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No. El bulto sería la rata dentro de una bolsa. Si practicaba la misa allí, a la sombra del tejado roto sobre cualquier plataforma calcinada y tambaleante que permaneciera aún en pie, sólo tendría que cubrir el trayecto en una dirección. Y… la magia de la muerte ya había surtido efecto allí en una ocasión, ¿eh? Con resultados espectaculares, para el abuelo de Iselle. ¿Prestaría su ayuda el espíritu de Fonsa al impío paladín de su nieta? Su torre era un lugar cargado de peligro, consagrado al Bastardo y sus mascotas, sobre todo de noche, a medianoche bajo la fría lluvia. Nadie encontraría jamás el cuerpo de Cazaril, ni le darían sepultura. Los cuervos se cebarían con sus despojos, justo pago por el atentado que planeaba perpetrar contra su desventurado camarada. Los animales eran inocentes, incluso los torvos cuervos; sin duda esa inocencia los hacía un poco sagrados a todos.

El desconfiado paje llegó mucho antes de lo que había calculado Cazaril, portando una bolsa que se retorcía. Cazaril examinó su contenido -la siseante y enfadada rata debía de pesar tres cuartos de kilo- y pagó. El paje se guardó la moneda y se alejó, mirando por encima del hombro. Cazaril cerró con fuerza la boca de la bolsa y la encerró en su baúl para evitar la fuga de la sentenciada prisionera.

Se quitó las ropas de la corte y se puso la túnica y la capa chaleco de lana que llevaba encima el lanero cuando murió, a modo de amuleto. ¿Botas, zapatos, descalzo? ¿Qué sería lo más seguro, pensando en las resbaladizas piedras y pizarras? Optó por ir descalzo. Pero se calzó los zapatos para realizar una última expedición práctica.

– ¿Betriz? -susurró audiblemente a la puerta de su antecámara-. ¿Lady Betriz? Sé que es tarde… ¿puedes asomarte?

Seguía estando completamente vestida, aún pálida y exhausta. Le permitió cogerle las manos, y apoyó la frente brevemente en su pecho. La cálida fragancia de su cabello lo transportó por un vertiginoso instante a su segundo día en Valenda, de pie junto a ella entre la multitud que abarrotaba el Templo. Lo único que no había cambiado desde aquel dichoso momento era su lealtad.

– ¿Cómo se encuentra la rósea? -quiso saber Cazaril.

Betriz alzó la mirada, a la tenue luz de la vela.

– Reza sin cesar a la Hija. No come ni bebe desde ayer. No sé dónde están los dioses, ni por qué nos han abandonado.

– Hoy no he podido matar a Dondo. No he podido acercarme.

– Me lo imaginaba. De lo contrario, ya habríamos oído algo.

– Me queda una última cosa por intentar. Si no resulta… Regresaré por la mañana, y veremos qué podemos hacer con tu cuchillo. Pero sólo quería que supieras… si no vuelvo por la mañana, no os preocupéis. Ni me busquéis.

– ¿No irás a abandonarnos? -Sus manos temblaron asiendo las de Cazaril.

– No, nunca.

Betriz parpadeó.

– No lo comprendo.

– No pasa nada. Cuida de Iselle. No confíes en el canciller de Jironal, nunca.

– Eso no hace falta que me lo digas.

– Otra cosa. Mi amigo Palli, el marzo de Palliar, conoce la verdadera historia de mi traición después de lo de Gotorget. Cómo nació mi enemistad con Dondo… da igual, pero Iselle debería saberlo, su hermano mayor me borró deliberadamente de la lista de hombres a rescatar, enviándome así a las galeras y a la muerte. No tengo ninguna duda. Vi la lista, redactada con su letra, que conocía de sobra al haberla visto en repetidas órdenes militares.

Betriz siseó entre dientes.

– ¿No se puede hacer nada?

– Lo dudo. Si pudiera demostrarlo, casi la mitad de los señores de Chalion se negarían a seguir cabalgando bajo su estandarte. Quizá eso fuera suficiente para derrotarlo. O no. Es un dardo que puede guardar Iselle en su aljaba; a lo mejor algún día se le presenta la ocasión de dispararlo.

Contempló el rostro de la muchacha, vuelto hacia el suyo, marfil y coral y profundos, profundos ojos de ébano, inmensos a la tenue luz. Con torpeza, se inclinó y la besó.

Betriz contuvo el aliento; luego se rió, sobresaltada, y se llevó la mano a la boca.

– Perdona. La barba rasca.

– Lo… lo siento. Palli será un marido honorable, si te sientes atraída por él. Es muy íntegro. Tanto como tú. Dile que te lo he dicho.

– Cazaril, ¿qué piensas…?

Nan de Vrit llamó desde los aposentos de la rósea:

– ¿Betriz? ¿Puedes venir, por favor?

Ahora debía marcharse con todo, incluso con el arrepentimiento. Le besó las manos, y huyó.

El gateo nocturno por el tejado del Zangre, desde el bloque principal hasta la Torre de Fonsa, fue todo lo vertiginoso que había anticipado Cazaril. Seguía lloviendo. La luna resplandecía sincopadamente entre las nubes, pero su lúgubre fulgor no era de gran ayuda. El firme era o bien arenoso o bien pavorosamente resbaladizo bajo las plantas de los pies, entumecidas por el frío. La peor parte fue el último abismo de más de metro y medio de ancho que hubo de salvar de un salto para aterrizar en la cima de la torre redonda. Por suerte, hubo de saltar hacia abajo y no hacia arriba, por lo que no resultó en un puro suicidio, destrozado, despachurrado contra el empedrado.

Con la bolsa revolviéndose en una mano, siseando de forma entrecortada entre los labios ateridos, se agazapó, temblando, después del salto, apoyado en un amasijo de tejas de pizarra que sentía untuosas a causa de la lluvia. Se imaginó cómo se soltaba una, cómo se hacía añicos contra los adoquines en el suelo, llamando la atención de los guardias sobre lo que ocurría allí arriba… Despacio, se abrió camino hasta la oscura abertura del tejado desplomado. Se sentó en el borde, y tanteó con los pies. No encontró ninguna superficie sólida. Aguardó a que reapareciera la luna; ¿era el suelo, eso que vislumbraba abajo? ¿O un trozo de viga? Barruntó un cuervo, en la oscuridad.

Permaneció los diez minutos siguientes al filo, intentando controlar el temblor de sus manos, encender el taco de vela que guardaba en un bolsillo, a tientas, con yesca y pedernal sobre su regazo. Consiguió quemarse, pero logró prender una pequeña llama al final.

Era una viga, y un trecho de suelo basto. Alguien había apuntalado concienzudamente el interior de la torre tras el incendio, presumiblemente a fin de sustentar las piedras para que no se cayeran sobre la cabeza de nadie. Cazaril contuvo la respiración y se dejó caer a una plataforma sólida, si bien pequeña y astillada. Colocó el trozo de vela en una grieta entre dos tablas y encendió otra con su llama, sacó el mendrugo y el afilado puñal de Betriz, y miró en rededor. Coge un cuervo. Claro. Qué sencillo le había parecido en su dormitorio. Ahora ni siquiera podía ver ningún cuervo en medio de aquellas sombras oscilantes.

Un aleteo junto a su cabeza, provocado por un ave que aterrizó en la barandilla, a punto estuvo de provocarle un infarto. Temblando, le tendió un pedazo de pan. El pájaro se lo arrebató de la mano y escapó volando. Cazaril maldijo, antes de respirar hondo y tranquilizarse. Pan. Cuchillo. Velas. Bolsa. Hombre de rodillas. ¿Serenidad? Apenas.

Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

El cuervo, o su hermano gemelo, regresó.

– ¡Caz! ¡Caz! -gritó, no muy alto. Pero el eco despertó ecos por toda la torre, extrañamente resonante.

– Vale -resopló Cazaril-. Estupendo.

Sacó la rata de su bolsa, apoyó el cuchillo en su garganta, y susurró:

– Corre a reunirte con tu señor con mi plegaria.

Con un movimiento seco, vertió su sangre; el líquido cálido y oscuro le bañó la mano. Depositó el pequeño cadáver frente a su rodilla.

Tendió el brazo al cuervo; éste se encaramó a él, y se inclinó para lamer la sangre de rata de su mano. La lengua negra, al asomar, lo sobresaltó de tal modo que dio un respingo, y a punto estuvo de volver a perder el ave. Lo arrulló bajo su brazo, y le besó la cabeza.

– Perdóname. Lo necesito. A lo mejor el Bastardo te echa de comer el pan de los dioses y puedes posarte en Su hombro, cuando lo veas. Vuela a reunirte con tu señor con mi plegaria.