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– Esto vincula a los de Jironal a mí… y a Teidez.

– ¡Di más bien que nos vincula a nosotros a ellos! ¡Me parece a mí que la ventaja no está bien repartida!

– Dijiste que no querías casarte con un príncipe roknari, y no te he dado a ninguno. Y no te creas que ha sido por falta de oportunidades… Esta estación ya he dicho que no en dos ocasiones. ¡Piensa en eso, y da las gracias, querida hermana!

Cazaril no estaba seguro de si Orico amenazaba o imploraba.

– No querías salir de Chalion -continuó-. Pues bien, no saldrás de Chalion. Querías casarte con un lord quintariano… te he dado uno, ¡un santo general, nada menos! Además -concluyó, petulante-, si te entregara a un poder demasiado próximo a mis fronteras, podrían utilizarte como excusa para reclamar parte de mis tierras. Esto es lo mejor para garantizar la paz futura en Chalion.

– ¡Lord Dondo tiene cuarenta años! ¡Es un ladrón corrupto e impío! ¡Un desfalcador! ¡Un libertino! ¡Peor aún! ¡Orico, no puedes hacerme esto! -Comenzaba a alzar la voz.

– No pienso escucharte -dijo Orico, y se tapó las orejas con las manos-. Tres días. Hazte a la idea y repasa tu vestuario. -Huyó de ella como quien escapa de una torre en llamas-. ¡No pienso escucharte!

Hablaba en serio. En cuatro ocasiones aquella tarde intentó Iselle buscarlo en sus aposentos para exponer su rechazo, y en cuatro ocasiones pidió a sus guardias que la expulsaran. Después de aquello, salió del Zangre a caballo para alojarse en una cabaña de caza emplazada en la profundidad del robledal, en un gesto de notable cobardía. Cazaril deseó tan sólo que el agujero tuviera goteras y que la lluvia helada cayera sobre la regia cabeza.

Cazaril durmió mal aquella noche. Cuando se aventuró a subir las escaleras por la mañana, se encontró con tres mujeres desaliñadas que tenían pinta de no haber pegado ojo.

Iselle, ojerosa, le tiró de la manga para que entrara en su salón, lo sentó junto a la ventana, y bajó la voz hasta convertirla en un feroz susurro.

– Cazaril. ¿Puedes conseguir cuatro caballos? ¿O tres? ¿O dos, o aunque sea uno? He estado pensando. Me he pasado toda la noche pensando. No me queda sino huir.

Cazaril suspiró.

– Yo también he estado pensando. Para empezar, me vigilan. Cuando salí anoche para despedir al roya, dos de sus guardias me siguieron. Para protegerme, decían. Podría matar o sobornar a uno… pero dos, lo dudo.

– Podríamos salir a caballo como quien va de caza.

– ¿Con esta lluvia? -Cazaril hizo un gesto para indicar la persistente llovizna que dejaba traslucir la alta ventana, y que cubría el valle de niebla hasta el punto de que ni siquiera podía verse el río en el fondo, convirtiendo las ramas desnudas en trazos negros sobre fondo gris-. Y aunque nos dejaran salir a caballo, sin duda nos pondrían una escolta armada.

– Si pudiéramos sacarles ventaja…

– Si pudiéramos, ¿y luego qué? Si nos alcanzan, ¡cuando nos alcanzaran!, en la carretera, lo primero que harían sería bajarme del caballo y cortarme la cabeza, y abandonar mi cuerpo a los zorros y los lobos. Y luego os traerían de vuelta. Y si por algún milagro no nos dieran alcance, ¿dónde iríamos?

– A la frontera. Cualquier frontera.

– Brajar e Ibra del Sur os enviarían de regreso, para congraciarse con Orico. Los cinco principados o el Zorro de Ibra os retendrían prisionera. Darthaca… eso significaría cruzar media Chalion y todo el Sur de Ibra. Me temo que no es posible, rósea.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -La desesperación teñía su joven voz.

– Nadie puede forzar un matrimonio. Ambas partes deben consentir libremente ante los dioses. Si tenéis el coraje de plantaros y decir No, no podrá salir adelante. ¿No os creéis con fuerzas para hacerlo?

Iselle tensó los labios.

– Desde luego. ¿Y entonces? Ahora me parece que eres tú el que no lo ha pensado bien. ¿Crees que lord Dondo se rendiría sin más, llegado a ese punto?

Cazaril meneó la cabeza.

– No tiene validez si lo imponen, y todo el mundo lo sabe. Aférrate a esa idea.

Iselle sacudió la cabeza, debatiéndose entre el desconsuelo y la exasperación.

– No lo entiendes.

Cazaril hubiera pensado que su reticencia se debía a la tozudez inherente a la juventud, hasta que Dondo en persona llegó esa tarde a la cámara de la rósea para persuadir a su prometida de que se mostrara más conforme. Las puertas del salón de Iselle permanecieron abiertas, pero había un guardia armado apostado ante cada una de ellas, manteniendo a raya a Cazaril por un lado y a Nan de Vrit por el otro. Cazaril se perdió una de cada tres palabras de la furiosa discusión susurrada que se desató entre el obstinado cortesano y la pelirroja doncella. Pero, al cabo, Dondo salió a paso largo con una expresión de salvaje satisfacción en el semblante, e Iselle se desplomó en la silla junto a la ventana, respirando con dificultad, tan desgarrada estaba por el terror y la furia.

Se abrazó a Betriz y sollozó:

– Me ha dicho… que si no accedía, me tomaría de todos modos. Le he dicho, Orico no te permitiría violar a su hermana. Y él, ¿por qué no? Nos deja violar a su mujer. Cuando la royina Sara seguía sin concebir, y sin concebir, y se vio que Orico era demasiado impotente para engendrar un bastardo sin importar cuántas damas y doncellas y putas le trajeran, y, y cosas aún más repugnantes, los Jironal lo convencieron finalmente para que les permitiera probar a ellos, y… Dondo ha dicho, que su hermano y él lo intentaron todas las noches durante un año, de uno en uno o los dos a la vez, hasta que ella amenazó con quitarse la vida. Dijo que me jodería hasta plantar su germen en mi vientre, y que cuando estuviera tan hinchada que me creería explotar, le suplicaría de rodillas que se casara conmigo. -Parpadeó y miró a Cazaril con los ojos cuajados de lágrimas, tirantes los labios sobre los dientes apretados-. Me dijo que me crecería mucho la tripa, porque soy baja. ¿Cuánto valor crees que necesito para pronunciar ese simple No, Cazaril? ¿Y qué pasa si el coraje no sirve de nada, de nada en absoluto?

Pensaba que el único lugar donde el coraje no servía de nada era a bordo de una galera roknari. Me equivocaba. Abatido, susurró:

– No lo sé, rósea.

Iselle, atrapada y desesperada, se refugió en el ayuno y la oración; Nan y Betriz ayudaron a erigir un altar portátil a los dioses en sus aposentos y lo decoraron con todos los símbolos de la Dama de la Primavera que pudieron encontrar. Cazaril, seguido de sus dos guardias, bajó a Cardegoss y encontró a un vendedor de flores que ofrecía violetas cultivadas, fuera de temporada, que compró para colocar en un jarrón de cristal con agua encima del ara. Se sentía estúpido e inútil, pero la rósea derramó una lágrima en su mano cuando le dio las gracias. Iselle, negándose a probar bocado y a beber, yacía de espaldas en el suelo en actitud de profunda suplicación, tan parecida a la royina Ista aquella primera vez que la viera Cazaril en la sala de los ancestros de la provincara que se sintió turbado y huyó de la estancia. Dedicó horas a pasear por el Zangre, procurando pensar, e imaginando únicamente horrores.

Más tarde aquel mismo día, la dama Betriz lo llamó a la antecámara que hacía las veces de despacho y que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar de frenética pesadilla.

– ¡Tengo la respuesta! -le dijo-. Cazaril, enséñame a matar a un hombre con un cuchillo.

– ¿Cómo?

– Los guardias de Dondo no son tan tontos para permitir que tú te acerques a él. Pero yo estaré junto a Iselle el día de su boda, para hacer de testigo, y pronunciar las respuestas. Nadie se lo esperará de . Esconderé el cuchillo en mi corpiño. Cuando Dondo se aproxime, y se agache para besarle la mano a Iselle, podré apuñalarlo, dos, tres veces antes de que nadie pueda detenerme. Pero no sé dónde y cómo cortar, para estar segura. El cuello, sí, pero ¿qué parte? -Muy seria, extrajo un pesado puñal de los pliegues de sus faldas y se lo ofreció-. Enséñame. Podemos practicar, hasta que sea muy rápida y precisa.