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– Doy de comer a todos los cuervos sagrados de la Torre de Fonsa. Igual que los pajes y las doncellas, los visitantes del Zangre y los acólitos y divinos de todas las casas del Templo de la ciudad. El milagro de esos cuervos es que no estén demasiado gordos para volar.

Con un giro preciso de muñeca, Umegat cogió otra ave y la sumergió en la bañera de cenizas.

Cazaril se apartó cuando se levantó una nube de cenizas, y frunció el ceño.

– Eres roknari. ¿No profesas la fe quadrena?

– No, mi lord -respondió Umegat, sereno-. Soy un devoto quintariano desde finales de mi juventud.

– ¿Te convertiste al llegar a Chalion?

– No, todavía vivía en el Archipiélago.

– ¿Cómo… es posible que no os ahorcaran por hereje?

– Me subí al barco que iba a Brajar antes de que me capturaran. -La sonrisa de Umegat se alisó.

Conservaba los pulgares, eso era cierto. Cazaril, ceñudo, estudió los delicados rasgos del hombre.

– ¿Qué era tu padre, en el Archipiélago?

– Estrecho de miras. Muy pío, eso sí, a su cuadriculada manera.

– No me refería a eso.

– Lo sé, mi lord. Pero lleva muerto veinte años. Ya no importa. Me conformo con lo que soy ahora.

Cazaril se rascó la barba, mientras Umegat buscaba otra ave colorida.

– Entonces, ¿cuánto hace que eres el mozo en jefe de esta colección de fieras?

– Desde el principio. Hará unos seis años. Vine con el leopardo, y los primeros pájaros. Éramos un obsequio.

– ¿De quién?

– Ah, del archidivino de Cardegoss, y de la Orden del Bastardo. Con ocasión del cumpleaños del roya, ya sabéis. Desde entonces, se han añadido muchos y excelentes animales.

Cazaril sopesó aquellas palabras, un momento.

– Es una colección insólita.

– Sí, mi lord.

– ¿Cómo de insólita?

– Muy insólita.

– ¿No me puedes decir más?

– Os ruego que no me preguntéis más, mi lord.

– ¿Por qué no?

– Porque no deseo mentiros.

– ¿Por qué no? -Todos los demás lo hacen.

Umegat inspiró y sonrió maliciosamente, mirando a Cazaril.

– Porque, mi lord, el cuervo me eligió a mí.

La sonrisa que le devolvió Cazaril resultaba un tanto forzada. Dedicó a Umegat una pequeña reverencia y se retiró.

11

Cazaril salía de su dormitorio, camino del desayuno, tres mañanas después, cuando lo acosó un paje sin resuello, agarrándolo por la manga.

– ¡Mi lord de Cazaril! ¡El alcaide del castillo solicita vuestra presencia de inmediato, en el patio!

– ¿Por qué? ¿Qué sucede? -Obedeciendo la urgencia, Cazaril siguió los pasos del muchacho.

– Sir de Sanda. ¡Fue asaltado anoche por unos bandidos, que le robaron y apuñalaron!

Cazaril aceleró el paso.

– ¿Está malherido? ¿Dónde se encuentra?

– Malherido no, mi lord. ¡Muerto!

Oh, dioses, no. Cazaril dejó atrás al paje y bajó la escalera a toda prisa. Llegó corriendo al patio delantero del Zangre, a tiempo de ver a un hombre con el tabardo del alguacil de Cardegoss, y otro hombre con aspecto de granjero, que descargaban una figura tiesa de lomos de una mula para tenderla sobre el adoquinado. El castellano del Zangre, ceñudo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Un par de guardias del roya asistían a la escena a algunos pasos de distancia, recelosos, como si las heridas de cuchillo pudieran ser contagiosas.

– ¿Qué ha ocurrido? -exigió saber Cazaril.

El campesino, al reparar en su atuendo de cortesano, se quitó el sombrero de lana a modo de saludo.

– Lo he encontrado esta mañana junto al río, sir, cuando bajaba para abrevar el ganado. Los recodos del río… a menudo encuentro cosas enganchadas en los bancos de arena. La semana pasada fue la rueda de un carro. Siempre miro. No aparecen cuerpos muy a menudo, gracias a la Madre de la Misericordia. No desde que se ahogó aquella pobre dama, hace ya dos años… -El hombre del alguacil y él intercambiaron sendos cabeceos de reminiscencia-. Éste no parece que se haya ahogado.

De Sanda tenía aún los pantalones empapados, pero el pelo había dejado de chorrear. Sus descubridores le habían quitado la túnica; Cazaril vio el brocado doblado sobre las ancas de la mula. El agua del río le había limpiado las heridas, que se veían ahora como rajas oscuras en su pálida piel, en la espalda, cuello y estómago. Cazaril contó más de una docena de puñaladas, profundas y ensañadas.

El alcaide del castillo, sentado sobre los talones, señaló un trozo de cuerda deshilachada que rodeaba el cinturón de de Sanda.

– Le cortaron la bolsa. Tenían prisa.

– Pero no fue un simple robo -dijo Cazaril-. Uno o dos de esos golpes habría bastado para derribarlo, para que no ofreciera resistencia. No hacía falta que… querían asegurarse de que estuviera muerto. -¿Querían o quería? No había manera de saberlo, pero de Sanda no se habría dejado reducir fácilmente. Apostó por querían-. Supongo que le quitaron la espada.

¿Habría tenido tiempo de desenvainarla? ¿O había recibido la primera puñalada por sorpresa, de manos de alguien en quien confiaba?

– O se la han quitado o se ha perdido en el río -dijo el granjero-. No habría salido a flote tan deprisa si su peso tirara de él hacia abajo.

– ¿Llevaba encima anillos o joyas? -inquirió el hombre del alguacil.

El castellano asintió.

– Varias, y una anilla de oro en la oreja. Ya no queda nada.

– Quiero su descripción, mi lord -dijo el hombre del alguacil, a lo que el alcaide asintió.

– Sabéis dónde ha aparecido -dijo Cazaril, dirigiéndose al hombre del alguacil-. ¿Sabéis también dónde se produjo el ataque?

El hombre negó con la cabeza.

– Es difícil saberlo. En alguna parte de los lechos, tal vez. -El punto más bajo de Cardegoss, social y topográficamente, enclavado a ambos lados de la pared que separaba los dos ríos-. Sólo hay media docena de lugares en los que alguien podría arrojar un cuerpo por la muralla de la ciudad y asegurarse de que se lo llevaría la corriente. Algunos son más solitarios que otros. ¿Cuándo lo vio alguien por última vez?

– Yo cené con él -respondió Cazaril-. No me dijo que tuviera pensado bajar a la ciudad. -También en el Zangre había un par de sitios desde los que se podía lanzar un cuerpo a los ríos…-. ¿Tiene rotos los huesos?

– No que se aprecie, sir -dijo el hombre del alguacil. El pálido cadáver no presentaba grandes magulladuras.

El interrogatorio de los guardias del castillo desveló que de Sanda había salido del Zangre, solo y a pie, en torno a la mitad de la ronda de la noche anterior. Cazaril renunció a su propósito inicial de registrar hasta la última baldosa de la vasta extensión de pasillos y nichos del Zangre en busca de nuevas manchas de sangre. Más tarde, ya por la tarde, los hombres del alguacil encontraron a tres personas que dijeron haber visto al secretario del róseo bebiendo en una taberna en los lechos, de la que partió solo; una de ellas juró que había salido haciendo eses. A Cazaril le hubiese gustado tener a ese testigo para él solo unos instantes en cualquiera de las celdas de gruesas paredes de piedra del Zangre que poblaban los viejos túneles excavados bajo los ríos. Allí podría haberle sonsacado una verdad más convincente. Cazaril no había visto beber a de Sanda hasta embriagarse, nunca.

Recayó sobre Cazaril la labor de hacer inventario de la magra pila de posesiones de de Sanda, y embalarlas para subirlas a una carreta que habría de llevárselas al hermano mayor superviviente del hombre, en alguna parte de las provincias de Chalion. Mientras los hombres del alguacil rastreaban los lechos, en vano, estaba seguro Cazaril, en busca de los supuestos bandidos, él se dedicó a investigar hasta el último trozo de papel que encontró en la habitación de de Sanda. Mas si había recibido alguna falaz asignación con la intención de atraerlo a los lechos, o bien había sido verbal o se la había llevado consigo.