Alguien carraspeó; Cazaril esperó a que remitiera el rubor de sus mejillas, antes de girarse de nuevo. Con voz firme, preguntó:
– ¿Eso era todo, sir?
Orico, sin saber qué hacer con las manos, dijo:
– Castelar, se murmura… se os acusa… se ha formulado una acusación… dicen que fuisteis acusado de violación en Ibra, y que se os azotó en el cepo.
– Eso es mentira, sir. ¿Quién lo dice? -Miró de soslayo a sir de Maroc, que había palidecido mientras Cazaril estaba de espaldas. De Maroc no estaba al servicio de ninguno de los hermanos Jironal, ni era, que supiera Cazaril, uno de los patibularios sicarios de Dondo… ¿Lo habrían sobornado? ¿O sería un crédulo sincero?
Una voz nítida resonó en el pasillo.
– ¡También yo quiero ver a mi hermano, y de inmediato! ¡Estoy en mi derecho!
Los guardias de Orico se apresuraron a salir de la estancia, y a entrar de nuevo igual de deprisa, arrollados por la rósea Iselle, seguida de una lívida lady Betriz y de sir de Sanda.
Iselle escrutó rápidamente el cuadro vivo que tenía ante ella. Levantó la barbilla, y exclamó:
– ¿Qué significa esto, Orico? ¡De Sanda me ha dicho que has arrestado a mi secretario! ¡Sin avisarme siquiera!
A juzgar por la contracción de la boca del canciller de Jironal, esta intromisión no estaba calculada. Orico agitó ambas manos.
– No, no, arrestado no. Aquí nadie ha arrestado a nadie. Nos hemos reunido para investigar una acusación.
– ¿Qué acusación?
– Una acusación muy seria, rósea, e impropia para vuestros oídos -respondió de Jironal-. Deberíais retiraros.
Ignorándolo flagrantemente, la rósea cogió una silla y se sentó de golpe, cruzándose de brazos.
– Si se trata de una acusación seria contra el siervo más leal de mi casa, sin duda es algo que debo oír. Cazaril, ¿qué sucede?
Cazaril se inclinó ligeramente ante ella.
– Al parecer circula una calumnia, sostenida aún no se sabe por quién, según la cual las cicatrices de mi espalda obedecen al castigo de un crimen.
– El otoño pasado -añadió nerviosamente de Maroc-. En Ibra.
La mirada desorbitada de Betriz y su jadeo indicaban que había tenido ocasión de ver de cerca el amasijo de nudos al seguir a Iselle en su sondeo de la espalda de Cazaril. También sir de Sanda frunció los labios en una mueca.
– ¿Puedo ponerme otra vez la túnica, sir? -preguntó Cazaril, con voz fría.
– Sí, sí. -Orico se apresuró a asentir con un gesto.
– La naturaleza del crimen, rósea -intervino de Jironal, conciliador-, es tal que proyecta serias dudas sobre hasta qué punto se puede considerar a este hombre un siervo leal de vuestra casa o, ya puestos, de la de cualquier dama.
– ¿Qué, violación? -dijo Iselle, con sorna-. ¿Cazaril? Es la mentira más absurda que he escuchado en mi vida.
– Pero -repuso de Jironal-, ahí están las cicatrices.
– Regalo -dijo Cazaril, entre dientes-, de un maestre remero roknari, a cambio de cierto desafío desconsiderado por mi parte. El otoño pasado, frente a las costas de Ibra, eso es cierto.
– Plausible, y sin embargo… extraño -observó de Jironal, con tono juicioso-. Las crueldades de las galeras son legendarias, pero cualquiera pensaría que un maestro remero competente se resistiría a mutilar a un esclavo hasta dejarlo inservible.
Cazaril ensayó una media sonrisa.
– Lo provoqué.
– ¿De qué manera, Cazaril? -quiso saber Orico, que se retrepó y se estrujó la papada con una mano.
– Le enrosqué en el cuello la cadena de mi remo e hice todo lo posible por estrangularlo. Casi lo consigo. Pero me redujeron demasiado pronto.
– Dioses santos -dijo el roya-. ¿Pretendías suicidarte?
– No… no estoy seguro. Creía que ya nada podía enfurecerme, pero… Me habían puesto un nuevo compañero de banco, un muchacho ibrano, tendría unos quince años. También secuestrado, decía, y lo creí. Se adivinaba que provenía de buena familia, era amable, bien hablado, no estaba acostumbrado a los grandes esfuerzos… El sol le produjo unas ampollas terribles, y le sangraban las manos sobre los remos. Asustado, rebelde, avergonzado… me dijo que se llamaba Danni, pero nunca me confesó su apellido. El maestre remero se propuso utilizarlo para fines prohibidos para los roknari, y Danni se revolvió contra él. Antes de que yo pudiera impedírselo. Era una completa locura, pero el muchacho no se daba cuenta… Pensé… bueno, no pensaba con demasiada claridad por aquel entonces, pero supuse que si yo plantaba cara conseguiría impedir que el maestre remero la pagara con él.
– ¿Pagándola contigo en su lugar? -preguntó Betriz.
Cazaril se encogió de hombros. Había propinado un fuerte rodillazo en la ingle al maestre remero, antes de rodearle el cuello con la cadena, para asegurarse de que no tuviera ganas de carantoñas en una semana, pero una semana pasaba volando, ¿y luego qué?
– Fue un gesto inútil. Habría sido inútil, de no ser porque la fortuna quiso que la flotilla naval ibrana se cruzara con nosotros a la mañana siguiente, y nos rescatara a todos.
– Entonces, hay testigos -dijo de Sanda, de un modo alentador-. Un buen número de ellos, al parecer. El muchacho, los galeotes, los marineros ibranos… ¿qué fue del joven?
– No lo sé. Convalecí enfermo en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre de Zagosur durante, durante algún tiempo, y todos se habían dispersado y marchado para cuando, um, me fui.
– Un relato de lo más heroico -dijo de Jironal, en un tono seco bien calculado para recordar a los oyentes de que ésta era la versión de Cazaril. Frunció el ceño, meditabundo, y contempló a la compañía que se había reunido, demorándose un instante en de Sanda, y en la ofendida Iselle-. No obstante… Supongo que podríais solicitar a la rósea un mes de permiso para ir a Ibra y localizar a algunos de esos, ah, testigos convenientemente dispersos. Si es que podéis.
¿Dejar a las muchachas sin protección durante un mes, aquí? Y ¿sobreviviría él al viaje? ¿O lo asesinarían y enterrarían en el bosque a dos horas de caballo de Cardegoss, dejando que la corte infiriera su culpabilidad merced a su supuesta huida? Betriz se llevó una mano a los pálidos labios, pero su mirada furibunda estaba concentrada en de Jironal. Aquí, al menos, había alguien que creía en la palabra de Cazaril antes que en su espalda. Se enderezó un poco.
– No -dijo, al cabo-. He sido calumniado. Es mi palabra jurada contra una habladuría. A menos que dispongáis de mejores pruebas que los rumores del castillo, rebato la mentira. O… ¿de dónde habéis sacado esa historia? ¿La habéis seguido hasta su origen? ¿Quién me acusa… sois vos, de Maroc?
Miró ceñudo al cortesano.
– Explícaselo, de Maroc -invitó de Jironal, con un ademán indiferente.
De Maroc cogió aliento.
– Lo escuché de boca de un tratante de sedas ibrano con el que estaba negociando la ampliación del guardarropa del roya… conocía al castelar, dijo, porque lo había visto en el cepo de los azotes en Zagosur, y se sorprendió mucho al verlo aquí. Dijo que había sido un caso sórdido… que el castelar había abusado de la hija de un hombre que se había apiadado de él y le había ofrecido refugio, y se acordaba perfectamente, por tanto, porque había sido una vileza.
Cazaril se rascó la barba.
– ¿Estáis seguro de que no me confundió con otro hombre?
– No -replicó fríamente de Maroc-, porque conocía vuestro nombre.
Cazaril entornó los ojos. No había lugar a dudas… era una mentira flagrante, comprada y pagada con dinero. Pero ¿de quién era la lengua comprada? ¿Del cortesano, o del mercader?
– ¿Dónde está ahora ese mercader? -intervino de Sanda.
– Partió a Ibra con su caravana, antes de que empiecen las nieves.
En voz baja, Cazaril preguntó: