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– ¡Dioses, no, lady Betriz! ¡Renuncia a esta locura! Te detendrían… ¡te ahorcarían, más tarde!

– Con tal de matar antes a Dondo, subiré satisfecha al cadalso. Juré proteger la vida de Iselle con la propia. Pienso cumplir mi promesa.

Sus ojos castaños refulgían en el pálido rostro.

– No -rebatió Cazaril, con firmeza, quitándole el cuchillo sin intención de devolvérselo. Además, ¿de dónde lo había sacado?-. Ésta no es tarea para una mujer.

– Yo diría que es tarea para quien tenga ocasión de llevarla a cabo. Yo la tengo. ¡Enséñame!

– Mira, no. Tú… espera. Voy, voy a intentar una cosa, a ver qué puedo hacer.

– ¿Puedes matar tú a Dondo? Iselle está ahí dentro, rezando a la Dama para que la mate a ella o a Dondo antes del enlace, le da igual quién. Bueno, a no. Creo que es Dondo el que debería morir.

– Estoy completamente de acuerdo. Mira, lady Betriz. Tú espera, sólo espera. Veré qué puedo hacer.

Si los dioses no responden a vuestras plegarias, lady Iselle, por los dioses que yo lo intentaré.

Pasó horas el día siguiente, en vísperas de la boda, intentando perseguir a lord Dondo por todo el Zangre igual que a un jabalí en un bosque de piedra. En ningún momento se puso a su alcance. Hacia media tarde, Dondo regresó al gran palacio que tenían los Jironal en la ciudad, y Cazaril no pudo traspasar sus puertas ni sus muros. La segunda vez que lo intentó, los zagalones de Dondo lo expulsaron, uno lo sujetó mientras el otro le propinaba repetidos golpes en el pecho, el estómago y la ingle, convirtiendo el regreso al Zangre en un lento zigzag. Los guardias del roya, a los que había sorteado perdiéndolos en los callejones de Cardegoss, llegaron a tiempo de presenciar la paliza y el serpenteo de regreso al castillo. No intervinieron en ningún caso.

En un brote de inspiración, se acordó del pasadizo secreto que discurría entre el Zangre y el gran palacio de los Jironal cuando éste pertenecía a lord de Lutez. Ias y de Lutez lo utilizaban durante el día, para conferenciar, o de noche, para sus amoríos, según quién contara la historia. El túnel, descubrió, era ahora tan secreto como la calle principal de Cardegoss y estaba vigilado por guardias apostados en ambos extremos, que a su vez estaban taponados por puertas con cerradura. Su intento de soborno le ganó diversos empellones y vituperios, amén de la amenaza de otra paliza.

Menudo asesino estoy hecho, pensó amargamente, mientras se retiraba a su dormitorio y caía la noche, y se desplomó en la cama con un quejido. Con la cabeza martilleando y el cuerpo dolorido, permaneció inmóvil un rato, antes de infundirse los ánimos suficientes para encender una vela. Tenía que subir las escaleras y ver cómo estaban las damas, pero no se sentía con fuerzas de resistir los llantos. Ni de informar de su fracaso a Betriz, ni de escuchar lo que fuera a pedirle a continuación. Si no era capaz de matar a Dondo, ¿con qué derecho podría intentar disuadirla de sus intenciones?

Daría mi vida gustoso, con tal de impedir la abominación que tendrá lugar mañana…

¿De veras es eso lo que sientes?

Se sentó, rígido, preguntándose si esa última voz era la suya. Había movido un poco la lengua entre los dientes, como acostumbraba cuando murmuraba para sí. .

Se acercó al pie de la cama, se arrodilló, y abrió la tapa de su baúl. Rebuscó entre la ropa doblada, aromatizada con clavo para alejar la polilla, hasta dar con la capa chaleco de terciopelo negro que envolvía una túnica de lana marrón. Que envolvía un cuaderno de notas en clave que no había terminado de descifrar cuando el artero juez había huido de Valenda, cuando ya era demasiado tarde para devolverlo al Templo sin tener que dar embarazosas explicaciones. No me sobra el tiempo. Quedaba un tercio del cuaderno sin traducir. Olvídate de todos los experimentos fallidos. Ve a la última página, ¿eh?

El pobre cifrado dejaba entrever la desesperación del tratante de lana, con una especie de extraña y llamativa simplicidad. Absteniéndose de sus anteriores elaboraciones bizarras, había apelado finalmente no a la magia, sino a la simple oración. Únicamente la rata y el cuervo para transmitir su súplica, únicamente velas para iluminar el camino, únicamente hierbas para infundirle ánimo con su fragancia y purificar su voluntad; una rogativa depositada sinceramente en el altar del dios. Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

Ésas eran las últimas palabras anotadas en el cuaderno.

Puedo hacerlo, pensó Cazaril, maravillado.

Y si él fracasaba… aún quedaban Betriz y su cuchillo.

No fracasaré. He fracasado prácticamente en todo en mi vida. No puedo fracasar en la muerte.

Deslizó el libro bajo su almohada, cerró la puerta con llave tras él, y partió en busca de un paje.

El somnoliento muchacho que seleccionó aguardaba en el pasillo las órdenes de los señores y damas que cenaban en el salón de banquetes de Orico, donde la ausencia de Iselle era sin duda motivo de habladurías, ni siquiera susurradas, puesto que ninguno de los aludidos se encontraba presente. Dondo jaraneaba en privado en su palacio, con sus incondicionales; Orico seguía refugiándose en el bosque.

Sacó un real de oro de su bolsa y lo sostuvo en alto, su sonrisa enmarcada por la O del índice y el pulgar.

– Oye, muchacho. ¿Te gustaría ganarte un real?

Los pajes del Zangre habían aprendido a recelar; un real bastaba para comprar algunos servicios verdaderamente íntimos a quienes se dedicaban a venderlos. Y bastaba para inspirar cautela en quienes no se dedicaban a tales juegos.

– ¿Qué hay que hacer, mi lord?

– Búscame una rata.

– ¿Una rata, mi lord? ¿Para qué?

Ah. Para qué. ¡Para qué va a ser, para poder perpetrar el crimen de la magia de la muerte contra el segundo lord más poderoso de Chalion, para qué si no! No.

Cazaril apoyó los hombros en la pared, y esbozó una sonrisa de confidencialidad.

– Durante mi estancia en la fortaleza de Gotorget, hace tres años, cuando el asedio (¿sabías que yo era su comandante? Hasta que nuestro valiente general vendió la fortaleza sin consultarnos, claro está), aprendimos a comer ratas. A veces echo de menos el sabor de un buen muslo de rata tostado a la llama de una vela. Encuéntrame una bien gorda y jugosa, y tendrás la pareja de esta moneda. -Cazaril la depositó en la mano del paje y se relamió, preguntándose qué imagen de loco debía de estar ofreciendo. El paje se apartó de él-. ¿Sabes cuál es mi habitación?

– Sí, mi lord.

– Pues llévamela allí. En una bolsa. Y date prisa. Tengo hambre.

Cazaril se alejó, riéndose. Riéndose de verdad, sin fingir. Una extraña y salvaje alegría le embargaba el corazón.

El regocijo duró hasta que hubo regresado a su dormitorio y se sentó para planificar el resto de su complot, su siniestra plegaria, su suicidio. Era de noche; el cuervo no volaría hasta su ventana a estas horas, ni siquiera a cambio del mendrugo que había afanado en el salón de banquetes antes de regresar al bloque principal. Giró el trozo de pan en las manos. Los cuervos se posaban en la Torre de Fonsa. Si ellos no volaban a él, él se arrastraría hasta ellos, por el tejado de pizarra. ¿A oscuras? ¿Y regresar luego a su cámara, con un bulto vociferante bajo el brazo?