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– ¿Cuándo, exactamente, os confió este relato?

De Maroc vaciló, haciendo cálculos al parecer, puesto que movía los dedos a los costados como si estuviera contando.

– Se marchó hace tres semanas. Hablamos justo antes de su partida.

Ahora sé quién miente, sí. Cazaril sonrió, sin humor. Que hubiera un verdadero tratante de seda, y que hubiera salido de Cardegoss en esa fecha, era algo que no dudaba. Pero el ibrano se había ido mucho antes de que Dondo intentara sobornarlo con aquella esmeralda, y Dondo no se habría molestado en inventarse este subterfugio para librarse de Cazaril antes de probar a comprarlo directamente. Lamentablemente, no era ésta la línea de razonamiento que pudiera esgrimir Cazaril en su defensa.

– El tratante de sedas -añadió de Maroc-, no tenía motivos para mentir.

Pero tú sí. Me pregunto cuál habrá sido ese motivo.

– ¿Hace más de tres semanas que estáis al corriente de esta seria acusación, y no se os ha ocurrido llamar la atención sobre ella a vuestro señor hasta ahora? Me extraña en vos, de Maroc.

De Maroc lo fulminó con la mirada.

– Si el ibrano se ha ido -dijo Orico, quejumbroso-, es imposible determinar quién dice la verdad.

– Entonces mi lord de Cazaril sin duda recibirá el beneficio de la duda -observó de Sanda, que se mantenía obstinadamente firme-. Quizá vosotros no sepáis quién es, pero la provincara de Baocia, que depositó en él su confianza, sí; había servido a su esposo unos seis o siete años, en suma.

– En su juventud -matizó de Jironal-. Los hombres cambian, ya lo sabéis. Sobre todo tras exponerse a las brutalidades de la guerra. Si cabe alguna duda acerca de este hombre, no debería permitírsele ostentar un puesto tan crítico y, me atrevo a decir -miró a Betriz, con intención-, tentador.

La larga y furiosa inspiración de Betriz se vio interrumpida, quizá oportunamente, por Iselle, que exclamó:

– ¡Oh, monsergas! Inmerso en la brutalidad de la guerra, vos mismo disteis a este hombre las llaves de la fortaleza de Gotorget, que era el ancla de todo el frente de batalla de Chalion en el norte. ¡Es evidente que entonces sí confiabais en él, marzo! Y que no traicionó vuestra confianza.

De Jironal tensó la mandíbula, y esbozó la sombra de una sonrisa.

– Vaya, cuán combativa se ha vuelto Chalion, que incluso nuestras doncellas pretenden darnos consejos sobre estrategia.

– Peores consejos no podrán darnos -gruñó Orico, entre dientes. Sólo una fugaz mirada por el rabillo del ojo delató que de Jironal lo había oído.

Con voz perpleja, de Sanda dijo:

– Sí, ¿y por qué no se pagó el rescate del castelar junto al del resto de sus oficiales cuando rendisteis Gotorget, de Jironal?

Cazaril apretó los dientes. Cierra la boca, de Sanda.

– Los roknari informaron de su muerte -fue la lacónica respuesta del canciller-. Lo habían ocultado para vengarse, asumí, hasta que supe que seguía con vida. Aunque, si el tratante de sedas dijo la verdad, quizá fuera por vergüenza. Debió de escapar entonces, y permaneció en Ibra una temporada, hasta su, um, lamentable detención.

Miró a Cazaril, sólo un instante.

Sabes que es mentira. Yo sé que es mentira. Pero de Jironal no sabía, ni siquiera ahora, con certeza si Cazaril sabía que mentía. No parecía demasiada ventaja. No estaba en posición de contraatacar. Esta calumnia ya había abierto la tierra bajo sus pies, con independencia de cuáles fueran los resultados de las pesquisas de Orico.

– Bueno, pero no entiendo cómo se permitió que su pérdida quedara sin investigar -insistió de Sanda, acuciando con la mirada a de Jironal-. Era el comandante de la fortaleza.

– Si asumisteis que se trataba de una venganza -ahondó Iselle, pensativa-, debisteis de suponer que los roknari habían sufrido numerosas bajas en el campo de batalla gracias a él, vista la magnitud del rencor que le profesaban.

De Jironal hizo una mueca; era evidente que no le gustaba el cariz que estaba adoptando la lógica de aquel discurso. Se arrellanó y desechó la digresión con un aspaviento.

– Así pues, estamos donde empezamos. La palabra de un hombre contra la de otro, y nada que incline la balanza. Sir, os aconsejo prudencia, encarecidamente. Degradad a mi lord de Cazaril a un puesto de menor relevancia o enviádselo de regreso a la viuda de Baocia.

– ¿Y permitir que la difamación quede impune? -balbució casi Iselle-. ¡No! No pienso consentirlo.

Orico se frotó la frente, como si le doliera, y espió de reojo a su flemático consejero en jefe y a su furibunda cohermana. Se le escapó un débil gemido.

– Oh, dioses, cómo detesto estas cosas… -Cambió de expresión, y volvió a enderezarse en su asiento-. ¡Ah! Claro que sí. Tengo justo la solución… justo la solución justa, je, je…

Llamó al paje que había acompañado a Cazaril, y le susurró algo al oído. De Jironal observó, ceñudo, aunque parecía que tampoco él pudo escuchar lo que decía el roya. El paje se marchó corriendo.

– ¿Qué solución proponéis, sir? -inquirió de Jironal, con aprensión.

– No la propongo yo, sino los dioses. Dejaremos que decidan los dioses quién es inocente, y quién miente.

– No estaréis pensando en someter este asunto al juicio por combate, ¿verdad? -El horror que dejaba traslucir la voz de de Jironal era sincero.

Cazaril no pudo por menos de participar de ese horror… al igual que sir de Maroc, a juzgar por la manera en que huía la sangre de su cara.

Orico parpadeó.

– Bueno, vaya, ésa sí que es una idea. -Estudió a de Maroc y a Cazaril-. Parecen justos rivales, en suma. De Maroc es más joven, sí, y hace buen papel en el anillo de entrenamiento, pero la veteranía es un grado.

Lady Betriz miró a de Maroc de soslayo y frunció el ceño, súbitamente preocupada. Cazaril también, por motivos distintos, supuso. De Maroc era un buen duelista. Contra la brutalidad del campo de batalla, resistiría, estimaba Cazaril, quizá unos cinco minutos. De Jironal miró fijamente a los ojos a Cazaril casi por vez primera desde que comenzara este interrogatorio, y Cazaril supo que sus cálculos coincidían. Se le revolvió el estómago al pensar que podía verse obligado a destripar al muchacho, aun cuando fuera un pelele y un mentiroso.

– No sé si el ibrano mentía o no -apostilló de Maroc, precavido-, sólo sé lo que he oído.

– Ya, ya. -Orico desestimó el asunto con un ademán-. Creo que mi plan es mejor.

Sorbió por la nariz, se la frotó con la manga, y esperó. Se hizo un prolongado y enervante silencio, que no se rompió hasta que hubo regresado el paje, para anunciar:

– Umegat, sir.

El atildado mozo de cuadra roknari entró y observó con ligera sorpresa a los reunidos, pero se encaminó directamente a su señor e hizo su reverencia.

– ¿En qué puedo servirle, mi lord?

– Umegat -dijo Orico-. Quiero que salgas y cojas el primer cuervo sagrado que veas, y que lo traigas aquí. Tú -señaló al paje-, ve con él en calidad de testigo. Va, ya, deprisa, deprisa.

Orico recalcó su urgencia con unas palmadas.

Sin evidenciar la menor sorpresa ni vacilación, Umegat se inclinó de nuevo y abandonó la estancia. Cazaril pilló a de Maroc mirando al canciller con una lastimera expresión que parecía indicar ¿Y ahora qué? De Jironal apretó los dientes y se hizo el despistado.

– Bueno -dijo Orico-, ¿cómo lo organizamos? Ya sé… Cazaril, ve y quédate en esa esquina del cuarto. De Maroc, a la otra.

De Jironal entrecerró los ojos, calculando, inseguro. Hizo una discreta seña con la cabeza a de Maroc, indicando el extremo de la estancia en que había una ventana abierta. Cazaril se encontró relegado al rincón más sombrío y cerrado.