con gestos teatrales, sacó de él una ristra de perlas exageradamente larga que sostuvo en alto para que la viera todo el mundo.
– ¡Rósea, os doy la bienvenida a Cardegoss en el nombre de mi santa orden, mi gloriosa familia y mi noble persona! Permitid que os haga entrega del doble de vuestra altura en perlas -enarboló la hilera, que en efecto era tan larga como alta la atónita Iselle- y gracias a los dioses por que no haya crecido aún más, ¡librándome así de la bancarrota! -Los cortesanos rieron el chiste. Dondo sonrió simpáticamente a Iselle, y murmuró-: ¿Me permitís? -Sin esperar respuesta, se inclinó y le pasó la cadena por la cabeza; la joven dio un ligero respingo cuando aquellas manos le tocaron la mejilla, pero acarició las rutilantes esferas y le devolvió la sonrisa, estupefacta. Tartamudeó su agradecimiento, y Dondo hizo una reverencia… demasiado honda, pensó amargamente Cazaril; a sus ojos, el gesto parecía teñido de una sutil mofa.
Sólo entonces se tomó un momento Dondo para murmurar algo al oído a su hermano. Cazaril no pudo distinguir las palabras, pero le pareció ver que, bajo la barba, los labios de Dondo formaban la palabra Gotorget. La mirada entornada que dedicó de Jironal a Cazaril se tornó gélida y pávida, por un instante, pero luego ambos hombres hubieron de hacer sitio para el siguiente noble de la fila.
Un impresionante número de regalos de bienvenida, lujosos o ingeniosos, fueron depositados a los pies del róseo y la rósea. Cazaril se encontró haciéndose cargo de la parte de Iselle, tomando nota detallada de los donantes con ayuda de Betriz, para actualizar el inventario de la casa más adelante. Los cortesanos revoloteaban alrededor de los jóvenes, pensó secamente Cazaril, igual que moscas en torno a un tarro de miel derramada. Teidez estaba exultante hasta el punto de no poder parar de reír; de Sanda se veía un tanto envarado, gratificado y tenso a un tiempo. Iselle, si bien se mostraba claramente halagada, se conducía con la debida dignidad. Sólo se sobresaltó una vez, cuando se presentó ante ella el enviado de uno de los principados roknari del norte, alto y de piel dorada, con el cabello leonado compuesto en elaboradas trenzas. Sus ropas de lino delicadamente bordadas ondearon como estandartes con su brusca reverencia. La joven le devolvió el saludo con cortesía controlada, sin sonreír, y le dio las gracias por un hermoso cinturón de corales tallados, jade y eslabones de oro.
Los regalos de Teidez eran más variopintos, aunque predominaban las armas. Iselle recibió joyas en su mayoría, aunque obtuvo nada menos que tres preciosas cajas de música. Al cabo, todos los obsequios que no podían ponerse encima de inmediato fueron colocados en una mesa para su exhibición, vigilados por una pareja de pajes -la exhibición de la opulencia, el ingenio o la generosidad del donante, a fin de cuentas, valía más que su propósito original- y la masa de elite de Cardegoss desfiló en dirección al salón de banquetes.
El róseo y la rósea fueron conducidos a la alta mesa y sentados a ambos lados de Orico y su royina. A su vez, los flanquearon los hermanos Jironal, el canciller de Jironal sonriendo con un ápice de tirantez al adolescente Teidez, Dondo intentando ostensiblemente congraciarse con Iselle, aunque saltaba a la vista que el que más alto se reía de sus bromas era él mismo. Cazaril se sentó en una de las largas mesas perpendiculares a la entrada de la sala, cerca de la sal y no demasiado lejos de su pupila. Descubrió que el hombre de mediana edad que tenía a su derecha era un delegado ibrano.
– Los ibranos fueron muy hospitalarios conmigo durante mi última visita a vuestro país -aventuró Cazaril educadamente tras las presentaciones formales, decidiendo que sería mejor evitar los detalles-. ¿Cómo es que habéis recalado en Cardegoss, mi lord?