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Trastabilló hasta la cama como si estuviera borracho, se desplomó en ella y se cubrió con la colcha. Mientras persistían sus escalofríos, pudo oír los sonidos propios de los sirvientes del castillo acarreando agua o sábanas o platos, pisadas escaleras arriba y abajo y por los pasillos, ocasionales llamadas u órdenes atenuadas.

¿Estarían despertando ahora a Iselle, en el piso de arriba, para que se lavara y arreglara, para maniatarla con ristras de perlas, para encadenarla con joyas, para su temible cita con Dondo? ¿Habría dormido siquiera? ¿O se habría pasado la noche llorando, rezando a unos dioses sordos? Debería subir, ofrecerle el consuelo que le pudiera proporcionar. ¿Habría encontrado Betriz otro cuchillo? No puedo presentarme ante ellas. Se acurrucó aún más y cerró los ojos, con agonía.

Seguía tumbado en la cama, boqueando, peligrosamente al borde del llanto, cuando el pisar de unas botas se dejó oír en el pasillo y su puerta se abrió de golpe. La voz del canciller de Jironal rugió:

– Sé que es él. ¡Tiene que ser él!

Los pasos resonaron sobre las tablas y le arrebataron la colcha. Se giró y miró sorprendido al semblante jadeante y barbado de de Jironal, que lo miraba entre asombrado y encolerizado.

– ¡Estás vivo! -exclamó de Jironal. Sonaba indignado.

Media docena de cortesanos, entre ellos dos a los que Cazaril reconoció como matones de Dondo, se arracimaron sobre el hombro de de Jironal para observarlo boquiabiertos. Todos tenían la mano apoyada en la espada, como si estuvieran dispuestos a corregir esta indignante vitalidad de Cazaril a una palabra de de Jironal. El roya Orico, en camisón, con una raída capa vieja sujeta al cuello por sus fofos dedos, apareció en la retaguardia de la comitiva. Orico parecía… raro. Cazaril parpadeó, y se frotó los ojos. Una especie de halo rodeaba al roya, no de luz, sino de oscuridad. Cazaril podía verlo perfectamente, así que no cabía achacarlo a una nube ni a la niebla, puesto que no enturbiaba nada. Y sin embargo allí estaba, moviéndose cuando se movía el hombre, igual que un jirón ondeante.

De Jironal se mordió el labio, con los ojos clavados en el rostro de Cazaril.

– Si tú no… entonces, ¿quién? Tiene que haber sido alguien… alguien próximo a… ¡esa chica! ¡Esa repugnante asesina!

Giró en redondo y abandonó la estancia como una exhalación, indicando a sus hombres que lo siguieran con un brusco ademán.

– ¿Qué sucede? -preguntó Cazaril a Orico, que se había dado la vuelta para seguirlos.

Orico miró por encima del hombro, y extendió los brazos en un amplio gesto de desconcierto.

– La boda se ha cancelado. Dondo de Jironal fue asesinado a medianoche… víctima de la magia de la muerte.

Cazaril abrió la boca; no consiguió pronunciar más que un débiclass="underline"

– Oh. -Se hundió en la cama, perplejo, mientras Orico partía en pos de su canciller.

No lo comprendo.

Si Dondo ha muerto, pero yo sigo vivo… No se me puede haber concedido a mí el milagro de la muerte. Pero Dondo está muerto. ¿Cómo?

La única explicación era que alguien se le hubiera adelantado.

Con retraso, llegó a la misma conclusión que de Jironal.

¿Betriz?

¡No, oh no…!

Salió volando de la cama, se cayó al suelo aparatosamente, se puso en pie y salió dando tumbos tras la turba de airados y estupefactos cortesanos.

Llegó a su invadida antecámara a tiempo de oír cómo aullaba de Jironaclass="underline"

– ¡Pues que salga, que yo la vea! -a una desmañada y pávida Nan de Vrit, que aún así interpuso su cuerpo para bloquear el acceso a las habitaciones, con el aspecto de quien se propone defender un puente levadizo. Cazaril sintió un vahído de alivio cuando Betriz, ferozmente ceñuda, se asomó por encima del hombro de Nan. La fámula estaba en camisón, pero Betriz, desgreñada y ojerosa, seguía vistiendo el mismo vestido de lana verde que llevaba puesto la noche anterior. ¿Había dormido? ¡Pero está viva, vive!

– ¿A qué viene este zafio escándalo, mi lord? -inquirió Betriz, con voz fría-. Es improcedente e inoportuno.

Los labios de de Jironal hendieron su barba; saltaba a la vista que estaba confuso. Al cabo, cerró la boca chasqueando los dientes.

– Entonces, ¿dónde está la rósea? Debo ver a la rósea.

– Está durmiendo, por primera vez en días. No consentiré que se la moleste. Ya tendrá que cambiar los sueños por pesadillas dentro de poco.

Las aletas de su nariz dejaron paso a un bufido de hostilidad.

De Jironal enderezó la espalda; inhaló con un siseo.

– ¿Queréis despertarla? ¿Podéis despertarla?

Santos dioses. Iselle, ¿habrá…? Pero antes de que este nuevo pánico atenazara la garganta de Cazaril, apareció Iselle en persona, se abrió paso entre sus damas y entró en la antecámara, serena, para encararse con de Jironal.

– No estoy dormida. ¿Qué queréis, mi lord?

Sus ojos se fijaron en su hermano Orico, a un lado del gentío, y lo ignoró con desprecio, concentrándose en de Jironal. El cansancio tensaba su ceño. No cabía duda de que comprendía cuál era el poder que la obligaba a contraer aquel matrimonio indeseado.

De Jironal miró a todas las mujeres, de una en una, indiscutiblemente vivas ante él. Giró en redondo y volvió a mirar a Cazaril, que parpadeaba mirando a su vez a Iselle. Un aura centellaba en torno a ella, como ocurriera con Orico, pero la suya era más confusa, una vorágine de negras tinieblas y luminosidad azul pálido, como la aurora que había presenciado una vez en el firmamento nocturno del lejano sur.

– Sea quien sea -masculló de Jironal-. Donde quiera que sea. Encontraré el cadáver del sucio cobarde aunque tenga que rastrear toda Chalion.

– ¿Y luego qué? -inquirió Orico, frotándose los mofletes sin afeitar-. ¿Lo ahorcaréis? -Respondió con una irónica ceja arqueada a la fulminante mirada de de Jironal, que se alejó de allí con paso furibundo. Cazaril se hizo a un lado para que lo siguiera su séquito, alternando la mirada discretamente entre Orico e Iselle, comparando las dos… ¿alucinaciones? Ningún otro de los presentes palpitaba de ese modo. A lo mejor estoy enfermo. A lo mejor me he vuelto loco.

– Cazaril -dijo Iselle, con urgencia y desconcierto en la voz en cuanto los hombres hubieron traspuesto la puerta exterior. Nan se apresuró a cerrarla tras los invasores-, ¿qué ha sucedido?

– Alguien ha asesinado anoche a Dondo de Jironal. Magia de la muerte.

Iselle entreabrió los labios, y juntó las manos igual que una niña a la que acabaran de concederle lo que más ansiaba en el mundo.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, ésta sí que es una buena noticia! Oh, gracias a la Dama, gracias al Bastardo… Tengo que enviar una ofrenda a su altar… oh, Cazaril, ¿quién…?

Ante la mirada de conjetura que lanzó Betriz en su dirección, Cazaril torció el gesto.

– Yo no. Evidentemente. -Aunque no será porque no lo he intentado.

– ¿Has…? -comenzó Betriz, antes de apretar los labios. El rictus de Cazaril se suavizó en señal de aprecio por su delicadeza al no preguntar, en voz alta y ante dos testigos, si había planeado perpetrar un crimen capital. Apenas si hacía falta que hablara; los ojos de la muchacha llameaban de especulación.

Iselle paseó adelante y atrás, conteniéndose para no dar saltos de alivio.

– Creo que lo sentí -dijo, con voz maravillada-. Por lo menos, sentí algo… a medianoche, ¿alrededor de medianoche, dices? -Nadie había dicho nada parecido en esa sala-. Un sosiego en mi corazón, como si una parte de mí supiera que mis plegarias habían sido escuchadas. Pero no esperaba esto. Había rogado a la Dama mi muerte… -Hizo una pausa, y se llevó la mano a su blanca frente despejada-. O lo que Ella quisiera. -Habló más despacio-: Cazaril… ¿he…? ¿Podría haber hecho yo esto? ¿Me ha respondido la diosa?