– Ja. Aprecio la maleabilidad de la memoria en un hombre, sin embargo… sigo creyendo que te hace falta foguearte. Supongo que sigues siendo el mismo pobre diablo de siempre. Algunas personas nunca aprenden a desenvolverse en el mundo. -Dondo descruzó los brazos, y, no sin cierta dificultad, se sacó un anillo de uno de sus dedos rollizos y húmedos. El oro era fino, pero rutilaba en su engaste una enorme piedra verde y plana biselada. Se lo ofreció a Cazaril-. A ver si esto te vuelve el corazón más afectuoso para conmigo. Y la lengua.
Cazaril no hizo ademán de moverse.
– La rósea me proporciona todo lo que necesito, mi lord.
– Por cierto. -Las negras cejas de Dondo se enlazaron; sus negros ojos destellaron a la luz de las lámparas entre los párpados entornados-. Supongo que tu posición te ofrece considerables ocasiones de llenarte los bolsillos.
Cazaril apretó los dientes para ocultar un escalofrío de ultraje.
– Si declináis creer en mi probidad, mi lord, podríais reflexionar al menos en el futuro de la rósea Iselle, y creer que aún conservo la cabeza que tuvieron a bien darme los dioses. Hoy tiene una casa. Mañana, será una royeza, o un principado.
– Así es, ¿no os parece? -Dondo se arrellanó con una extraña sonrisa, antes de soltar la risa-. Ay, pobre Cazaril. Si un hombre renuncia al pájaro que se posa en su mano aspirando a la bandada que ve posada en el árbol, lo más probable es que acabe sin ningún pájaro. ¿Es eso inteligente?
Depositó el anillo remilgadamente en la piedra que los separaba.
Cazaril abrió ambas manos y las sostuvo frente a su pecho con las palmas hacia fuera, en gesto de renuncia. Volvió a apoyarlas con firmeza sobre las rodillas y, con franca afabilidad, dijo:
– Guardaos vuestros tesoros, mi lord, para comprar otro hombre más barato. Estoy seguro de que encontraréis alguno.
Dondo recuperó su anillo y fulminó a Cazaril con la mirada.
– No habéis cambiado. Seguís siendo el mismo mojigato santurrón. Tú y ese estúpido de de Sanda sois tal para cual. No es de extrañar, supongo, si pienso en esa vieja de Valenda que os ha elegido.
Se incorporó y se encaminó hacia el interior, embutiéndose el anillo en el dedo. Los dos hombres que aguardaban miraron de soslayo a Cazaril con curiosidad y lo siguieron.
Cazaril exhaló un suspiro, y se preguntó si no habría comprado su momento de furiosa satisfacción a un precio desorbitado. Quizá hubiera sido más prudente aceptar el soborno y aplacar a lord Dondo, creyéndose ufano por haber comprado otro hombre, uno igual que él mismo, fácil de comprender, sujeto a su control. Sintiéndose muy cansado, se impulsó para ponerse de pie y regresó al interior para subir las escaleras que lo separaban de su dormitorio.
Acababa de introducir la llave en la cerradura cuando pasó junto a él de Sanda, bostezando. Intercambiaron sendos murmullos cordiales de saludo.
– Aguardad un momento, de Sanda.
El interpelado miró por encima del hombro.
– ¿Castelar?
– ¿Tenéis cuidado de mantener la llave echada en la puerta, y de guardarla siempre a mano?
De Sanda arqueó las cejas, y se dio la vuelta.
– Dispongo de un baúl, de recio candado, en el que guardo todo lo que es de guardar.
– No es suficiente. Tenéis que bloquear toda la estancia.
– ¿Para que no me roben? Es poco lo que podría interesar…
– No. Para que nada robado pueda guardarse en el interior.
De Sanda entreabrió los labios; permaneció inmóvil un momento, asimilando las palabras de Cazaril, y alzó la vista para mirar a los ojos a su interlocutor.
– Oh -dijo, al cabo. Dedicó a Cazaril una lenta inclinación de cabeza, casi una reverencia-. Gracias, castelar. No se me había ocurrido.
Cazaril le devolvió el saludo, y entró en su habitación.
10
Cazaril se sentó en su dormitorio acompañado de una prodigalidad de velas y del clásico romancero brajarano La leyenda del árbol verde, y suspiró satisfecho. La biblioteca del Zangre había sido célebre en tiempos de Fonsa el Sabio, pero había caído en desuso desde entonces; este volumen, a juzgar por el polvo, no abandonaba su estante desde finales del reinado de Fonsa. Pero era el lujo de disponer de velas suficientes para convertir el leer hasta bien entrada la noche en un placer y no un esfuerzo, tanto como los versos de Behar, lo que le alegraba el corazón. Y le hacía sentir un poco culpable… El coste del uso de velas de cera de calidad sobre la casa de Iselle comenzaría a acumularse a la larga, y parecería un tanto extraño. Con las atronadoras cadencias de Behar resonando en la cabeza, se humedeció el dedo y pasó la página.
Las estrofas de Behar no era lo único que atronaba y resonaba. Volvió la vista hacia el techo, que filtraba un rápido golpeteo, arañazos, y el sonido apagado de risas y voces. Bueno, la tarea de procurar que las noches de la casa de Iselle fueran razonables recaía sobre Nan de Vrit, no sobre él, gracias a los dioses. Se concentró de nuevo en las visiones teológicamente simbólicas del poeta e ignoró el ajetreo, hasta que el cerdo profirió un chillido.
Ni siquiera el gran Behar podía competir con ese misterio. Sonriendo, Cazaril dejó el volumen encima de la colcha y sacó las piernas de la cama, se abrochó la túnica, se calzó los zapatos, y recogió la vela con pantalla de cristal para iluminar el camino escaleras arriba.
Se encontró con Dondo de Jironal, que bajaba. Dondo iba vestido con su habitual atuendo de cortesano, túnica azul con brocados y pantalones de lana y lino, aunque su capa chaleco blanca oscilaba prendida en su mano, junto a su espada envainada y el cinto. Tenía el rostro crispado y arrebolado. Cazaril abrió la boca para pronunciar un saludo educado, pero se le murieron las palabras en los labios ante la mirada asesina que le dedicó Dondo antes de pasar junto a él sin mediar palabra.
Cazaril llegó al pasillo de la planta superior para encontrar todos los candelabros de pared encendidos y un inexplicable despliegue de personas reunidas. No sólo Betriz, Iselle y Nan de Vrit, sino también lord de Rinal, uno de sus amigos y otra dama, además de sir de Sanda formaban un corrillo de carcajadas. Se retiraron hacia las paredes cuando Teidez y un paje irrumpieron en su seno, persiguiendo frenéticos un lechón bien lavado y adornado con un lazo que arrastraba una bufanda. El paje capturó al animal a los pies de Cazaril, y Teidez soltó un grito triunfal.
– ¡A la bolsa, a la bolsa! -exclamó de Sanda.
Lady Betriz y él se acercaron a Teidez y el paje mientras éstos colaboraban para introducir a la chillona criatura en un gran saco de lona, en el que era evidente que no quería entrar. Betriz se agachó para rascar al esforzado animal detrás de las batientes orejas.
– ¡Muchas gracias, lady Gocha! Habéis representado vuestro papel a la perfección. Pero ya va siendo hora de que regreséis a casa.
El paje se cargó el pesado saco sobre el hombro, saludó a los reunidos y se marchó, sonriendo.
– ¿Qué ocurre aquí? -quiso saber Cazaril, debatiéndose entre la risa y la alarma.
– ¡Uf, ha sido genial! -respondió Teidez-. ¡Tendríais que haber visto la cara que puso lord Dondo!
Cazaril acababa de verla, y no le había inspirado alegría, precisamente. Sintió un peso en el estómago.
– ¿Qué habéis hecho?
Iselle irguió la cabeza.
– Ni mis sutilezas ni las palabras francas de lady Betriz habían servido para desalentar a lord Dondo y convencerle de que sus atenciones no eran bienvenidas, así que hemos conspirado para asignarle el cariño que deseaba. Teidez se ocupó de sacar a nuestra cómplice del establo. En lugar de la virgen que esperaba encontrar lord Dondo cuando entró de puntillas en el dormitorio de Betriz a oscuras, se encontró con… ¡lady Gocha!