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La acólita que portaba el arrendajo de la Hija dio un paso al frente ante un gesto del archidivino Mendenal, y levantó la mano. El pájaro aleteó, pero se aferró tenazmente a su manga. Miró de soslayo al archidivino, que frunció el ceño y le indicó con un ademán que se acercara al féretro. La joven pareció arrugar la nariz en muda protesta, pero avanzó, obediente, sujetando al arrendajo con ambas manos, y lo posó firmemente sobre el pecho del cadáver.

Apartó las manos. El arrendajo levantó la cola, soltó un pegote de guano, y alzó el vuelo como una exhalación, arrastrando sus cintas de seda con brocados en medio de estridentes pitidos. Al menos tres hombres que oyera Cazaril resoplaron y sisearon pero, a la vista del severo semblante del canciller, contuvieron la risa. Los ojos de Iselle llameaban igual que fuegos cerúleos, y miró al suelo recatadamente; su aura parecía sulfurada. La acólita retrocedió, mirando al cielo, siguiendo con ansiedad el vuelo del ave. El arrendajo fue a posarse en los adornos que coronaban uno de los pilares de pórfido del anillo que rodeaba la corte, y pitó de nuevo. La acólita fulminó con la mirada al archidivino; éste la despidió con un ademán apremiante, y la joven hizo una reverencia y se retiró para intentar llamar de nuevo al pájaro a su mano.

El ave verde de la Madre también se negó a abandonar el brazo de su portadora. El archidivino optó por no repetir el desastroso experimento anterior, y se limitó a asentir con la cabeza para que la acólita recuperara su lugar en el círculo de criaturas.

El acólito del Hijo arrastró al zorro tirando de la cadena hasta el borde del féretro. El animal gañía y lanzaba mordiscos al aire, arañando ruidosamente las baldosas en su intento por resistirse. El archidivino le indicó que se retirara.

El robusto lobo gris, sentado sobre sus ancas con la gran lengua roja asomando entre las fauces libres del bozal, gruñó roncamente cuando su cuidador tiró tentativamente de la cadena de plata. La vibración resonó por todo el patio de piedra. El lobo se agazapó y estiró las patas. Con cautela, el acólito bajó las manos y se quedó en el sitio; la mirada que lanzó al archidivino expresaba en silencio, No pienso tocarlo. Mendenal no se opuso.

Todas las miradas se volvieron expectantes hacia la acólita del Bastardo, vestida de blanco, que portaba sus ratas también blancas. Los labios del canciller de Jironal estaban tensos y pálidos de furia impotente, pero no había nada que pudiera hacer o decir. La dama blanca cogió aire, se acercó al féretro y depositó sus criaturas sagradas sobre el pecho de Dondo para señalar que el dios aceptaba aquella alma inaceptable, desdeñada y descartada.

En cuando hubo aflojado la presa sobre los sedosos cuerpos blancos, las dos ratas saltaron a ambos lados del féretro como si las hubieran lanzado con catapulta. La acólita se giró a derecha e izquierda, incapaz de decidir qué animal sagrado perseguir primero, y levantó las manos. Una rata buscó el refugio de los pilares. La otra se escabulló entre las piernas de los espectadores, que se apartaron a su paso; un par de damas soltaron nerviosos chillidos. Un murmullo de asombro, incredulidad y desmayo recorrió la masa de cortesanos reunidos, seguido de una oleada de susurros conmocionados.

Los de Betriz entre ellos.

– Cazaril -dijo ansiosamente, arrebujándose bajo su brazo para susurrarle al oído-: ¿qué significa esto? El Bastardo siempre se queda las sobras. Siempre. Es Su, Su… es Su obra. No puede despreciar un alma truncada… pensaba que ya lo había hecho.

También Cazaril estaba desconcertado.

– Si no se ha llevado ningún dios el alma de Dondo… es que sigue en el mundo. Quiero decir que, si no está allí, es que está aquí. En alguna parte… -Un fantasma sin reposo, un espíritu errante. Roto y condenado.

Las ceremonias se interrumpieron en seco cuando el archidivino y el canciller de Jironal se retiraron detrás del altar para parlamentar en voz baja, o discutir, posiblemente, a juzgar por la cadencia de las palabras masculladas que llegaban hasta la curiosa multitud expectante. El archidivino se apartó del ara para llamar ante él a un acólito del Bastardo; otra conferencia susurrada con el joven vestido de blanco concluyó con éste yéndose a la carrera. El cielo gris se oscurecía sobre sus cabezas. Uno de los subdivinos, en un alarde de iniciativa, arrancó un himno no programado a los coros para rellenar el hueco. Para cuando hubieron terminado, de Jironal y Mendenal ya habían retomado sus respectivos puestos.

La espera se prolongaba. Los cantantes entonaron otro himno. Cazaril terminó por desear haber empleado La senda quíntupla de Ordol como algo más que un pretexto para hacer la siesta; por desgracia, el libro seguía en Valenda. Si el demonio esclavo no había llevado el alma de Dondo a su señor, ¿dónde estaba? Y si el demonio no podía regresar más que con sus dos cubos llenos, ¿dónde estaba ahora el alma rota del desconocido asesino de Dondo? Ya puestos, ¿dónde está el demonio? Cazaril no había leído demasiada teología. Por algún motivo que ahora no alcanzaba a recordar, había considerado su estudio poco práctico, ideal únicamente para soñadores y fantasiosos. Claro que eso había sido antes de embarcarse en esta pesadilla.

Un discreto raspón en su bota le hizo mirar abajo. Una de las ratas blancas sagradas se había puesto a dos patas apoyándose en su pierna, y agitaba la naricilla rosa. Se frotó el rostro ahusado rápidamente contra la espinilla de Cazaril, que se agachó y la cogió, con la intención de devolvérsela a su cuidadora. El animal se estremeció extasiada en su mano, y le lamió el pulgar.

Para sorpresa de Cazaril, el resollante acólito regresó al patio del templo acompañado del mozo Umegat, vestido como de costumbre con el tabardo del Zangre. Pero fue Umegat el que suscitó su asombro.

El roknari resplandecía con un aura blanca igual que un hombre de pie frente a una prístina ventana de cristal ante un amanecer en el mar. Cazaril cerró los ojos, aunque sabía que no lo veía con ellos. El fulgor blanco siguió moviéndose detrás de sus párpados. Más allá, una oscuridad que no era oscuridad, y dos más, y una aurora irritada, y a un lado, una débil chispa verde. Abrió los ojos de golpe. Umegat cruzó la mirada con él por una fracción de segundo, y Cazaril se sintió como si le arrancaran la piel a tiras. El mozo del roya siguió caminando hasta presentarse con una reverencia insegura al archidivino, con el que departió en susurros aparte.

El archidivino llamó a la acólita del Bastardo, que había capturado una de sus ratas; se la entregó a Umegat, que la acunó en un brazo y miró a Cazaril. El roknari se acercó a él a paso largo, excusándose humildemente mientras se abría camino entre los cortesanos, que apenas si le dirigieron la mirada. Cazaril no conseguía entender por qué no se apartaban ante la quilla de su nívea aura igual que las aguas del mar ante la proa de un barco. Umegat le tendió la mano abierta. Cazaril se quedó observándola, parpadeando estúpidamente.

– La rata sagrada, mi lord -solicitó Umegat, amablemente.

– Ah. -La criatura seguía chupándole los dedos, haciéndole cosquillas. Umegat retiró al reticente animal de la manga de Cazaril como quien limpia una rebaba y evitó justo a tiempo que su compañera ocupara su lugar de un salto. Haciendo malabares con las ratas, caminó en silencio de nuevo hacia el féretro, donde esperaba el archidivino. ¿Se había vuelto loco Cazaril -no hace falta que respondas a eso- o de veras Mendenal pareció contenerse para no inclinarse ante el mozo? Los cortesanos del Zangre no parecían ver nada irrazonable en el hecho de que el archidivino llamara al cuidador de animales del roya para solucionar esta incómoda crisis. Todas las miradas estaban clavadas en las ratas, no en el roknari. El único irrazonable era Cazaril.