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Umegat sostuvo las criaturas en sus brazos y les susurró, antes de acercarse al cuerpo de Dondo. El momento se alargaba, mientras las ratas, si bien se habían calmado, no parecían tener ninguna intención de reclamar a Dondo para su dios. Umegat retrocedió, al cabo, y se disculpó ante el archidivino negando con la cabeza, antes de ceder las ratas a su ansiosa y joven cuidadora.

Mendenal se postró entre el altar y el féretro durante un momento de abyecta oración, pero se irguió de nuevo enseguida. Los dedicados traían ya velas delgadas con las que iluminar las lámparas de pared que rodeaban el patio en penumbra. El archidivino llamó a los porteadores para que transportaran el féretro a la pira que aguardaba a Dondo, y los cantantes desfilaron en procesión.

Iselle regresó junto a Betriz y Cazaril. Se frotó los ojos, ribeteados de negro, con el dorso de la mano.

– No sé si puedo soportar esto por más tiempo. Que se quede de Jironal viendo cómo se tuesta su hermano. Llevadme a casa, lord Caz.

La pequeña partida de la rósea se escindió del grueso de asistentes, si bien no fueron las únicas personas cansadas en hacerlo, y cruzó el pórtico frontal para salir al húmedo anochecer de aquel día otoñal.

El mozo Umegat, que esperaba con los hombros apoyados en uno de los pilares, se enderezó como impulsado por un resorte, se acercó a ellos y les hizo una reverencia.

– Mi lord de Cazaril. ¿Puedo hablar con vos un instante?

Cazaril casi se sorprendió al ver que el aura no se reflejaba en el pavimento mojado a sus pies. Se disculpó ante Iselle y se fue aparte con el roknari. Las tres mujeres se quedaron esperando al borde del pórtico, con Iselle apoyada en el brazo de Betriz.

– Mi lord, en cuanto os resulte posible, quisiera hablar con vos en privado.

– Me reuniré contigo en el zoológico en cuanto Iselle vuelva a sus aposentos. -Cazaril vaciló-. ¿Sabes que brillas igual que una antorcha encendida?

El mozo inclinó la cabeza.

– Eso me han dicho, mi lord, los pocos que tienen ojos para ver. Por desgracia, uno nunca se ve a sí mismo. Ningún espejo mundano lo refleja. Sólo los ojos de un alma.

– Ahí dentro había una mujer que refulgía igual que una vela verde.

– ¿La madre Clara? Sí, ya me ha hablado de vos. Es una comadrona excelente.

– ¿Qué es eso, entonces, esa antiluz? -Cazaril miró de soslayo en dirección a las mujeres que aguardaban.

Umegat se llevó un dedo a los labios.

– Aquí no, por favor, mi lord.

Cazaril formó un silencioso Oh con los labios. Asintió.

El roknari le dedicó una honda reverencia. Cuando se disponía para perderse discretamente en el creciente anochecer, añadió por encima del hombro:

– Vos brilláis como una ciudad en llamas.

13

La rósea se sentía tan agotada tras el suplicio del extraño funeral de lord Dondo que se tambaleaba para cuando hubieron subido de nuevo al castillo. Cazaril dejó a Nan y Betriz al cuidado de la ejecución del sensato plan de meter a Iselle directamente en la cama y pedir a los criados que les llevaran una sencilla cena a sus aposentos. Él volvió a salir del bloque principal camino de las puertas del Zangre. Hizo una pausa y escrutó la ciudad a lo lejos para ver si seguía divisándose una columna de humo que surgiera del templo. Le pareció apreciar un débil reflejo anaranjado en las nubes bajas, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada más.

Le dio un vuelco el corazón ante el súbito aleteo que lo rodeó mientras cruzaba el patio de los establos, pero se trataba tan sólo de los cuervos de Fonsa, que volvían a acosarlo. Espantó a dos que intentaban posarse en su hombro, con aspavientos, siseos y pisotones. Las aves se alejaron, pero no se marcharon, sino que lo siguieron, conspicuamente, durante todo el trayecto hasta la colección de fieras.

Uno de los mozos al servicio de Umegat aguardaba junto a las lámparas de pared que flanqueaban la puerta del pasillo. Se trataba de un anciano menudo, privado de sus pulgares, que dedicó a Cazaril una amplia sonrisa que reveló una lengua truncada, equivalente a un recibimiento que era una especie de ronroneo mudo, claro el significado gracias a sus gestos afables. Abrió la puerta lo justo para permitir el paso de Cazaril, y ahuyentó a los cuervos que pretendían seguirlo, disuadiendo al más obstinado con un puntapié antes de volver a cerrar el paso.

El candelero del mozo, protegido por un tulipán de cristal soplado, disponía de un grueso mango por el que sujetarlo. A esta luz guió a Cazaril por el pasillo de la colección de fieras. Los animales bufaron y patearon en sus establos al paso de Cazaril, pegándose a los barrotes para mirarlo desde las sombras. Los ojos del leopardo refulgían como chispas verdes; su traqueteante gruñido resonó en las paredes, no sordo y hostil, sino palpitando con un dejo extrañamente inquisitivo.

Las habitaciones de los mozos del zoológico ocupaban la mitad de la planta alta del edificio, estando la otra mitad dedicada a almacén de paja y forraje. Había una puerta abierta, y la luz de una vela se vertía por la abertura en el lóbrego pasillo. El lacayo llamó al marco de la puerta; la voz de Umegat respondió:

– Está bien. Gracias.

El mozo se hizo a un lado con una reverencia. Cazaril se agachó para cruzar la puerta y encontrarse en un aposento privado, aunque angosto, con una ventana que daba al oscuro patio del establo. Umegat cerró la cortina y se acercó a una tosca mesa de pino cubierta por un mantel de vivos colores, donde reposaban una jarra y copas de barro, además de una bandeja con pan y queso.

– Gracias por venir, lord Cazaril. Pase, por favor, siéntese. Gracias, Daris, puedes retirarte. -Umegat cerró la puerta.

Cazaril se detuvo a medio camino de la silla que había indicado su anfitrión con un gesto para quedarse mirando una estantería alta atestada de libros, entre ellos algunos títulos en ibrano, darthaco y roknari. Le llamó la atención cierto lomo de aspecto familiar, inscrito con letras doradas, sito en la balda más alta: La senda quíntupla del alma. Ordol. La cubierta de cuero se veía desgastada por el uso, y el volumen, como casi todos los demás, estaba libre de polvo. Teología, principalmente. ¿Por qué será que no me extraña?

Cazaril se sentó en la sencilla silla de madera. Umegat dio la vuelta a una copa y la llenó de un pesado vino tinto, sonrió brevemente, y se la ofreció a su huésped. Cazaril cerró las manos trémulas en torno al recipiente, sintiéndose enormemente agradecido.

– Gracias. Lo necesitaba.

– Me lo imaginaba, mi lord. -Umegat se sirvió otra copa y se sentó frente a Cazaril. Aunque la mesa fuera simple y humilde, los generosos pares de velas de cera que la adornaba despedían una luz rica y clara. La luz perfecta para leer.

Cazaril se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Cuando la posó, Umegat volvió a llenarla hasta el borde. Cazaril cerró los ojos y los abrió. Abiertos o cerrados, Umegat refulgía.

– Eres un acólito… no. Eres un divino. ¿Verdad?

Umegat carraspeó, compungido.

– Sí. De la Orden del Bastardo. Aunque no es ése el motivo por el que estoy aquí.

– ¿Por qué estás aquí?

– Ya llegaremos a eso. -Umegat se inclinó hacia delante, cogió el cuchillo y comenzó a partir trozos de pan y queso.

– Pensaba… esperaba… me preguntaba… si quizá te habían enviado los dioses. Para guiarme y protegerme.

Umegat sonrió.

– ¿Ah, sí? Y yo que estaba aquí preguntándome si no os habrían enviado los dioses para guiarme y protegerme a .