– ¿No habrá nunca paz en el norte? -preguntó Betriz, sobresaltada por la inusitada vehemencia de Cazaril.
Éste se encogió de hombros.
– No mientras la guerra sea tan lucrativa. Los príncipes roknari juegan al mismo juego. Es una corrupción universal.
– Ganar la guerra acabaría con ella -dijo Iselle, pensativa.
– Ése sí que es un sueño -suspiró Cazaril-. Si el roya pudiera contagiárselo a sus nobles sin que éstos comprendieran que iban a perder su forma de vida. Pero no. No es posible. Chalion, por sí sola, no podría derrotar a los cinco principados, y aunque lo lograra por algún milagro, carece de la experiencia naval necesaria para defender las costas después. Si se aliaran todas las royezas quintarianas, y se esforzaran durante una generación, quizá algún roya inmensamente fuerte y tenaz pudiera abrirse camino y unir el país entero. Pero el precio en vidas humanas, desgaste moral y dinero sería colosal.
Iselle respondió, despacio:
– ¿Más colosal que el precio de este incesante goteo de sangre y virtud que escapa hacia el norte? Si se acaba, si se corta de raíz, se acabaría de una vez por todas.
– Pero no hay nadie capaz de hacerlo. No existe el hombre con el nervio, la visión y la voluntad necesarias. El roya de Brajar es un viejo borracho que prefiere jugar con las damas de su corte, el Zorro de Ibra tiene las manos atadas por culpa de las disensiones civiles, Chalion… -Cazaril vaciló, comprendiendo que sus soflamadas emociones lo conducían a una franqueza apolítica.
– Teidez -comenzó Iselle, y cogió aliento-. Quizá ese honor recaiga sobre Teidez, cuando alcance la edad adulta.
No era ése un honor que le deseara Cazaril a ningún hombre, aunque el muchacho despuntaba talentos incipientes en esa dirección. Sólo hacía falta que la educación que recibiera en los próximos años consiguiera pulirlos y aguzarlos.
– La conquista no es la única vía que conduce a la unión de los pueblos -señaló Betriz-. También está el matrimonio.
– Sí, pero nadie puede casarse con tres royezas y cinco principados -dijo Iselle, arrugando la nariz-. A la vez no, por lo menos.
El ave verde, irritada quizá por haber perdido la atención de su público, eligió ese momento para proferir una frase notablemente vulgar en el roknari más grosero. El pájaro de un marinero, sin duda… de un corsario de galera, juzgó Cazaril. Umegat sonrió secamente ante el involuntario bufido de Cazaril, pero arqueó las cejas ligeramente cuando Betriz e Iselle apretaron los labios con fuerza y se arrebolaron, cruzaron la mirada, y a punto estuvieron de perder su circunspección. Con presteza, buscó una capucha y la caló sobre la cabeza del ave.
– Buenas noches, mi verde amigo. Ya veo que no estás preparado para ser presentado en sociedad. A lo mejor lord de Cazaril debería pasarse por aquí de vez en cuando y enseñarte el roknari como es debido, ¿eh?
Cazaril pensó que Umegat parecía perfectamente capaz de enseñarle el roknari de la corte él solito, pero se interrumpió cuando una pisada sorprendentemente vigorosa en el umbral de la pajarería demostró pertenecer a Orico, que estaba sacudiéndose babas de oso de los pantalones con una sonrisa. Cazaril decidió que el comentario del alcaide del castillo aquel primer día había sido acertado: la colección de fieras parecía aportar solaz al roya. Su mirada era clara, el color volvía a animar su semblante, visiblemente recuperado del somnoliento agotamiento que había evidenciado inmediatamente después del desayuno.
– Tenéis que venir a ver mis gatos -dijo a las damiselas. Todos lo siguieron hasta el pasillo de piedra, donde les enseñó orgulloso las jaulas que contenían un par de hermosos gatos dorados de orejas copetudas de las montañas del sur de Chalion, y un raro gato montés albino, de ojos azules, de la misma raza con chocantes copetes negros. Este extremo del pasillo contenía también una jaula que contenía un par de lo que Umegat llamó zorros del desierto del Archipiélago, semejantes a lobos flacos en miniatura, pero con unas enormes orejas triangulares y cínicas expresiones.
Con una floritura, Orico se volvió al fin hacia su predilecto sin lugar a dudas, el leopardo. Sujeto por su cadena de plata, se frotó contra las piernas del roya y emitió unos extraños gruñidos quedos. Cazaril contuvo el aliento cuando, animada por su hermano, Iselle se arrodilló para acariciarlo, con la cara justo al lado de aquellas poderosas mandíbulas. Aquellos ojos ambarinos, redondos y pelúcidos, le parecían de todo menos amigables, pero los párpados se entornaron en señal de evidente disfrute, y el ancho hocico anaranjado se estremeció cuando Iselle rascó vigorosamente a la bestia debajo de la barbilla y pasó los dedos extendidos por el fabuloso pelaje moteado. Cuando se puso él de rodillas, en cambio, el gruñido adoptó lo que a sus oídos sonaba como un tinte decididamente hostil, y su distante mirada ámbar no le animó a tomarse libertades. Impulsado por la prudencia, Cazaril mantuvo las manos pegadas al cuerpo.
El roya decidió quedarse para departir con su encargado de los establos, y Cazaril regresó al Zangre junto a las muchachas, mientras éstas conversaban animadamente intentando decidir cuál era la bestia más interesante de todo el zoológico.
– ¿Cuál crees tú que es la criatura más curiosa que hemos visto? -le preguntó Betriz.
Cazaril tardó un momento en responder, pero al final se decidió por la verdad.
– Umegat.
Betriz abrió la boca para recriminarle su aparente frivolidad, pero volvió a cerrarla cuando Iselle le lanzó una mirada penetrante. Cayó sobre ellos un meditabundo silencio, que imperó durante todo el camino de regreso a las puertas del castillo.
La merma de luz diurna propia de la proximidad del otoño no parecía causar efecto sobre los habitantes del Zangre, puesto que la prolongación de las noches seguía iluminándose con velas, banquetes y fiestas. Los cortesanos se turnaban para proporcionar entretenimientos cada vez más elaborados, dilapidando dinero e ingenio. Teidez e Iselle estaban deslumbrados, Iselle, lamentablemente, no del todo; con la ayuda del comentario de pasada que le hiciera Cazaril en voz baja, empezó a buscar indicios de significados y mensajes, a buscar intenciones ocultas, a calcular gastos y expectativas.
Teidez, hasta donde sabía Cazaril, se lo tragaba todo sin hacer preguntas. Los síntomas de la indigestión eran evidentes. Teidez y de Sanda comenzaron a disentir con mayor frecuencia y más abiertamente, mientras de Sanda libraba una batalla perdida de antemano por mantener la disciplina que había impuesto al muchacho en la sobria casa de la provincara. Incluso Iselle empezó a preocuparse por la creciente tensión entre su hermano y el tutor de éste, como dedujo enseguida Cazaril cuando Betriz lo abordó una mañana, con fingida impremeditación, junto a una ventana desde la que se divisaba la confluencia de los ríos y la mitad del interior de Cardegoss.
Tras algunos comentarios inanes acerca del tiempo, que era agradable, y la caza, que también lo era, imprimió un cambio brusco a la conversación para tratar el asunto que la había conducido hasta él, bajando la voz y preguntando: