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– Oh. Eso es… una faena. -Cazaril se encogió un poco en su asiento, y bebió otro trago de vino-. ¿Desde cuándo?

– Desde aquel día en el zoo, cuando el cuervo de Fonsa se puso a brincar sobre vuestra cabeza gritando ¡Este! ¡Este! El dios de mi elección es, cómo decirlo, endemoniadamente ambiguo a veces, pero fue imposible no ver aquello.

– ¿Brillaba, entonces?

– No.

– ¿Cuándo empecé a, um, hacerlo?

– En algún momento entre la última vez que os vi, que fue ayer por la tarde cuando volvisteis al Zangre renqueando como si os hubiera derribado un caballo, y hoy en el templo. Creo que vos debéis de tener una idea más aproximada del momento exacto. ¿No probáis bocado, mi lord? Tenéis mal aspecto.

Cazaril no había comido nada desde que Betriz le trajera las sopas de leche a mediodía. Umegat esperó a que su invitado tuviera la boca llena de queso y gomosa corteza de pan, antes de comentar:

– Una de mis diversas tareas como joven divino, antes de que viniera a Cardegoss, consistía en ayudar al Inquisidor del Templo en sus investigaciones sobre presuntos practicantes de la magia de la muerte. -Cazaril se atragantó; Umegat prosiguió, sereno-: O del milagro de la muerte, por utilizar un término más exacto, teológicamente hablando. Descubrimos un buen número de farsas ingeniosas… veneno, por lo general, aunque los, ah, asesinos más memos recurrían a métodos más rudimentarios. Tuve que explicarles que el Bastardo no ejecuta a los pecadores impenitentes de una puñalada, ni de un martillazo. Los genuinos milagros eran mucho más escasos de lo que sugería su notoriedad. Pero nunca encontré un caso auténtico en el que la víctima fuera inocente. Por decirlo elegantemente, lo que concedía el Bastardo eran milagros de justicia.

Su voz había adquirido una cualidad más directa, más decisiva, evaporándose el servilismo junto a gran parte de su leve acento roknari.

– Ah -musitó Cazaril, y bebió un poco más de vino. Tengo ante mí al hombre más cabal de toda Cardegoss, y hace tres meses que no me fijo en él porque viste como un criado. Era evidente que Umegat no deseaba llamar la atención-. Ese tabardo vale tanto como una capa de invisibilidad, sabes.

Umegat sonrió, y dio un sorbo a su vino.

– Sí.

– Así que… ¿ahora eres inquisidor? -¿Era ése el fin? ¿Sería acusado, sentenciado, ejecutado por su atentado contra Dondo, por vano que hubiera sido?

– No. Ya no.

– Entonces, ¿qué eres?

Para pasmo de Cazaril, la risa chisporroteó en los ojos de Umegat.

– Un santo.

Cazaril se quedó mirándolo un buen rato, antes de apurar su copa. Solícito, Umegat la rellenó. Cazaril estaba seguro de muy pocas cosas esa noche, pero de alguna manera, no le parecía que Umegat estuviera loco. Ni que fuera un mentiroso.

– Un santo. Del Bastardo.

Umegat asintió con la cabeza.

– Eso es… es una vocación extraña, para un roknari. ¿Cómo es posible? -La cuestión era inane, pero con dos copas de vino en el estómago vacío, comenzaba a sentirse achispado.

La sonrisa de Umegat se tornó tristemente introspectiva.

– Por tratarse de vos… la verdad. Supongo que los nombres ya dan igual. Ocurrió hace una eternidad. Cuando era un joven señor en el Archipiélago, me enamoré.

– Eso les pasa a los jóvenes señores y a los jóvenes lacayos en todas partes.

– Mi amor tendría unos treinta años. Era un hombre de mente despierta y buen corazón.

– Oh. En el Archipiélago no.

– Exacto. La religión no me interesaba en absoluto. Por razones obvias, él era quintariano en secreto. Planeamos nuestra fuga juntos. Llegué al barco que se dirigía a Brajar. Él no. Me pasé todo el viaje mareado y desesperado, aprendiendo, pensaba, a rezar. Con la esperanza de que él hubiera conseguido subir a otro velero, y que nos reuniríamos en la ciudad portuaria que habíamos elegido por destino. Transcurrió más de un año antes de que descubriera cuál había sido su final, de boca de un mercader roknari que recaló allí en viaje de negocios y al que ambos habíamos conocido en su día.

Cazaril pegó un trago.

– ¿Lo de costumbre?

– Ah, sí. Genitales, pulgares… para que no pudiera persignarse ante el quinto dios… -Umegat se tocó la frente, el ombligo, la ingle y el corazón, doblando el pulgar bajo la palma a la manera quadrena, negando el quinto dedo que pertenecía al Bastardo-, reservaron la lengua para el final, para que pudiera traicionar a otros. No lo hizo. Murió mártir, ahorcado.

Cazaril se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos desplegados.

– Lo lamento.

Umegat asintió.

– Pensé en aquello durante algún tiempo. Al menos, cuando no estaba borracho, o vomitando, o haciendo cualquier estupidez. Je, la juventud. No fue fácil. Por fin, un buen día, me acerqué al templo e ingresé en la orden. -Cogió aliento-. La Orden del Bastardo ofrecía refugio a los desamparados, amistad a los repudiados, honor a los desprestigiados. A mí me dieron trabajo. Yo me sentía… encantado.

Un divino del Templo. Umegat estaba omitiendo detalles, le daba la impresión a Cazaril. Como cuarenta años de detalles. Pero no era en absoluto inexplicable que un hombre inteligente, vital y devoto ascendiera en la jerarquía del Templo hasta alcanzar ese rango. Lo que le daba más quebraderos de cabeza era que refulgiera como la luna sobre un manto de nieve.

– Vale. Genial. Grandes obras. Inclusas y, um, pesquisas. Explícame ahora por qué brillas en la oscuridad. -O bien había bebido demasiado, o bien no lo suficiente, decidió con desánimo.

Umegat se frotó el cuello y se acarició la coleta.

– ¿Comprendes lo que significa ser un santo?

Cazaril carraspeó, incómodo.

– Supongo que hay que ser muy virtuoso.

– No, la verdad. No hace falta ser bueno. Ni siquiera majo. -Umegat parecía cansado de repente-. Cierto, una vez se experimenta… lo que experimenta uno, te cambia el gusto. La ambición material parece inmaterial. La codicia, la soberbia, la vanidad, la ira, se vuelven tan sosas que dejas de pensar en ellas.

– ¿El deseo?

Umegat se animó.

– El deseo, me alegra decir que permanece casi inalterado. O quizá debiera matizar, el amor. Puesto que la crueldad y el egoísmo que envilecen el deseo se vuelven tediosos. Pero, personalmente, creo que no se trata tanto de un engrandecimiento de la virtud como del simple reemplazo de vicios anteriores por la adicción al dios propio. -Vació su copa-. Los dioses aman a sus ensalzados hombres y mujeres igual que ama un artista el buen mármol, pero no por su virtud. Sino por su voluntad. Que es el cincel y el martillo. ¿Te ha citado alguien alguna vez el clásico sermón de Ordol sobre las copas?

– ¿Ése en el que el divino derrama agua sobre todas las cosas? La primera vez que lo escuché tenía diez años. Me pareció muy entretenida la parte en que se moja los zapatos, pero claro, tenía diez años. Me temo que el divino de nuestro Templo en Cazaril era demasiado monótono.

– Escucha ahora, y verás cómo no te aburres. -Umegat invirtió su copa de barro encima del mantel-. La voluntad del hombre es libre. Los dioses no pueden invadirla, del mismo modo que yo no puedo echar vino ahora en esta copa vertiéndolo sobre su fondo.

– ¡No, no desperdicies el vino! -protestó Cazaril, cuando Umegat hizo ademán de coger la jarra-. Ya he visto antes la demostración.

Umegat sonrió, y desistió.

– Pero ¿has comprendido realmente cuán impotentes son los dioses, cuando incluso el esclavo más humilde es capaz de excluirlos de su corazón? Y quien dice de su corazón, dice del mundo, puesto que los dioses no pueden llegar a él salvo por medio de almas vivas. Si los dioses pudieran abrirse paso a través de quién quisieran, los hombres serían meros títeres. Sólo al tomar prestada o recibir la voluntad de una criatura consciente, acceden a un pequeño canal por el que actuar. Pueden ahondar en la mente y el alma de los animales, a veces, con esfuerzo. Las plantas… requieren mucha previsión. O -Umegat volvió a dar la vuelta a la copa, y levantó la jarra-, a veces, un hombre puede abrirse a ellos, y permitir que se viertan en el mundo a través de él. -Llenó su copa-. Un santo no es un hombre virtuoso, sino un hombre vacío. Él, o ella, concede libremente el don de su voluntad a su dios. Y al renunciar a la acción, hace que la acción sea posible. -Se llevó la copa a los labios, observando inquietantemente a Cazaril por encima del borde, y bebió. Añadió-: Tu divino no debería haber usado agua. No retiene la atención como es debido. Vino. O sangre, una gota. Cualquier líquido que sea importante.