– Todo el mundo -Orico señaló a Iselle y su séquito-, apartaos y sed testigos. Tú, tú y tú también -esta vez dirigiéndose a los guardias y el paje restante. Orico se puso en pie y rodeó la mesa para disponer el cuadro vivo a su entera satisfacción. De Jironal se quedó sentado donde estaba, jugueteando con una pluma, ceñudo.
Mucho antes de lo que hubiera esperado Cazaril, regresó Umegat, con un cuervo malhumorado encajado debajo del brazo y el alborozado paje trotando a su alrededor.
– ¿Es ése el primer cuervo que habéis visto? -preguntó Orico al muchacho.
– Sí, mi lord -contestó el paje, sin aliento-. Bueno, había una bandada entera dando vueltas alrededor de la Torre de Fonsa, así que supongo que vimos seis u ocho a la vez. Umegat se quedó plantado en medio del patio con las brazos extendidos y los ojos cerrados, muy quieto. ¡Y éste vino y se posó justo en su manga!
Cazaril se esforzó para ver si aquel pájaro balbuciente, por un casual, echaba de menos dos plumas en la cola.
– Excelente -celebró Orico-. Ahora, Umegat, quiero que te sitúes justo en el centro de la sala y, cuando yo te dé la señal, suelta el cuervo sagrado. ¡Cuando veamos hacia quién vuela, lo sabremos! Un momento… que todo el mundo formule una plegaria antes en silencio para que nos guíen los dioses.
Iselle se compuso, pero Betriz levantó la mirada.
– Pero sir. ¿Qué es lo que sabremos? ¿Volará el cuervo hacia el embustero, o hacia el hombre que dice la verdad?
Miró fijamente a Umegat.
– Oh -dijo Orico-. Hm.
– ¿Y si se queda dando vueltas en círculo? -inquirió de Jironal, delatando un dejo de exasperación en la voz.
Entonces sabremos que los dioses están tan confusos como el resto de nosotros, se dijo Cazaril.
Umegat, acariciando al ave para tranquilizarla, hizo una leve reverencia.
– Puesto que la verdad es sagrada para los dioses, dejemos que el cuervo vuele hacia quien diga la verdad, sir.
No miró a Cazaril.
– Oh, muy bien. Adelante, pues.
Umegat, con lo que Cazaril empezaba a sospechar que era una cierta inclinación teatral, se situó exactamente entre los dos acusados y sostuvo en alto al pájaro en su brazo, abriendo despacio la mano. Permaneció inmóvil un momento, con expresión de pía quietud. Cazaril se preguntó qué pensarían los dioses de la cacofonía de plegarias enfrentadas que sin duda surgían de la estancia en esos momentos. Entonces Umegat lanzó el cuervo al aire y bajó los brazos. El ave graznó y extendió las alas, y desplegó una cola a la que le faltaban dos plumas.
De Maroc abrió los brazos en cruz, esperanzado, con aspecto de estar preguntándose si se le permitiría atrapar al pájaro en pleno vuelo si pasaba cerca de él. Cazaril, a punto de gritar Caz, Caz para asegurarse, se sintió embargado de repente de curiosidad teológica. Él ya conocía la verdad… ¿qué otra cosa podía revelar esta prueba? Se quedó quieto y erecto, con la boca entreabierta, y observó con perturbada fascinación cómo el cuervo ignoraba la ventana abierta y aleteaba directamente hasta posarse en su hombro.
– Bien -dijo en voz baja al ave, cuando ésta le clavó las garras y saltó de una pata a otra-. Bien. -El cuervo ladeó su negro pico, mirándolo con sus inexpresivos ojos de azabache.
Iselle y Betriz comenzaron a saltar y a vitorear, abrazándose y espantando casi al pájaro. De Sanda sonrió, solemne. De Jironal rechinó los dientes; de Maroc parecía levemente horrorizado.
Orico se sacudió las manos gordezuelas.
– Bueno. Esto queda zanjado. Ahora, por los dioses, va siendo hora de cenar.
Iselle, Betriz y de Sanda rodearon a Cazaril como una guardia de honor y lo escoltaron hasta el patio, fuera de la Torre de Ias.
– ¿Cómo sabíais cuándo acudir en mi rescate? -preguntó Cazaril. Subrepticiamente, miró arriba; en esos momentos no había ningún cuervo dando vueltas en el aire.
– Un paje me dijo que pensaban arrestaros esta mañana -dijo de Sanda-, y acudí a la rósea de inmediato.
Cazaril se preguntó si de Sanda, al igual que él, tenía un fondo privado para pagar el servicio de noticias instantáneo de diversos observadores repartidos por el Zangre. Y por qué sus propios informadores no se habían dado un poco más de prisa esta vez.
– Gracias por cubrirme -se tragó las palabras, las espaldas-, el flanco desprotegido. A estas horas ya me habrían expulsado, de no aparecer todos para abogar por mí.
– No hay de qué. Creo que tú habrías hecho lo mismo por mí.
– Mi hermano necesita a alguien que lo apuntale -comentó Iselle, con amargura-. De lo contrario, se inclina hacia donde sople el viento más fuerte.
Cazaril se debatió entre el elogio de su perspicacia y la recriminación de su franqueza. Miró a de Sanda de soslayo.
– ¿Desde cuándo, sabéis, circula por la corte esta historia sobre mí?
Se encogió de hombros.
– Hará cuatro o cinco días, me parece.
– ¡Nosotras acabábamos de enterarnos! -protestó Betriz, indignada.
De Sanda abrió las manos en compungido ademán.
– Probablemente pareciese un asunto demasiado sórdido para vuestros oídos de doncella, mi lady.
Iselle frunció el ceño. De Sanda aceptó las reiteradas gracias de Cazaril y se fue para ver qué hacía Teidez.
Betriz, que se había quedado callada de repente, dijo, en voz baja:
– Ha sido culpa mía, ¿verdad? Dondo ha arremetido contra ti para vengarse por lo del cerdo. ¡Oh, lord Caz, lo siento mucho!
– No, mi lady -repuso firmemente Cazaril-. Dondo y yo tenemos algunas cuentas pendientes que se remontan a antes… antes de Gotorget. -El rostro de la joven se iluminó, para alivio de Cazaril; aun así, aprovechó la ocasión para añadir, con prudencia-: Para qué engañarnos, la broma con el cerdo no fue de ninguna ayuda, y no deberíais hacer nunca más algo parecido.
Betriz exhaló un suspiro, pero luego sonrió, siquiera un poco.
– Bueno, por lo menos dejó de incordiarme. Así que sí que fue de alguna ayuda.
– No niego que eso sea una ventaja, pero… Dondo sigue siendo un hombre poderoso. Os ruego, a las dos, que os mantengáis alejadas de él.
Iselle volvió la vista hacia él. Con voz queda, dijo:
– Estamos sitiadas aquí dentro, ¿verdad? Teidez, yo, toda nuestra casa.
– Espero -suspiró Cazaril-, que no sea tan grave. Pero andaos con más cuidado de ahora en adelante, ¿eh?
Las escoltó de regreso a sus aposentos en el bloque principal, pero no retomó sus cálculos. En vez de eso, volvió a bajar las escaleras a paso largo y pasó junto a los establos camino del zoológico. Encontró a Umegat en la pajarería, persuadiendo a las aves pequeñas para que se dieran un baño de polvo en una palangana llena de cenizas como antídoto contra los piojos. El pulcro roknari, protegido su tabardo por un delantal, lo miró y sonrió.
Cazaril no le devolvió la sonrisa.
– Umegat -comenzó, sin preámbulo-, tengo que saberlo. ¿Elegiste tú al cuervo, o el cuervo te eligió a ti?
– ¿Es que os importa, mi lord?
– ¡Sí!
– ¿Por qué?
Cazaril abrió la boca, la cerró. Al fin comenzó de nuevo, suplicando casi:
– Fue un truco, ¿sí? Los engañasteis, trayendo el cuervo al que doy de comer en mi ventana. Los dioses no intervinieron en esa habitación, ¿verdad?
Umegat arqueó las cejas.
– El Bastardo es el más sutil de los dioses, mi lord. El simple hecho de que algo sea un truco, no significa que no estéis tocado por los dioses. -Añadió, disculpándose-. Me temo que así es como funciona.
Gorjeó para la colorida ave, que parecía haber terminado de aletear en las cenizas, la atrajo hasta su mano con una semilla extraída del bolsillo de su delantal y volvió a meterla en su jaula.
Cazaril lo siguió, protestando.
– Era el cuervo al que di de comer. Claro que voló a mí. También tú lo alimentas, ¿eh?