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Un giro brusco rompió el cuello del cuervo. Aleteó brevemente, estremecido, antes de quedarse inmóvil en sus manos. Lo soltó delante de la otra rodilla.

– Lord Bastardo, dios de la justicia cuando la justicia fracasa, del equilibrio, de todas las cosas fuera de temporada, de mi necesidad. Por de Sanda. Por Iselle. Por todos los que la queremos: lady Betriz, la royina Ista, la anciana provincara. Por las cicatrices de mi espalda. Por el triunfo de la verdad sobre las mentiras. Recibe mi plegaria.

No sabía si ésas eran las palabras adecuadas, ni siquiera si había palabras adecuadas. Respiraba con dificultad; quizá estuviera llorando. Seguro que estaba llorando. Se encontró agachado sobre los animales muertos. Un dolor terrible anidó en su estómago, abrasador, retorciéndole las entrañas. Oh. No sabía que esto fuera a doler…

De todos modos, mejor morir así que no con el culo ensartado por flechas brajaranas en una galera, sin motivo.

Educadamente, se acordó de decir:

– Por tus bendiciones te damos también las gracias, dios sin temporada -igual que cuando rezaba de pequeño antes de acostarse.

Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.

Oh.

Las llamas de las velas oscilaron y se apagaron. El mundo se oscureció, y desapareció.

12

Cazaril abrió los ojos a despecho del pegamento que le ribeteaba los párpados. Miró sin comprender que veía una grieta gris e irregular en el cielo, enmarcada en negro. Se humedeció los labios encostrados, y tragó saliva. Yacía de espaldas sobre duras tablas… el armazón de la Torre de Fonsa. Los recuerdos de la noche anterior lo desbordaron.

Vivo.

Luego, he fallado.

Su mano derecha, tanteando a ciegas a su alrededor, encontró un montón inerte de plumas frías, y se apartó. Se quedó quieto, jadeando al recordar el terror. Sintió un calambre que le atenazaba las entrañas, un dolor sordo. Tiritaba, estaba empapado, helado hasta los huesos, tan frío como pudiera estarlo un cadáver. Pero no era un cadáver. Respiraba. Por consiguiente, también debía de respirar Dondo de Jironal, en… ¿era ésta la mañana del día de su boda?

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que no estaba solo. Sobre la tosca barandilla que rodeaba el andamio, una docena de cuervos o más se habían posado en la sombra, en completo silencio, casi inmóviles. Parecía que todos lo estuvieran mirando.

Cazaril se tocó la cara, pero no encontró sangre ni heridas… ningún pájaro se había aventurado todavía a picotearlo.

– No -susurró, con voz trémula-. No soy vuestro desayuno. Lo siento.

Una de las aves agitó las alas, incómoda, pero ninguna de ellas alzó el vuelo ante el sonido de su voz. Incluso cuando se sentó, se revolvieron, pero no remontaron el vuelo.

No todo se había ahogado en la negrura desde la noche anterior… fragmentos de un sueño afloraron a su recuerdo. Había soñado que él era Dondo de Jironal, festejando con sus amigos y sus furcias en algún salón iluminado por antorchas y velas, relucientes las tablas de copas de plata, cargadas sus gruesas manos de resplandecientes anillos. Había brindado por el sacrificio de sangre de la virginidad de Iselle con bromas obscenas, y había bebido con ganas… hasta interrumpirse en medio de toses, con un escozor en la garganta que pronto se convirtió en dolor. Se le había hinchado la garganta, cerrándose, asfixiándolo, privándolo de aire, como si estuvieran estrangulándolo de dentro hacia fuera. Los rubicundos semblantes de sus compañeros se habían vuelto hacia él, sus risas y mofas se habían tornado pánico cuando la lividez de sus rasgos les indicó que no estaba bromeando. Gritos, copas de vino volcadas, atemorizados siseos conmocionados de ¡Veneno! Aquel gaznate contraído no dejó escapar ninguna última palabra, su lengua abotargada no emitió ningún sonido. Todo eran silenciosas convulsiones, latidos desbocados, un dolor insoportable en la cabeza y el pecho, negros nubarrones veteados de un rojo abrasador que le empañaban la vista…

No era más que un sueño. Si yo sigo con vida, él también.

Cazaril se quedó tumbado boca arriba sobre los bastos tablones, encogido a causa del dolor de estómago, durante media vuelta de un reloj de arena, exhausto, desesperado. El destacamento de cuervos montó guardia sobre él en exasperante silencio. Paulatinamente, comprendió que tenía que volver. Y no había planeado la ruta de regreso.

Podía descender por los contrafuertes… pero eso lo dejaría de pie en el fondo de una torre enladrillada, empantanado en una añeja acumulación de guano y detritos, gritando auxilio. ¿Escucharía alguien su voz al otro lado de las gruesas paredes de piedra? ¿La confundirían con el eco de los graznidos de los cuervos, o el lamento de un fantasma?

Así pues, ¿hacia arriba? ¿Por donde había venido?

Se puso en pie al fin, apoyándose en la barandilla -ni siquiera entonces se espantaron los cuervos- y desentumeció sus músculos doloridos. Tuvo que apartar un par de cuervos de su camino para despejar un hueco al que encaramarse; las aves batieron las alas indignadas, pero siguieron guardando aquel asombroso silencio. Se recogió la túnica marrón, enfundando el dobladillo en el cinto. Una vez erguido sobre la barandilla, el borde de la torre estaba muy cerca. Se asió, a pulso. Sus brazos eran fuertes, y no pesaba mucho. Tras un sobrecogedor momento en el que fue consciente del vacío que se abría bajo sus piernas desnudas, trepó sobre las piedras y llegó a la pizarra. La niebla era tan densa que apenas si podía ver el patio a sus pies. Amanecía, o acababa de amanecer, supuso; los habitantes más humildes del castillo ya estarían despiertos, en esta mañana de finales de otoño. Los cuervos lo siguieron solemnemente, escapando de uno en uno por la abertura del tejado para ir a posarse sobre la piedra o la pizarra. Siguieron sus evoluciones con la mirada, atentos.

Se los imaginó, compinchándose para frustrar su salto hacia arriba desde la torre al bloque principal, vengando la muerte de su camarada. Y luego otra visión, ésta de sus pies resbalando y sus brazos aleteando, perdiendo asidero, soltándose, y cayendo a una muerte segura contra los adoquines del suelo. Un poderoso retortijón le estrujó las tripas, dejándolo sin aliento.

Se hubiera dado por vencido en ese momento, de no ser por el súbito terror a sobrevivir a la caída, con las piernas rotas y paralizado. Eso fue lo único que lo impulsó a saltar por encima de los aleros y agarrarse al tejado del bloque principal. Sus músculos protestaron cuando se impulsó hacia arriba. Se desolló las manos a causa de la intensidad con que se aferraba.

No estaba seguro, en medio de la pálida niebla, de cuál de las docenas de ventanas que surgían entre las pizarras era la que había franqueado anoche al salir del edificio. ¿Y si alguien había venido y la había cerrado y la había trancado? Avanzó muy despacio, probando fortuna con cada una. Los cuervos lo siguieron, acosándolo por los canalones, aleteando y saltando, patinando también a veces sobre las resbaladizas pizarras, pese a sus largas uñas. La bruma se perlaba, destellaba, en sus alas, y en la barba y el cabello de Cazaril, el rocío punteaba su capa chaleco negra. La cuarta ventana con bisagras se abrió ante la presión de sus nerviosos dedos. Era la leñera en desuso. Se coló dentro, y la cerró en las narices de sus escoltas de negra librea a tiempo de impedir que un par de cuervos entraran volando tras él. Uno de ellos rebotó contra el cristal de un topetazo.

Bajó las escaleras hasta su planta sin cruzarse con ningún criado madrugador, se apresuró a entrar en su cámara y cerró la puerta a su espalda. Presa de retortijones y con la vejiga a punto de estallar, utilizó el bacín de su cuarto; sus entrañas se desprendieron de escalofriantes cuajos de sangre. Cuando se disponía a arrojar al barranco el agua sanguinolenta después de lavarse las manos, aparecieron dos silenciosos cuervos centinelas en la repisa de su ventana. La cerró y echó el pestillo.