¿Y qué tenía eso de malo? Palli era un hombre con tierras, con dinero, atractivo, con encanto, con responsabilidades respetables. Supongamos que saltaba la chispa entre lady Betriz y él. ¿Era cualquiera de ellos menos de lo que se merecía el otro? No obstante, contra su voluntad, Cazaril se encontró planeando actividades con Palli que de alguna forma no incluían a las damas.
Pero para su decepción, Palli no apareció en la corte esa tarde, ni tampoco el provincar de Yarrin. Cazaril supuso que el agotador día de presentación de pruebas en la casa de la Hija ante el comité de justicia que se hubiera reunido no habría estado exento de complicaciones, y se habría prolongado hasta después de la cena. Si el caso tardaba más tiempo del que había estimado Palli con tanto optimismo, bueno, al menos también se prolongaría su visita a Cardegoss.
No volvió a ver a Palli hasta la mañana siguiente, cuando el marzo apareció abruptamente ante la puerta abierta del despacho de Cazaril, que era una antecámara a la sucesión de estancias que ocupaban la rósea Iselle y sus damas. Cazaril levantó la vista de su escritorio, sorprendido. Palli había prescindido de su atuendo cortesano, y estaba vestido para el camino con botas altas raídas, una gruesa túnica y una capa corta de montar.
– ¡Palli! Toma asiento… -Cazaril le indicó un taburete.
Palli lo colocó frente a su amigo y se sentó con un gruñido exhausto.
– Sólo un momento, viejo amigo. No podía marcharme sin despedirme de ti. Se les ha ordenado a de Yarrin y sus tropas que partamos de Cardegoss antes del mediodía de hoy, so pena de expulsión de la santa orden de la Hija.
Su sonrisa era tan tirante como una guindaleza tensada.
– ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? -Cazaril soltó la pluma, y empujó aparte el libro de cuentas del cada vez más complicado inventario de Iselle.
Palli se pasó una mano por el negro cabello y sacudió la cabeza, con incredulidad.
– No sé si puedo hablar de esto sin explotar. Anoche hube de contenerme para no sacar la espada y ensartar las blandas tripas del muy hijo de puta en el sitio. ¡Caz, han desestimado el caso de de Yarrin! Han confiscado todas las pruebas, han despedido a todos los testigos, ¡sin llamarlos! ¡sin escucharlos!, han sacado del sótano al interventor, esa lombriz mentirosa y ladrona…
– ¿Quién?
– Nuestro santo general, Dondo de Jironal, y sus, sus, sus criaturas del consejo de la Hija, perros acobardados, que me ciegue la diosa si alguna vez me he echado a la cara otra manada igual de chuchos sin agallas, ¡son una vergüenza para sus propios colores! -Palli apretó el puño sobre las rodillas, resoplando-. Todos sabíamos que hacía algún tiempo que la casa de la orden de Cardegoss estaba patas arriba. Supongo que deberíamos haber pedido al roya que despidiera al antiguo general en cuanto enfermó demasiado para mantenerlo todo bajo control, pero nadie tuvo ánimos para expulsarlo… todos pensábamos que un hombre nuevo, joven, vigoroso le daría la vuelta a todo y empezaría de nuevo. Pero esto, esto, esto es peor que una mera negligencia. ¡Esto es mendacidad flagrante! Caz, han exculpado al interventor y han expulsado a de Yarrin… apenas si se molestaron en echar un vistazo a sus cartas y libros mayores, diosa, los papeles llenaban dos baúles… ¡Juro que habían tomado la decisión antes de convocar la vista!
Cazaril no había visto a Palli tartamudear de rabia de este modo desde que llegó la noticia de la venta de Gotorget a la famélica y andrajosa guarnición, gracias al tenaz correo del roya que había traspasado las líneas roknari. Se inclinó en su asiento y se atusó la barba.
– Tengo la sospecha… no, la certeza… de que lord Dondo ha recibido dinero a cambio de emitir esta sentencia. Si es que no es el nuevo director del interventor, y ahora hay dos baúles llenos de pruebas alimentando los fuegos del altar de la Dama… Caz, nuestro nuevo santo general piensa que la Orden de la Hija es su vaca lechera particular. Un acólito me dijo ayer, en las escaleras, y el hombre temblaba mientras me susurraba, que ha destacado seis tropas de hombres de la Hija a las órdenes del Heredero de Ibra en Ibra del Sur… en calidad de simples mercenarios. No es ése su mandato, no es ésa la obra de la diosa… ¡es peor que robar dinero, es robar sangre!
Un frufrú, y un aliento contenido, atrajo la mirada de ambos hombres al umbral interior. Lady Betriz estaba allí, con la mano en el quicio, y la rósea Iselle espiaba por encima de su hombro. Las dos jóvenes tenían los ojos abiertos como platos.
Palli abrió y cerró la boca, tragó, antes de ponerse en pie de un salto y dedicarles una reverencia.
– Rósea. Lady Betriz. Me temo que debo despedirme de vos. Regreso a Palliar esta mañana.
– Lamentaremos la pérdida de vuestra compañía, marzo -dijo la rósea, con un hilo de voz.
Palli se volvió hacia Cazaril.
– Caz… -Asintió con expresión compungida-. Siento mucho no haber creído tus palabras sobre los Jironal. No estabas loco. Tenías razón en todo.
Cazaril parpadeó, perplejo.
– Pensaba que me habías creído…
– El viejo de Yarrin es tan sagaz como tú. Se olió este problema desde el principio. Le pregunté por qué creía que necesitábamos venir a Cardegoss con una tropa tan cuantiosa, y me murmuró, "No, muchacho… es para salir de Cardegoss". No entendí el chiste. Hasta ahora.
Soltó una risa amarga.
– ¿Vais… no vais a volver aquí? -preguntó Betriz, casi sin aliento. Se llevó la mano a los labios.
– Juro ante la diosa… -Palli se tocó la frente, el labio, el ombligo y la entrepierna, antes de apoyar la mano abierta sobre el corazón, realizando el quíntuplo gesto sagrado-, que no regresaré a Cardegoss si no es para asistir al funeral de Dondo de Jironal. Señoritas… -Se puso firme y se inclinó ante ellas-. Caz… -Cogió las manos de Cazaril por encima de la mesa y se agachó para besarlas; apresuradamente, Cazaril le devolvió el honor-. Adiós.
Palli dio media vuelta y abandonó la estancia a largas zancadas.
El espacio que había dejado vacío pareció desmoronarse en torno a su ausencia, como si fueran cuatro hombres los que acabaran de marcharse. Betriz e Iselle fueron succionadas por esa nada; Betriz se acercó de puntillas a la puerta exterior y se asomó al pasillo para espiar los últimos taconeos de la retirada de Palli.
Cazaril retomó su pluma y la atusó con nerviosismo.
– ¿Cuánto habéis escuchado? -preguntó a las damas.
Betriz miró a Iselle de soslayo, antes de responder:
– Todo, creo. No hablaba en voz baja.
Desanduvo despacio la antecámara, con la turbación reflejada en el rostro.
Cazaril pugnó por encontrar una forma de prevenir a su impremeditada audiencia.
– Concernía a los asuntos de un consejo cerrado de una santa orden militar. Palli no debería haberlo mencionado fuera de la casa de la Hija.
– Pero ¿no es acaso un lord dedicado -preguntó Iselle-, un miembro del consejo? ¿No tiene el mismo derecho -¡el deber!- a hablar como cualquiera de ellos?
– Sí, pero… llevado por su ofuscación, ha pronunciado graves acusaciones contra su propio santo general que no tiene el… poder de demostrar.
Iselle lo miró fijamente.
– ¿Le crees?
– Lo que yo crea no es relevante.
– Pero… de ser verdad… es un crimen, peor que un crimen. Es una impiedad insultante, y una violación de la confianza no sólo del roya y de la diosa, sino de todos los que han jurado obediencia en su nombre.
¡Ve las consecuencias en ambas direcciones! ¡Bien! No, espera, no.
– No hemos visto las pruebas. Quizá el consejo tuviera motivos para desestimar el caso. No podemos saberlo.