Cazaril se encontró compartiendo mantel con Iselle, Betriz y lord Dondo. Se había sentado con las piernas cruzadas cerca del borde, mordisqueaba venado y pan, y observaba y escuchaba cómo entretenía Dondo a la rósea con lo que era, a sus oídos, un ingenio patosamente controlado. Dondo suplicó a Iselle que le concediera el mechón sustraído a modo de trofeo para agradecerle su venturoso rescate, y le ofreció a cambio, previo chasquido de sus dedos a su expectante paje, un estuche de cuero labrado que contenía dos preciosos peines de carey engastados de joyas.
– Un tesoro a cambio de otro, y estaremos empatados -dijo Dondo, guardándose ostentosamente el rizo en un bolsillo interior de su capa chaleco, sobre su corazón.
– Pero es un regalo cruel -repuso Iselle-, darme peines y dejarme sin pelo que peinar con ellos.
Sostuvo uno de los peines en alto y lo giro, resplandeciente y traslúcido, a la luz del sol.
– El pelo crece de nuevo, rósea.
– ¿Cómo se puede regenerar un tesoro?
– Con la misma facilidad con que os crece el cabello, os lo aseguro.
Se acodó en el suelo junto a ella, y le sonrió, con la cabeza casi en el regazo de la joven.
La divertida sonrisa de Iselle se evaporó.
– ¿Tan ventajosa encontráis vuestra nueva posición, santo general?
– Sin duda.
– En tal caso, os han dado el papel equivocado. Quizá hoy debiera haberos tocado hacer de rey de los bandidos.
La sonrisa de Dondo se achicó.
– Si el mundo estuviera al revés, ¿cómo podría comprar perlas suficientes para halagar a las damas bonitas?
Las mejillas de Iselle se adornaron con sendos rosetones, y la muchacha bajó la mirada. Dondo volvió a sonreír, complacido. Cazaril, con la lengua firmemente sujeta entre los dientes, tanteó en busca de una jarra plateada de vino, con la intención de derramarla accidentalmente en esta emergencia sobre la nuca de Iselle. Por desgracia, la jarra estaba vacía. Pero, para su intenso alivio, Iselle dio un bocado al pan y la carne, y prefirió masticarlos junto a su réplica. Fue de destacar, no obstante, que recogiera sus faldas lejos de lord Dondo la vez siguiente que cambió de postura.
El frío de la tarde otoñal se anunciaba junto a las sombras cuando la ahíta compañía emprendió el lánguido regreso al Zangre tras la merienda de los bandidos. Iselle tiró de las riendas de su yegua jaspeada y caminó junto a Cazaril un momento.
– Castelar. ¿Habéis descubierto para mí si es cierto el rumor de que las tropas de la Hija han sido vendidas en calidad de mercenarios?
– Uno o dos hombres más lo han corroborado, pero eso no es lo que yo llamaría una noticia confirmada.
Estaba, en realidad, concienzudamente confirmada, pero Cazaril juzgó imprudente decírselo a Iselle en ese preciso instante.
La rósea guardó silencio, ceñuda, antes de espolear a su caballo para reunirse de nuevo con lady Betriz.
Esa noche, el banquete nocturno, más frugal que de costumbre, no estuvo acompañado de bailes, y los agotados cortesanos y damiselas se retiraron temprano para acostarse o entregarse a placeres más íntimos. Cazaril encontró a Dondo de Jironal caminando a la par que él en una antecámara.
– Pasead un poco conmigo, Castelar. Creo que tenemos que hablar.
Cazaril se encogió de hombros solícitamente, y siguió a Dondo, fingiendo no reparar en la presencia de los dos jóvenes valentones, dos de los amigos más marrulleros de Dondo, que los seguían a escasos pasos de distancia. Salieron de la barbacana por el extremo más estrecho de la fortaleza, que daba a un pequeño patio cuadrangular que dominaba la confluencia de los ríos. A un gesto de Dondo, sus dos amigos se quedaron esperando junto a la puerta, apoyados en la pared de piedra igual que una pareja de centinelas aburridos y cansados.
Cazaril calculó sus posibilidades. Tenía a Dondo a su alcance y, pese a su consiguiente enfermedad, los meses de remo en las galeras habían dotado a sus brazos nervudos de una fuerza mayor de la que dejaban entrever. Sin duda Dondo estaba mejor entrenado. Los escoltas eran unos zagalones. Ebrios, pero jóvenes. En un tres contra uno, ni siquiera haría falta sacar las espadas. Un secretario anquilosado, demasiado cargado de vino tras la cena, paseando por las almenas, podía dar un traspié y caer al oscuro vacío para rebotar contra la pared de roca noventa metros más abajo e ir a zambullirse a las aguas; encontrarían su cuerpo destrozado al día siguiente, sin que éste exhibiera puñalada alguna que delatara lo ocurrido.
Las escasas linternas encajadas en sus soportes en la pared proyectaban una titilante luz naranja sobre el empedrado. Dondo lo invitó a sentarse en un banco de granito labrado cuyo respaldo era la muralla exterior. La piedra se adivinaba áspera y fría contra las piernas de Cazaril, que tenía el cuello húmedo a causa de la brisa nocturna. Con un gruñido, Dondo se sentó a su vez, retirando automáticamente a un lado su capa chaleco para dejar al descubierto la empuñadura de su espada.
– Bueno, Cazaril. Ya veo que últimamente disfrutas de la confianza de la rósea Iselle.
– El puesto de secretario comporta una gran responsabilidad. Aún más el de tutor. Me lo tomo muy en serio.
– Eso no me sorprende… tú siempre te lo has tomado todo demasiado en serio. Demasiadas bondades pueden constituir un pecado para el hombre, ya lo sabes.
Cazaril se encogió de hombros.
Dondo se retrepó y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, como quien se acomoda para mantener una conversación con un íntimo amigo.
– Por ejemplo -indicó con un gesto la torre que se erguía ahora ante ellos-, una joven de su edad y su estilo debería estar empezando a acostumbrarse a los hombres, pero yo la encuentro extrañamente distante. Una yegua así está hecha para parir… tiene caderamen de sobra para alojar a un hombre. -Imprimió a sus caderas un pequeño vaivén, a modo de ilustración-. Espero que haya eludido esa desafortunada mácula de su sangre y que esto no sea un síntoma precoz de, ah, las penurias de la mente que acucian a su pobre madre.
Cazaril decidió no adentrarse en ese terreno.
– Mm.
– Espero. Aunque, si no es ése el caso, no me queda por menos de preguntarme si no habrá alguna… persona que, pecando de exceso de seriedad, se haya propuesto envenenarle la mente contra mi persona.
– Esta corte está llena de rumores. Y de cotillas.
– Por cierto. Y, ah… ¿cómo le hablas de mí, Cazaril?
– Con cuidado.
Dondo volvió a acomodarse, y se cruzó de brazos.
– Bien. Eso está bien. -Hizo una pequeña pausa-. Pero, así y todo, creo que preferiría que lo hicieras con afecto. Con afecto estaría mejor.
Cazaril se humedeció los labios.
– Iselle es una muchacha muy inteligente y sensata. Estoy seguro de que se daría cuenta si yo intentara engañarla. Es mejor dejarlo como está.
Dondo soltó un bufido.
– Ah, ya vamos acercándonos. Sospechaba que podrías guardarme todavía cierto rencor por aquella endiablada jugarreta del loco de Olus.
Cazaril negó con un gesto sutil.
– No. Ya está olvidado, mi lord. -La proximidad de Dondo, tanta como en la tienda de Olus, su perfume tenuemente peculiar, recuperaron con todo detalle, abrasando el recuerdo de Cazaril, la jadeante desesperación, el chirrido del metal, el fuerte golpe…-. Eso fue hace mucho.