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Seguía regentando su casa con buen ojo y mano firme, al parecer. Las libreas de los guardias estaban en excelente estado, el empedrado de este patio estaba impecable, y los pequeños árboles desnudos, plantados en maceteros que flanqueaban las puertas principales, estaban rodeados de flores que acariciaban el pie de sus troncos, lozanas, alegres y perfectamente oportunas para la celebración del Día de la Hija que había de tener lugar mañana.

El guardia hizo un gesto a Cazaril para que aguardara sentado en un banco fijo a una pared, agradablemente cálido aún por el sol de ese día, mientras él se dirigía a la puerta que comunicaba con los aposentos del servicio y hablaba con un criado que podría, o quizá no, avisar al alcaide de que lo buscaba un desconocido. Todavía no se encontraba ni a medio camino de regresar a su puesto cuando su camarada asomó la cabeza por la puerta para anunciar:

– ¡Vuelve el róseo!

El sargento volvió el rostro hacia los aposentos de la servidumbre para hacerse eco de la llamada, aullar a su vez: "¡Vuelve el róseo! ¡Todo el mundo atento!" y acelerar el paso.

Los mozos y las criadas surgieron a trompicones de las diversas puertas que rodeaban el patio en el preciso instante que se percibían tras las puertas exteriores el repiqueteo de las pezuñas y los gritos de saludo. Las primeras en trasponer los arcos de piedra, inmersas en una fanfarria de cosecha propia de voces triunfales impropias de una dama, fueron una pareja de muchachas a lomos de sendos caballos piafantes con el vientre cubierto de barro.

– ¡Ganamos, Teidez! -exclamó la primera por encima del hombro. Iba vestida con una zamarra de montar de terciopelo azul, a juego con su falda abierta de lana. Su cabello escapaba al cerco de una gorra de encaje, algo torcido, en rizos que no eran rubios ni rojos sino una especie de ámbar refulgente a la agonizante luz del ocaso. Tenía una boca generosa, la piel pálida y los ojos curiosamente ribeteados por densas pestañas, entornados ahora por la risa. Su compañera, más alta, una morena jadeante vestida de rojo, sonrió y se giró en su silla para comprobar que las seguía el resto de la cabalgata.

Un caballero todavía más joven, cubierto por una chaquetilla escarlata con bestias bordadas con hilo de plata, apareció montando un caballo aún más impresionante, de un negro lustroso, cuya cola semejaba un estandarte de seda. Lo escoltaban dos mozos de rostro impasible, y lo seguía un caballero de gesto huraño. Guardaba parecido con su hermana (¿sus hermanas?). Sí, sin duda, pelo rizado, si acaso más rojizo, y la boca ancha, más fruncida.

– La carrera terminó al pie de la colina, Iselle. Has hecho trampas.

La aludida dedicó un gesto de "oh, pobrecito" a su regio hermano. Antes de que el tambaleante sirviente tuviera tiempo de colocar el banco de montar para damas que intentaba acercarle, ella se escurrió de la silla y botó sobre la puntera de sus botas.

Su compañera morena desmontó adelantándose a su vez al mozo, al que entregó las riendas, diciendo:

– Deni, dales un paseo extra a estas pobres bestias, hasta que se tranquilicen. Les hemos pegado una paliza tremenda. -Desmintiendo un tanto sus palabras, besó a su caballo en el centro de la mancha blanca que le adornaba el hocico y, cuando el animal le hubo devuelto la caricia con la seguridad que da la costumbre, se lo agradeció con alguna chuchería que sacó del bolsillo.

La última en cruzar las puertas, con un par de minutos de retraso, fue una mujer mayor de rostro congestionado.

– ¡Iselle, Betriz, no corráis! ¡Madre e Hija, dos chiquillas como vosotras no pueden atravesar medio interior de Valenda al galope como un par de lunáticas!

– Ya hemos dejado de correr. Lo cierto es que ya nos hemos detenido -señaló la muchacha morena, en toda lógica-. Por mucho que corramos, corazón santo, no podremos dejar atrás vuestra lengua. Es más rápida que el más veloz de los caballos de Baocia.

La anciana compuso una mueca de exasperación y esperó a que su mozo terminara de afianzar su banco para descabalgar.

– Vuestra abuela os regaló aquel adorable mulo blanco, rósea, ¿por qué no lo montáis nunca? Sería mucho más apropiado.

– Y mucho más leeeento -repuso la joven de cabello ambarino, riendo-. Además, han lavado y cepillado al pobre Copo de Nieve para la procesión de mañana. Los mozos se habrían sentido desconsolados si lo hubiera sacado para correr por el fango. Piensan tenerlo envuelto en sábanas toda la noche.

Sin resuello, la anciana permitió que su mozo la ayudara a desmontar. Una vez de pie, se sacudió la falda y estiró la espalda, aparentemente dolorida. El muchacho partió en medio de un racimo de sirvientes ansiosos, y las dos jóvenes, ajenas a los incesantes murmullos de queja de su fámula, echaron una carrera hasta la puerta del torreón principal. Las siguió, meneando la cabeza.

Cuando se acercaban a la puerta, un hombre de mediana edad y constitución robusta vestido con austeras ropas de lana negra salió y les amonestó de pasada, sin que su voz evidenciara rencor, pero sí firmeza:

– Betriz, si alguna vez vuelves a subir la colina al galope de ese modo, te quitaré el caballo. Y podrás emplear las energías que te sobren en correr a pie detrás de la rósea.

La aludida le dedicó una fugaz reverencia y un tímido murmullo:

– Sí, papá.

La joven de melena ámbar se puso firme de inmediato.

– Disculpe a Betriz, por favor, sir de Ferrej. La culpa ha sido mía. Ella no tiene más elección que seguirme allá donde yo vaya.

El hombre arqueó una ceja y se inclinó ligeramente ante la muchacha.

– Entonces quizá debáis meditar, rósea, acerca del honor al que puede aspirar un capitán que arrastra a sus hombres a un error a sabiendas de que él escapará impune.

Ante esto, los carnosos labios de la joven de melena ambarina se estremecieron. Tras sostenerle la mirada bajo las largas pestañas, también ella ensayó una fracción de reverencia, antes de que ambas muchachas escaparan a futuras regañinas entrando cabizbajas en el castillo. El hombre de negro sofocó un suspiro inaudible. La fámula, que caminaba con dificultad en pos de las chicas, le dio las gracias con un cabeceo.

Aun sin estos indicios, Cazaril podría haber identificado al hombre como el alcaide del castillo por el tintineo de las llaves que colgaban de su cinturón con remaches de plata, y la cadena de su oficio que le rodeaba el cuello. Se puso de pie de inmediato cuando el hombre se acercó a él, y ensayó una reverencia condenadamente torpe, obstaculizada por sus apósitos.

– ¿Sir de Ferrej? Me llamo Lupe de Cazaril. He venido a suplicar audiencia con la viuda provincara, si… si le place. -Su voz vaciló bajo el peso del ceño del castellano.

– No os conozco, sir.

– Por la gracia de los dioses, la provincara quizá se acuerde de mí. Una vez fui paje, aquí. -Abarcó su entorno con un ademán ciego-. En esta casa. Cuando vivía el antiguo provincar. -Lo más próximo a un hogar que había abandonado, suponía. Cazaril estaba indeciblemente cansado de ser un forastero en todas partes.

Las cejas grises se alzaron.

– Preguntaré a la provincara si desea veros.

– Eso es lo único que pido. -Lo único que se atrevía a pedir. Se hundió de nuevo en el banco y enlazó los dedos mientras el castellano regresaba al torreón principal.

Tras varios minutos de suspense insoportables, espiado de soslayo por los sirvientes que pasaban junto a él, Cazaril levantó la cabeza ante la reaparición del alcaide. De Ferrej lo estudió con humorismo.