– Si no podemos ver las pruebas como las ha visto el marzo de Palliar, ¿podemos juzgar a los hombres y razonar en retrospectiva?
– No -negó Cazaril, con firmeza-. Incluso un mentiroso compulsivo dice la verdad de vez en cuando, igual que un hombre honrado puede sentir la tentación de mentir impulsado por una necesidad extraordinaria.
Betriz, sobresaltada, dijo:
– ¿Crees que tu amigo miente?
– Puesto que se trata de mi amigo, no, claro que no, pero… pero podría estar equivocado.
– Esto es demasiado confuso -zanjó Iselle-. Rezaré a la diosa para que me conceda su guía.
Cazaril, acordándose de la última ocasión que había hecho algo parecido, se apresuró a replicar:
– No es necesario que pidas consejo en las alturas, rósea. Has escuchado una confidencia sin querer. Es tu deber no repetirla. Ni de palabra ni de obra.
– Pero si es cierta, importa. ¡Importa enormemente, lord Caz!
– Aunque así sea, los gustos personales constituyen una prueba tan sólida como los rumores.
Iselle frunció el ceño, meditabunda.
– Es cierto que no me gusta lord Dondo. Huele raro, y siempre tiene las manos calientes y sudorosas.
Betriz añadió, con una mueca de repugnancia:
– Sí, y siempre te está tocando con ellas. ¡Puaj!
La pluma se quebró en la mano de Cazaril, rociándole la manga de gotas de tinta. Apartó los pedazos.
– ¿Oh? -dijo, en lo que esperaba que fuera un tono neutro-. ¿Cuándo fue eso?
– Ah, siempre, bailando, cenando, en los salones. Quiero decir, aquí flirtean muchos hombres, algunos son bastante agradables, pero lord Dondo… acosa. En la corte hay damas de sobra que tienen su misma edad, y guapas. No sé por qué no intenta coquetear con ellas.
Cazaril estuvo a punto de preguntar si le parecían igual de caducos treinta y cinco años que cuarenta, pero se mordió la lengua, y dijo en cambio:
– Aspira a gozar de influencia sobre el róseo Teidez, naturalmente. Y, por consiguiente, desea ganarse el favor de la hermana de Teidez, bien directamente o bien por medio de sus asistentes.
Betriz soltó un suspiro de alivio.
– Oh, ¿crees de verdad que se trata de eso? Me ponía enferma pensar que pudiera estar realmente enamorado de mí. Pero si sólo coquetea conmigo pensando en su propio provecho, me parece bien.
Cazaril seguía esforzándose por encontrar sentido a esa afirmación cuando intervino Iselle.
– ¡Poco me conoce si piensa que seducir a mis ayudantes va a granjearle mi amistad! Y no creo que necesite más influencia sobre Teidez, si lo que he visto hasta ahora es un ejemplo de la que ya tiene. Quiero decir… si fuera una buena influencia, ¿no deberíamos ver buenos resultados? Tendríamos que ver a Teidez más atento a sus estudios, más saludable, abierto de miras a un mundo más amplio de alguna clase.
Cazaril reprimió también la observación de que Teidez estaba abriéndose mucho de miras gracias a lord Dondo, en cierto modo.
Iselle continuó, con creciente pasión:
– ¿No tendría que estar aprendiendo Teidez los entresijos de la política de estado? ¿Viendo al menos cómo funciona la cancillería, asistiendo a los consejos, escuchando a los delegados? O, si no las artes políticas, al menos las de la guerra. Cazar está bien, pero ¿no tendría que ir de maniobras militares con los hombres? Su dieta espiritual parece componerse simplemente de chucherías, nada de carne. ¿Qué clase de roya quieren que sea?
Posiblemente, igual que Orico, ebrio y enfermizo, para que no dispute el poder sobre Chalion al canciller de Jironal. Pero lo que dijo Cazaril en voz alta fue:
– No lo sé, rósea.
– ¿Y cómo voy a saberlo yo? ¿Cómo voy a saber nada? -Se paseó de un lado a otro de la cámara, enhiesta la espalda a causa de la frustración, silbando sus faldas-. Mamá y la abuela me pedirían que cuidara de él. Cazaril, ¿no puedes averiguar al menos si es cierta la venta de los hombres de la Hija al Heredero de Ibra? ¡Por lo menos eso no puede ser ningún secreto sutil!
En eso tenía razón. Cazaril tragó saliva.
– Lo intentaré, mi lady. Pero… ¿y luego qué? -Imprimió seriedad a su voz, para enfatizar-. Dondo de Jironal es un poder al que nadie osa dispensar más que estricta cortesía.
Iselle giró en redondo, y lo miró fijamente.
– ¿Sin importar lo corrupto que sea ese poder?
– Cuanto más corrupto, más peligroso.
Iselle levantó la barbilla.
– En tal caso, castelar, decidme… ¿cuán peligroso es, a vuestro juicio, Dondo de Jironal?
Estaba atrapado, paralizada su boca en un rictus. Díselo… Dondo de Jironal es el segundo hombre más peligroso de Chalion, después de su hermano. En vez de eso, cogió una pluma nueva del tarro de cerámica y empezó a afilar la punta con el cortaplumas. Transcurrido uno o dos instantes, comentó:
– A mí tampoco me gusta cómo le sudan las manos.
Iselle soltó un bufido. Pero Cazaril se libró de la prolongación del escrutinio gracias a una llamada de Nan de Vrit, relativa a cierta nimiedad acerca de unas bufandas y unas perlas extraviadas. Las dos damiselas regresaron a sus aposentos.
Las tardes frías en que no se organizaban emocionantes partidas de caza, la rósea Iselle daba rienda suelta a su vitalidad reuniendo a su pequeña casa y saliendo a cabalgar a los robledales que rodeaban Cardegoss. Cazaril, junto a lady Betriz y un par de resollantes mozos, seguía la estela de la yegua jaspeada de la rósea por un verde paseo, punteado el fresco aire de hojas doradas, cuando su oído captó el tronar de otras pezuñas que ganaban terreno a sus espaldas. Miró por encima del hombro, y le dio un vuelco el estómago; una hueste de hombres enmascarados acortaba distancias por momentos. La vociferante horda los adelantó. Tenía la espada a medio desenvainar cuando reconoció los caballos y el equipaje como propiedad de algunos de los jóvenes cortesanos del Zangre. Los hombres iban vestidos con un impresionante despliegue de harapos, y llevaban los brazos y las piernas desnudas embadurnados de algo sospechosamente parecido al betún para las botas.
Cazaril exhaló con fuerza y se agachó un poco sobre la silla, intentando aminorar los latidos de su corazón, mientras la sonriente turba "capturaba" a la rósea y a lady Betriz, y maniataba a sus prisioneros, Cazaril incluido, con cintas de seda. Deseó fervientemente que alguien le avisara, al menos, de estas bromas con antelación. El carcajeante lord de Rinal había estado, aunque él aparentemente no se diera cuenta, a una fracción de reflejo de recibir un mordisco de afilado acero en el cuello. Su fornido paje, que galopaba al otro lado de Cazaril, podría haber muerto con el revés, y la espada de Cazaril se habría envainado en la barriga de un tercer hombre antes de que, de haber sido bandidos de verdad, hubieran podido aunar fuerzas para reducirlo. Y todo antes de que el cerebro de Cazaril hubiera formulado su primer pensamiento nítido, o de que hubiera abierto la boca para gritar su aviso. Todos se reían de buena gana de la expresión de terror que habían percibido en su rostro, y se burlaban de él por haber hecho ademán de sacar el acero; sonrió con bochorno, y decidió no explicar qué era lo que le había hecho palidecer en realidad.
Cabalgaron en dirección al "campamento de los bandidos", un amplio calvero en el bosque donde un buen número de criados del Zangre, también vestidos con artísticos andrajos, asaba carne de ciervo y de caza menor en espetones colgados sobre fogatas. Bandidas, pastoras y alguna pordiosera sospechosamente cachazuda vitorearon el retorno de los secuestradores. Iselle chilló entre risas de ultraje cuando el rey bandido de Rinal le cortó un mechón de cabello rizado y se lo quedó para pedir rescate por él. La mascarada aún no había terminado, puesto que ésa era la señal indicada para que apareciera una tropa de "rescatadores" vestidos de blanco y azul, comandados por lord Dondo de Jironal, que irrumpieron al galope en el campamento. Aconteció una vigorosa pantomima de lucha de espadas, incluidos algunos alarmantes y cruentos momentos que giraron en torno a ciertas vejigas de cerdo repletas de sangre, antes de que todos los bandidos fueran abatidos -algunos sin dejar de quejarse de lo injusto que resultaba- y de Dondo hubiera rescatado el mechón de cabello. Un divino de postín del Hermano se paseó a continuación por el escenario devolviendo milagrosamente la vida a los bandidos merced a un pellejo de vino, y la compañía al completo se acomodó sobre manteles tendidos en el suelo para disfrutar del banquete y la bebida.