– ¡Oh, difamáis a la pobre cochina, rósea! -dijo lord de Rinal-. ¡A lo mejor resulta que también ella era virgen!
– Seguro que lo era, de lo contrario no habría chillado de ese modo -apostilló Iselle, tronchada de risa sobre su brazo.
– Es una pena -dijo de Sanda, mordaz-, que lord Dondo no la encontrara de su agrado. Confieso que me ha sorprendido. Con lo que dicen de él, pensaba que no le hacía ascos a acostarse con nada.
Entornó los ojos para comprobar el efecto que surtían sus palabras sobre el sonriente Teidez.
– Encima que la había rociado con mi mejor perfume darthaco -suspiró exageradamente Betriz. Recalcaban el candor de su mirada un destello de rabia y profunda satisfacción.
– Tendrías que habérmelo dicho -comenzó Cazaril. ¿Decirle el qué? ¿Que planeaban una trastada? Era evidente que sabían que se lo habría prohibido. ¿Que Dondo las acosaba de ese modo? ¿Que pensaban devolverle la vileza? Se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿Y qué habría hecho él al respecto, eh? ¿Chivarse a Orico, a la royina Sara? Fútil…
Lord de Rinal dijo:
– Va a ser la mejor anécdota de la semana en toda Cardegoss… y la señorita se hará famosa, con rabo rizado y todo. Hace años que lord Dondo no hacía el ridículo, y creo que ya iba siendo hora. Me parece oír el "recochineo". Ese hombre no va a cenar cerdo sin oírlo también hasta dentro de unos cuantos meses. Rósea, lady Betriz -les dedicó una reverencia-, os doy las gracias de todo corazón.
Los dos cortesanos y la damisela se alejaron, presumiblemente para compartir la broma con aquellos amigos que siguieran despiertos.
Cazaril, controlándose para no decir lo primero que le había venido a la cabeza, espetó al fin:
– Rósea, no ha sido buena idea.
Iselle le devolvió el ceño fruncido, sin amilanarse.
– Ese hombre viste los hábitos de un santo general de la Dama de la Primavera pero no le importa despojar a las mujeres de su virginidad, que es sagrada para Ella, igual que roba… bueno, decís que no disponemos de pruebas de qué más roba. ¡De esto teníamos pruebas de sobra, por la diosa! Al menos esto le enseñará a no intentar robar nada de mi casa. ¡Se supone que el Zangre es una corte real, no un corral!
– Anímate, Cazaril -recomendó de Sanda-. A fin de cuentas, no podrá vengarse del róseo ni de la rósea por haberlo herido en su vanidad. -Miró en rededor; Teidez se había alejado por el pasillo para recoger las cintas pisoteadas que había desperdigado la cerda en su intento de fuga. Bajó la voz, y añadió-: Y bien ha merecido la pena con tal de que Teidez viera a su, eh, héroe a una luz menos halagadora. Cuando el amoroso lord Dondo salió a trompicones del dormitorio de Betriz con los cordones de los pantalones en las manos, se encontró con todos nuestros testigos alineados y esperándolo. Lady Gocha estuvo a punto de derribarlo, al colarse entre sus piernas en su huida. Parecía un completo payaso. Es la mejor lección que he conseguido extraer del mes que llevamos aquí. Quizá podamos empezar a recuperar algo del terreno perdido en esa dirección, ¿eh?
– Ojalá tengas razón -dijo Cazaril, precavido. No expuso en voz alta que el róseo y la rósea eran las únicas personas de las que no podía vengarse Dondo.
En cualquier caso, no hubo indicios de represalia en los días siguientes. Lord Dondo se tomó las chanzas de de Rinal y sus amigos con una fina sonrisa, aunque sonrisa al fin y al cabo. Cazaril se sentaba a la mesa esperando siempre que, como poco, se sirviera ante la rósea cierta cochina espetada con un lazo en el cuello, pero el plato no apareció. Betriz, que al principio se había contagiado del nerviosismo de Cazaril, se tranquilizó. Cazaril no. Dondo, por vivo que tuviera el carácter, había demostrado ampliamente hasta cuándo era capaz de esperar su oportunidad sin olvidarse de sus heridas.
Para alivio de Cazaril, el recochineo que se había apoderado de los pasillos del castillo cesó en cuestión de un par de noches, suplantado por nuevas fiestas, bromas y cotilleos. Cazaril empezaba a albergar la esperanza de que lord Dondo fuera a tragarse su medicina administrada en público sin rechistar. Quizá su hermano mayor, con horizontes más amplios a la vista que la pequeña sociedad del interior de las murallas del Zangre, se hubiera propuesto suprimir cualquier respuesta inapropiada. Del mundo exterior provenían noticias suficientes para acaparar la atención de los hombres: el recrudecimiento de la guerra civil en Ibra del Sur, el bandidaje en las provincias, el mal tiempo que cerraba los pasos montañosos demasiado pronto para la estación.
A la luz de estos últimos informes, Cazaril se preocupó de la logística relativa al transporte de la casa de la rósea, por si la corte decidía abandonar el Zangre enseguida y retirarse a sus tradicionales refugios de invierno antes del Día del Padre. Se encontraba sentado en su despacho, sumando caballos y mulas, cuando apareció uno de los pajes de Orico en la puerta de la antecámara.
– Mi lord de Cazaril, el roya solicita vuestra presencia en la Torre de Ias.
Cazaril arqueó las cejas, soltó la pluma, y siguió al muchacho, preguntándose qué servicio esperaría ahora el roya de él. Los inesperados antojos de Orico podían resultar un tanto excéntricos. En dos ocasiones había ordenado a Cazaril que lo acompañara en sendas expediciones hasta su zoológico, para realizar tareas que bien pudieran haber llevado a cabo un paje o un mozo, como sujetar las cadenas de sus animales, acercarle cepillos o dar de comer a las bestias. Bueno, no; el roya le había preguntado también acerca de las andanzas de su hermana Iselle, aparentemente sin demasiado entusiasmo. Cazaril había aprovechado la ocasión para transmitirle el espanto que le producía a Iselle la perspectiva de ser embarcada rumbo al Archipiélago, o a cualquier otro principado roknari, y esperaba que el oído del roya estuviera más abierto de lo que daba a entender su somnoliento comportamiento.
El paje lo condujo hasta la estancia alargada del segundo piso en la Torre de Ias que ocupaba de Jironal con su cancillería cuando la corte se trasladaba al Zangre. Estaba flanqueada de estanterías repletas de libros, pergaminos, documentos, y una hilera de las alforjas selladas que utilizaban los correos reales. Los dos guardias con librea que vigilaban la puerta los siguieron al interior y adoptaron sus puestos dentro de la habitación. Cazaril sintió sus miradas fijas en él.
El roya Orico estaba sentado con el canciller detrás de una gran mesa cubierta de papeles. Orico parecía cansado. De Jironal lucía parco e intenso, ataviado con sencillas ropas de la corte, pero con el cuello ceñido por la cadena de su oficio. Un cortesano, al que Cazaril reconoció como sir de Maroc, maestre armero y de guardarropía del roya, estaba de pie junto a un extremo de la mesa. Uno de los pajes de Orico, con aspecto de preocupación, flanqueaba el mueble por el otro lado.
El escolta de Cazaril anunció:
– El castelar de Cazaril, sir -y luego, tras una rápida mirada a su compañero paje, retrocedió discretamente hasta la pared más alejada.
Cazaril hizo una reverencia.
– ¿Sir, mi lord canciller?
De Jironal se atusó la barba entrecana, miró de soslayo a Orico, que se encogió de hombros, y dijo pausadamente:
– Castelar, haced la merced a Su Majestad, por favor, de quitaros la túnica y daros la vuelta.
Un frío desasosiego atenazó la garganta de Cazaril. Mantuvo la boca cerrada, asintió, y deshizo los nudos de su túnica. Se la quitó junto a la capa chaleco y dobló ambas prendas sobre un brazo. Hierático, dio media vuelta con porte marcial, y permaneció inmóvil. A su espalda, oyó que dos hombres contenían el aliento, y que una voz joven murmuraba:
– Os lo dije. Lo había visto.
Ah. Ése paje. Claro.