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– No… no lo sé, rósea. Rezasteis a la Dama de la Primavera, ¿no es así?

– Sí, y a Su Madre del Verano, a ambas. Pero sobre todo a la Primavera.

– Las Grandes Damas conceden milagros de vida, y de curación. No de muerte. -Generalmente. Y todos los milagros eran raros y caprichosos. Dioses. ¿Quién conocía sus límites, sus propósitos?

– No parecía muerte -confesó Iselle-. Pero me sentí aliviada. Comí algo y no vomité, y dormí un rato.

Nan de Vrit lo confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Y yo me alegré, mi lady.

Cazaril inhaló hondo.

– Bueno, de Jironal resolverá el misterio por nosotros, estoy seguro. Buscará a todas las personas que murieran anoche en Cardegoss, en toda Chalion, sin duda, hasta dar con el asesino de su hermano.

– Bendita sea la pobre alma que ha frustrado sus viles planes. -Iselle se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos abiertos-. Y a tan alto precio. Que los demonios del Bastardo le concedan la piedad que conozcan.

– Amén -dijo Cazaril-. Esperemos que de Jironal no encuentre camaradas cercanos ni parientes sobre los que descargar su venganza.

Se sujetó el estómago con ambas manos, intentando contener los calambres.

Betriz se acercó a él y lo miró a la cara, a punto de levantar la mano hacia él, aunque al final la retiró, vacilante.

– Lord Caz, tenéis mal aspecto. Vuestra piel tiene el color de las gachas de avena.

– Me siento… mal. Algo que comí. -Inhaló-. Así que preparémonos para celebrar, no una boda sombría, sino un funeral jubiloso. Espero que vosotras dos, señoritas, sepáis reprimir vuestro alborozo en público.

Nan de Vrit soltó un bufido. Iselle le indicó que guardara silencio, y dijo firmemente:

– Solemne piedad, te lo prometo. Sólo los dioses sabrán que en mi corazón habita la dicha y no el pesar.

Cazaril asintió, y se frotó el cuello dolorido.

– Por lo general, las víctimas de la magia de la muerte son quemadas antes de que caiga la noche, para impedir, según dicen los divinos, que entren en el cuerpo seres sobrenaturales. Aparentemente, las muertes de este tipo los invitan. Será un funeral terriblemente apresurado para tan alto señor. Tendrán que reunirse antes de que anochezca.

El chispeante halo de Iselle casi le provocaba nauseas. Tragó saliva, y apartó la vista de ella.

– Así pues, Cazaril -dijo Betriz-, por piedad os ruego que vayáis a echaros hasta entonces. Estamos a salvo, inesperadamente. Ya no es necesario que hagáis nada más.

Le cogió las manos frías, se las sujetó brevemente, y sonrió con una mezcla de ironía y preocupación. Cazaril consiguió devolverle una tenue sonrisa, antes de retirarse.

Se arrastró hasta la cama. Llevaba allí tumbado quizá una hora, desconcertado y temblando todavía, cuando se abrió su puerta y entró Betriz de puntillas para comprobar cómo se encontraba. Le puso una mano en la frente pegajosa.

– Temía que acusaras fiebre, pero estás helado.

– He, um… he debido de coger frío, sí. Habré tirado las mantas por la noche.

Betriz le tocó el hombro.

– Tienes la ropa empapada. -Entornó los ojos-. ¿Cuándo comiste por última vez?

Cazaril no lograba recordarlo.

– Ayer por la mañana. Me parece.

– Ya veo. -Lo miró con el ceño fruncido otro momento, antes de marcharse.

Diez minutos después, llegaba una doncella con una batea cargada de carbones calientes y una manta de plumas; minutos más tarde, un criado con una tina de agua caliente y firmes instrucciones de ocuparse de que se bañara y volviera a la cama tras ponerse un camisón seco. Esto, en un castillo enloquecido con el desbaratamiento de cada dama y cada cortesano intentando prepararse a la vez para una aparición pública no planificada de suma formalidad. Cazaril no hizo preguntas. El sirviente acababa de envolverlo en el cálido y seco sobre de sus mantas cuando reapareció Betriz con un tazón en una bandeja. Dejó la puerta abierta y se sentó al filo de la cama.

– Tómate esto.

Era pan mojado en leche humeante, azucarada con miel. Aceptó la primera cucharada, entre divertido y sorprendido, pero luego se incorporó sobre las almohadas.

– No estoy tan enfermo. -En un intento por recuperar su dignidad, cogió el tazón de manos de Betriz, que no objetó nada, siempre y cuando él siguiera comiendo. Descubrió que estaba famélico. Para cuando hubo dado cuenta del plato, había dejado de temblar.

Betriz sonrió, satisfecha.

– Ya tenéis mucho mejor color. Bien.

– ¿Cómo está la rósea?

– Muchísimo mejor. Se siente… abrumada, iba a decir, pero no me refiero a que esté desconsolada. Se siente liberada, como cuando te quitan un gran peso de encima. Da gusto verla ahora.

– Sí. Lo comprendo.

Betriz asintió.

– Ahora está descansando, hasta que llegue la hora de vestirse. -Retiró el tazón vacío, y bajó la voz-. Cazaril, ¿qué hiciste anoche?

– Nada. Evidentemente.

Los labios de Betriz se tensaron de exasperación. Pero ¿de qué serviría cargarla ahora con el peso de su secreto? Quizá la confesión aliviara su alma, pero pondría la de ella en peligro ante cualquier investigación en la que tuviera que declarar bajo juramento.

– Lord de Rinal dice que anoche pagasteis a un paje para que os buscara una rata. Ésa fue la noticia que envió al canciller de Jironal como un rayo a vuestro dormitorio, me lo ha dicho de Rinal en persona. El paje dice que afirmaste que te la querías cenar.

– Bueno, así es. Comerse una rata no es ningún delito. Era un pequeño festín conmemorativo, en recuerdo del asedio de Gotorget.

– ¿Oh? Pero si acabas de decir que no probabas bocado desde ayer por la mañana. -Vaciló, con la ansiedad reflejada en los ojos-. La criada también ha dicho que esta mañana había sangre en tu bacín cuando lo cambió.

– ¡Demonios del Bastardo! -Cazaril, que se había arrebujado en sus mantas, se enderezó de nuevo-. ¿Es que no hay nada sagrado en este castillo? ¿Es que un hombre ni siquiera puede confiar ya en la confidencialidad del contenido de su bacín?

Betriz levantó una mano.

– Lord Caz, no bromees. ¿Cuán enfermo estás?

– Me dolía la barriga. Ya me siento mejor. Algo pasajero. Por así decirlo. -Hizo una mueca, y decidió no mencionar las alucinaciones-. La sangre del bacín pertenecía a la rata, claro. Y el dolor de tripa es lo que me merezco, por comer porquerías. ¿Eh?

– Es una buena historia -dijo Betriz, despacio-. Se sostiene.

– Ya lo ves.

– Pero Caz… la gente va a pensar que eres raro.

– Puedo añadir esas personas a la colección de las que creen que voy por ahí violando niñas. Supongo que me hace falta una tercera perversión, para terminar de poner las cosas en su sitio. -Bueno, ¿qué tal ser sospechoso de practicar la magia de la muerte? Eso sí que lo pondría directamente en su sitio: el patíbulo.

Betriz se arrellanó, con el entrecejo poblado de arrugas.

– Vale. No voy a presionarte. Pero me preguntaba… -Se abrazó, y miró a Cazaril intensamente-. Si dos, es una teoría, personas intentaran practicar la magia de la muerte contra la misma víctima al mismo tiempo, ¿es posible que las dos acabaran… medio muertas?

Cazaril la miró a su vez -no, ella no parecía enferma- y meneó la cabeza.

– No lo creo. Dada la cantidad de intentos fútiles que ha hecho la gente para invocar la magia de la muerte de los dioses, si pudiera suceder algo así, ya habría ocurrido antes de ahora. El demonio de la muerte del Bastardo se retrata siempre en las tallas del Templo con un yugo sobre los hombros y dos cubas idénticas, una para cada alma. No creo que el demonio pueda elegir otra cosa. -Recordó las palabras de Umegat, Me temo que es así como funciona-. Ni siquiera estoy seguro de que el dios pudiera elegir otra cosa.