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La provincara contuvo la respiración. El alcaide, que había ido inclinándose cada vez más en su silla conforme se desgranaba el relato, estalló:

– ¡Protestaríais, sin duda!

– Oh, cinco dioses, sí. Protesté durante todo el camino a Visping. Seguía protestando cuando me arrastraron hasta la plancha y me encadenaron a mi remo. Todavía protestaba cuando zarpamos, y luego… aprendí a dejar de protestar. -Sonrió de nuevo. Se sentía como si llevara puesta una máscara de payaso. Afortunadamente, nadie reparó en esa pequeñez-. Pasé… mucho tiempo en una nave u otra. -Diecinueve meses y ocho días, los había contado después. Por aquel entonces, no habría sabido distinguir un día de otro-. Y luego tuve la mayor de las suertes, cuando mi corsario se dio de bruces con una flota del roya de Ibra que estaba de maniobras. Os aseguro que los voluntarios de Ibra remaban mejor que nosotros, y no tardaron en alcanzarnos.

Dos hombres habían muerto decapitados encadenados a su puesto por los roknari, cada vez más desesperados, por abandonar los remos deliberada o accidentalmente. Uno de ellos estaba sentado junto a Cazaril, habían sido compañeros de banco durante meses. Se le metió algo de sangre en la boca; todavía la saboreaba cuando cometía el error de pensar en ello. Podía saborearla ahora. Cuando el corsario hubo sido reducido, los ibranos habían remolcado a los roknari, algunos de ellos aún con vida, detrás del barco sujetos por cuerdas que eran sus propias entrañas, hasta que los grandes peces hubieron dado cuenta de ellos. Algunos de los galeotes liberados se habían ofrecido voluntarios para remar. Cazaril no pudo. La última tanda de latigazos lo había dejado al borde de ser arrojado por la borda, destrozado e inservible, por el oficial de galeras roknari. Se quedó sentado en la cubierta, presa de espasmos incontrolables, llorando.

– Los buenos ibranos me dejaron en tierra en Zagosur, donde permanecí enfermo durante algunos meses. Ya sabéis lo que ocurre con algunos hombres cuando se ven liberados repentinamente de su carga. Se vuelven… bastante infantiles. -Sonrió contrito a nadie en particular. Para él, habían sido el desmayo y la fiebre, hasta que hubieron cicatrizado las heridas de su espalda; luego la disentería, después los escalofríos. Y, durante todo ese tiempo, los ataques de llanto inconsolable. Lloraba cuando le traía la cena un acólito. Cuando salía el sol. Cuando se ponía. Cuando lo sobresaltaba un gato. Cuando le ayudaba a acostarse. En cualquier momento, sin motivo-. Me acogieron en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre. Me sentí un poco mejor cuando se me hubieron secado las lágrimas casi por completo -y los acólitos decidieron que no estaba loco, simplemente nervioso-, me dieron algo de dinero y caminé hasta aquí. Llevo tres semanas caminando.

En la estancia imperaba un silencio sepulcral.

Alzó la mirada, y vio que la rabia había tensado los labios de la provincara. El terror le atenazó el estómago vacío.

– ¡Era el único sitio en el que podía pensar! -se apresuró a disculparse-. Lo siento. Lo siento.

El castellano exhaló y se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Cazaril. La compañera de la dama tenía los ojos abiertos de par en par.

Con voz vibrante, la provincara declaró:

– Eres el castelar de Cazaril. Deberían haberte dado un caballo. Deberían haberte ofrecido una escolta.

Cazaril agitó las manos en atemorizada negativa.

– ¡No, no, mi señora! Era… era suficiente. -Bueno, casi. Comprendió, tras un parpadeo tembloroso, que la ira de la dama no iba dirigida contra él. Oh. Se le hizo un nudo en la garganta y la habitación se tornó borrosa. No, otra vez no, aquí no Raudo, añadió-: Era mi deseo ponerme a vuestro servicio, señora, si creéis que puedo seros útil. Admito que… no puedo hacer gran cosa. Todavía.

La provincara se acomodó, con la barbilla ligeramente apoyada en la mano, y lo estudió. Transcurrido un momento, dijo:

– Tocabais muy bien el laúd, cuando erais paje.

– Ah… -grajeó Cazaril, intentando cubrir una mano encallecida con la otra por un espasmódico instante. Sonrió con renovado pesar y las exhibió brevemente sobre las rodillas-. No creo que ahora pudiera, mi lady.

La dama se inclinó hacia delante; su mirada se demoró un momento en la zurda mutilada.

– Ya veo. -Volvió a reclinarse, con los labios fruncidos-. Recuerdo que solías leer todos los libros que había en la biblioteca de mi marido. El oficial de pajes siempre andaba quejándose de ti por ese motivo. Le dije que te dejara en paz. Aspirabas a componer poemas, según creo recordar.

Cazaril no estaba seguro de que su mano derecha pudiera cerrarse en torno a una pluma, en esos momentos.

– Creo que Chalion se libró de una plaga de poesía infecta cuando me enviaron a la guerra.

La provincara se encogió de hombros.

– Vamos, vamos, castelar, tu solicitud de empleo es desalentadora. No sé si la pobre Valenda tiene vacantes en las que ocuparte. Has sido cortesano, capitán, alcaide, correo.

– Dejé de ser un cortesano el día que murió el roya Ias, mi lady. Y capitán… ayudé a perder la batalla de Dalus. -Y me pudrí durante casi un año entero en las mazmorras de la royeza de Brajar, después de aquello-. Alcaide, en fin, sucumbimos al asedio. En cuanto a lo de correo, casi me ahorcan por espía. En dos ocasiones. -Reflexionó. Y las tres veces que le habían aplicado torturas quebrantando los tratados-. Ahora… ahora, bueno, sé cómo se gobiernan los remos de un barco. Y cómo cocinar la rata de cinco maneras distintas.

A decir verdad, ahora mismo no le diría que no a un buen plato de rata.

No sabía qué inferir de la expresión de la provincara, de aquellos ojos ancianos que sondeaban su alma. Quizá fuera cansancio, pero esperaba que fuese apetito. Estaba casi seguro de que era hambre, porque al final la mujer esbozó una sonrisa maliciosa.

– Acompáñanos a la cena, en ese caso, castelar, aunque me temo que nuestro cocinero no podrá ofrecerte rata. No es la temporada, en la pacífica Valenda. Consideraré tu petición.

Cazaril asintió dando las gracias en silencio, temiéndose que se le quebrara la voz.

Siendo aún invierno, la comida principal del día en la casa se había servido a mediodía, formalmente, en el gran salón. La cena era más frugal y consistía, evidenciado el carácter ahorrativo de la provincara, el pan y la carne sobrante del mediodía pero, evidenciando su orgullo, sólo de la mejor calidad, acompañado todo de una generosa libación de sus excelentes vinos. Cuando llegara el asfixiante calor del verano de las llanuras altas, se invertiría el procedimiento; el almuerzo sería más ligero, y la comida fuerte se serviría al anochecer, cuando los baocios de toda ralea salieran a sus frescos patios para cenar a la luz de las lámparas.

Se sentaron sólo ocho, en una cámara privada sita en un edificio nuevo cerca de las cocinas. La provincara ocupó el centro de la mesa y cedió a Cazaril el puesto de honor a su diestra. Cazaril se sintió amilanado al encontrarse flanqueado por la rósea Iselle al otro costado, y el róseo Teidez frente a ella. Le infundió ánimos de nuevo ver que el róseo se afanaba en hacer más llevadera la espera arrojando pelotas de pan a su hermana mayor, maniobra severamente frustrada por su abuela. El brillo vengativo de los ojos de la rósea sólo se vio distraído, juzgó Cazaril, por una oportuna intervención de su compañera Betriz, que estaba sentada delante y algo a la izquierda de él.