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Al carecer de Sanda de parientes próximos por los que esperar, el funeral se celebró al día siguiente. Los servicios contaron con la sombría presencia del róseo y la rósea, acompañados de sus respectivas casas, por lo que también asistieron diversos cortesanos ávidos de sus favores. La ceremonia de despedida, celebrada en la cámara del Hijo frente al patio principal del templo, fue breve. Cazaril cayó en la cuenta de cuán solitario había sido de Sanda. No hubo amigos que se amontonaran a la cabecera de su féretro para verter prolijos elogios con los que consolarse mutuamente. Sólo Cazaril pronunció unas palabras formales de pesar en nombre de la rósea, consiguiendo recitarlas sin el bochorno de tener que consultar el papel sobre el que las había compuesto apresuradamente esa misma mañana, y que guardaba en una manga.

Cazaril se apartó del féretro para dejar sitio a la bendición de los animales y fue a situarse junto al pequeño grupo de asistentes ante el altar. Los acólitos, vestido cada uno con los colores del dios de su elección, trajeron sus criaturas y rodearon el féretro situándose en cinco lugares equidistantes. En los templos campestres, se utilizaban para este rito los más variopintos animales; Cazaril había visto cómo se celebraba uno -con éxito- en el que la difunta hija de un hombre pobre era asistida por un solo acólito cargado con un cesto lleno con cinco gatitos, cada uno con un lazo de distinto color rodeándole el cuello. Los roknari a menudo utilizaban pescado, aunque de cuatro en cuatro, no cinco; los divinos quadrenos los señalaban con tintes e interpretaban la voluntad de los dioses según los dibujos que resultaban de su deambular por una bañera. Con independencia de los medios, la profecía era el único y diminuto milagro que concedían los dioses a todas las personas, por humildes que fueran, en el momento de su muerte.

El templo de Cardegoss disponía de los recursos necesarios para ofrecer los más bellos de los animales sagrados, seleccionados apropiadamente en función de su color y sexo. La acólita de la Hija, con sus hábitos azules, portaba una bonita hembra de arrendajo azul, nacida aquella primavera. La mujer de la Madre, de verde, sostenía en un brazo un gran pájaro verde, pariente cercano, pensó Cazaril, de los que mimaba Umegat en el zoológico del roya. El acólito del Hijo, con sus ropajes rojos y naranjas, traía un espléndido perro zorro, cuyo pelaje bruñido parecía refulgir como el fuego en las lóbregas sombras de la resonante cámara abovedada. El acólito del Padre, de gris, llegó precedido de un robusto, anciano, e inmensamente dignificado lobo gris. Cazaril esperaba que la acólita del Bastardo, vestida de blanco, trajera uno de los cuervos sagrados de Fonsa, pero en vez de eso se presentó con un par de rollizas e inquisitivas ratas blancas.

El divino se postró rogando a los dioses que hicieran una señal, antes de situarse junto a la cabeza de de Sanda. Los coloridos acólitos incitaron a sus respectivas criaturas a salir al frente. Impulsado por un giro de su acólita, el arrendajo azul batió las alas, pero volvió a posarse en su hombro, al igual que el ave verde de la Madre. El perro zorro, liberado de su cadena de cobre, husmeó, se acercó al féretro, gañó, dio un salto y se acurrucó junto a de Sanda. Descansó el hocico sobre el corazón del difunto, y suspiró audiblemente.

El lobo, obviamente ducho en estas lides, no evidenció interés alguno. La acólita del Bastardo soltó sus ratas sobre el enlosado, pero se limitaron a subírsele por las mangas, frotaron el hocico contra sus orejas, la emprendieron a mordiscos con su pelo y hubo que desenredarlas.

El día no deparaba sorpresas. A menos que las personas se hubieran dedicado expresamente a otro dios, el alma sin hijos solía ir a parar a la Hija o al Hijo, los padres fallecidos a la Madre o al Padre. De Sanda era un hombre sin hijos y había cabalgado en calidad de lego dedicado de la orden militar del Hijo en su juventud. Era natural que su alma fuera acogida por el Hijo. Aunque no sería la primera vez que, en este momento del funeral, la familia del difunto descubría que el pariente cuya muerte lloraban tenía un hijo secreto en alguna parte. El Bastardo acogía a todos los de Su orden… y a aquellos cuyas almas desdeñaban los dioses mayores. El Bastardo era el dios del último recurso, el refugio definitivo, aunque ambiguo, para quienes habían convertido su vida en un desastre.

Obedeciendo la clara elección del elegante zorro del otoño, el acólito del Hijo se dispuso a concluir la ceremonia, otorgando la bendición especial de su dios al alma separada de de Sanda. Los asistentes desfilaron junto al féretro y colocaron pequeñas ofrendas en el altar del Hijo en nombre del difunto.

Cazaril estuvo a punto de clavarse las uñas en las palmas cuando vio a Dondo de Jironal dando muestras de pío pesar. Teidez estaba pávido y callado, lamentando, esperaba Cazaril, las airadas quejas que había vertido sobre su estricto pero leal secretario tutor en vida de éste; su ofrenda fue un considerable montón de oro.

También Iselle y Betriz se cerraron en su mutismo, tanto entonces como más tarde. Apenas si comentaron el zumbido de murmullos referentes al asesinato que circulaba por la corte, salvo para rechazar las invitaciones a visitar la ciudad y encontrar excusas para asegurarse de que Cazaril seguía con vida entre cuatro y cinco veces todas las noches.

La corte teorizaba sobre el misterio. Se aprobaron nuevos y más draconianos castigos para la escoria tan peligrosa y mezquina que eran los cortabolsas y los salteadores de caminos. Cazaril no dijo nada. La muerte de de Sanda no tenía misterio para él, aparte de cómo conseguir reunir las pruebas que incriminaran a los Jironal. Le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, pero se sentía impotente. No se atrevía a iniciar el proceso hasta disponer de todos los pasos claros hasta el final, por miedo a despertar una mañana apartado del caso por culpa de una raja en la garganta.

A menos, decidió, que fuera falsamente acusado algún desdichado salteador o cortabolsas. En cuyo caso él… ¿qué? ¿Qué valor tenía ahora su palabra, después de la fallida calumnia acerca de sus cicatrices? La mayor parte de la corte se había dejado impresionar por el testimonio del cuervo… pero no toda. Era fácil distinguir a unos de otros, por el modo en que apartaban sus capas de Cazaril algunos caballeros, o la manera en que las damas rehuían el contacto con él. Pero la oficina del alguacil no presentó ningún campesino a modo de chivo expiatorio, y el jolgorio reavivado de la corte cubrió el desagradable incidente igual que cubre una costra una herida.

Asignaron un nuevo secretario a Teidez, escogido a dedo por el mayor de los de Jironal entre los miembros de la cancillería del roya. Era un tipo enjuto, a todas luces lacayo del canciller, y no hizo ademán de querer trabar amistad con Cazaril. Dondo de Jironal se hizo el público propósito de distraer al joven róseo de su pesar proporcionándole los más deleitosos pasatiempos. Deleitosos hasta qué punto, lo pudo comprobar Cazaril sin esfuerzo, sólo con fijarse en el desfile de rameras e individuos de mala catadura que entraban y salían de la cámara de Teidez bien entrada la noche. En cierta ocasión, Teidez entró a trompicones en la habitación de Cazaril, aparentemente incapaz de distinguir una puerta de otra, y vomitó a sus pies una escancia de vino tinto. Cazaril lo condujo, ciego y enfermo, hasta donde se encontraban sus sirvientes para que lo limpiaran.

El momento más conflictivo para Cazaril, no obstante, tuvo lugar la noche que captó un destello verde en la mano del capitán de la guardia de Teidez, el hombre que había cabalgado con ellos desde Baocia. El que antes de partir había jurado ante la madre y la abuela, solemnemente y con la rodilla en el suelo, que protegería a ambos jóvenes con su vida… Cazaril prendió la mano del capitán cuando se cruzaron, deteniéndolo en seco. Contempló la conocida gema biselada.