– El canciller parece empecinado en echar las culpas a la magia de la muerte, pero a mí no me extrañaría que fuera veneno al final. Supongo que ahora, con el cuerpo incinerado, ya no hay manera de averiguarlo. A alguien le resultará de lo más conveniente.
– Pero si estaba rodeado de amigos. No le administraría nadie… ¿estabais vos allí?
De Rinal hizo una mueca.
– ¿Después de lo de lady Gocha? No. Gracias a sus chillidos, me perdí la matanza. -De Rinal miró en rededor, como si se temiera que pudiera acecharlo algún fantasma rencoroso. El que hubiera media docena al alcance de su mano era algo que, evidentemente, desconocía. Cazaril espantó uno que tenía delante, intentado no fijarse en lo que, para su compañero, debía de parecer simple aire.
Sir de Maroc, el maestre de guardarropía del roya, se acercó a su mesa, diciendo:
– ¡De Rinal! ¿Os habéis enterado de las noticias de Ibra? -Tarde, reparó en Cazaril, acodado en las tablas frente a su interlocutor, y vaciló, ruborizándose ligeramente.
Cazaril esbozó una sonrisa cínica.
– Espero que los rumores que os llegan últimamente de Ibra provengan de fuentes más fidedignas, Maroc.
De Maroc se envaró.
– Tratándose del propio correo de la Cancillería, sí. Se presentó atropelladamente mientras mi sastre en jefe arreglaba el atuendo de luto de Orico, al que tenía que sacar cuatro dedos… qué más da, es oficial. El Heredero de Ibra falleció la semana pasada, de repente, aquejado de tos ferina en Ibra del Sur. Su facción se ha derrumbado, y se dispone a pactar con el viejo Zorro, o a salvar la vida sacrificándose. La guerra del sur de Ibra ha terminado.
– ¡Bien! -De Rinal se irguió en su asiento y se atusó la barba-. ¿Eso son buenas noticias, o malas? Buenas para la pobre Ibra, los dioses lo saben. Pero nuestro Orico ha apostado por el bando perdedor de nuevo.
De Maroc asintió.
– Se rumorea que el Zorro guarda rencor a Chalion, por haber removido el puchero y avivado el fuego, aunque no es que al Heredero le hiciera falta añadir leña a esa hoguera.
– A lo mejor el viejo roya entierra su sed de guerra junto a su primogénito -dijo Cazaril, no muy convencido.
– Así que el Zorro tiene un nuevo Heredero, el crío ése de su edad… ¿cómo se llama el muchacho? -preguntó de Rinal.
– Róseo Bergon -informó Cazaril.
– Eso -corroboró de Maroc-. Joven, sí. Y el Zorro podría morir en cualquier momento, dejando en el trono a un niño sin experiencia.
– Tampoco sin experiencia -repuso Cazaril-. Ya ha presenciado la evolución de un asedio y la conclusión de otro, montado en el vagón de su difunta madre, y ha sobrevivido a una guerra civil. Además, nadie tomaría por estúpido a un hijo del Zorro.
– El primero lo era -dijo de Rinal, inexpugnable-. Por abandonar a sus partidarios tan precipitadamente.
– No se puede comparar el morir de tos ferina con carecer de luces -protestó Cazaril.
– Suponiendo que se tratara de tos ferina -apostilló de Rinal, frunciendo los labios ante esta nueva sospecha.
– ¿Qué, creéis que el Zorro sería capaz de envenenar a su propio hijo? -preguntó de Maroc.
– Sus agentes, hombre.
– Bueno, entonces, podría haberlo hecho primero, y ahorrar a Ibra un sin fin de pesares…
Cazaril sonrió por cortesía y se levantó de la mesa, dejando a de Rinal y de Maroc hilvanando sus conjeturas. Se había repuesto de la borrachera, y la cena le había devuelto las fuerzas, pero el abrumador cansancio que persistía le impedía pensar que se encontraba bien. Sin recado de atender a la rósea, se dispuso a acostarse de nuevo.
La fatiga se impuso al miedo y se quedó dormido enseguida. Pero alrededor de la medianoche, se despertó sin aire. Los gritos de un hombre resonaban a lo lejos en su cabeza. Gritos, y sollozos desgarrados, y sordos aullidos de rabia… se irguió de golpe, con el corazón latiendo desbocado, mirando a uno y otro lado para localizar el sonido. Tenue y extraño… ¿provendría del otro lado de la garganta del Zangre, o del río bajo su ventana? No parecía que respondiera ninguno de los habitantes del castillo, no se escuchaban pasos, ni voces de alarma entre los guardias… Transcurridos unos instantes, Cazaril comprendió que no escuchaba los atormentados aullidos con los oídos, del mismo modo que no veía con los ojos los pálidos borrones que flotaban alrededor de su cama. Y reconoció la voz.
Volvió a tumbarse, jadeando, hecho un ovillo, y soportó la algarabía por espacio de otros diez minutos. ¿Estaría preparándose el alma condenada de Dondo para escapar al milagro de la Dama y arrastrarlo al infierno? Ya se disponía a salir de la cama y correr al zoológico, aun en camisón, aporrear las puertas y despertar a Umegat y rogar al santo que lo ayudara -¿había algo que pudiera hacer Umegat para remediar esto?- cuando las voces cesaron.
Se dio cuenta de que debía de ser casi la hora de la muerte de Dondo. ¿Cobraría poderes especiales el espíritu a esa hora? No lograba recordar si había ocurrido lo mismo o no anoche, tal fue su borrachera. Alguna pesadilla molesta había mezclado fragmentos de locura con todas las demás.
Podría haber sido peor, se dijo, mientras su corazón recuperaba su ritmo normal paulatinamente. Dondo podría haber hablado con voz articulada. La idea de que Dondo pudiera ser libre de hablar con él por las noches, ya fuera para despotricar contra él, insultarlo o hacerle viles sugerencias, lo desanimó como no habían conseguido hacerlo los aullidos, y lloró un rato atenazado por el puro terror de ese pensamiento.
Confía en la Dama. Confía en la Dama. Susurró unas plegarias incoherentes, y poco a poco recuperó el control de sí mismo. Si la Dama lo había conducido hasta ahí con algún propósito, raro sería que lo abandonara ahora.
Se le ocurrió un nuevo pensamiento horrible, mientras rememoraba el sermón de Umegat. Si la diosa sólo entraba en el mundo gracias a que Cazaril renunciaba a su voluntad en Su favor, ¿bastaría querer vivir desesperadamente, un acto de voluntad como no había otro igual, para excluirla y negar Su milagro? Quizá la cápsula protectora estallara como una pompa de jabón, desatando una paradoja de muerte y condenación… Seguir este hilo lógico y todas sus posibles ramificaciones fue suficiente para mantenerlo despierto durante horas, mientras la noche se consumía despacio. El cuadrado de la ventana de su cámara griseaba tenuemente para cuando volvió a reclamarlo la bendita inconsciencia.
He ahí que, flanqueado por sus fantasmagóricos escoltas, subió las escaleras entrada la mañana siguiente camino de su despacho. Se sentía estúpido y espeso por culpa de la falta de sueño, y anticipaba sin ningún entusiasmo una semana llena de correspondencia y cuentas abandonadas, montones de papeles desordenados sobre su escritorio desde la hora en que se anunció el desastroso enlace de Iselle.
Encontró a sus damas levantadas temprano. En la sala de estar que limitaba con su despacho, habían desplegado sobre una mesa todos sus mapas nuevos de estudio. Iselle estaba apoyada de manos, mirándolos. Betriz, de brazos cruzados, curioseaba por encima del hombro de la rósea, ceñuda. Las dos jóvenes, y Nan de Vrit, que se afanaba en su costura, se habían vestido con los negros y lavandas propios del luto formal de la corte, prudente artificio que Cazaril aprobaba.
Al entrar, vio junto a la mano de Iselle un revoltijo de papeles con listas garabateadas, de las que se habían tachado algunos artículos, mientras que otros se habían inscrito en círculos o señalado con una cruz. Iselle frunció el ceño y señaló un punto en el mapa señalado con un recio alfiler de sombrero, y se dirigió por encima del hombro a su fámula:
– Pero si esto no… -Se interrumpió al reparar en Cazaril. La invisible capa negra seguía adherida a ella; únicamente un ocasional y débil hilo de luz azul retenía su fulgor inmerso en los untuosos pliegues. Las manchas fantasmas se apartaron violentamente de ella y, para alivio parcial de Cazaril, desaparecieron de su segunda vista.