Lady Betriz sonrió a Cazaril desde el otro lado de la mesa, revelando un hoyuelo elusivo, y parecía que estuviera a punto de decir algo, cuando apareció el criado portando una palangana que les ofreció por turnos para que se lavaran las manos. El agua templada estaba perfumada con verbena. A Cazaril le temblaron las manos cuando las mojó y se las secó en la delicada toalla de lino, debilidad que ocultó en cuanto pudo recogiéndolas sobre el regazo. La silla que tenía justo delante permanecía vacía.
Cazaril la señaló con un gesto e, inseguro, preguntó a la provincara:
– ¿Va a acompañarnos la viuda royina, vuestra gracia?
La dama apretó los labios.
– Lamentablemente, Ista no se siente lo bastante bien esta noche. Suele… comer casi siempre en sus aposentos.
Cazaril sofocó una momentánea intranquilidad y decidió preguntar a otra persona, más adelante, qué era exactamente lo que preocupaba a la madre del róseo y la rósea. Aquella breve compresión sugería algo crónico, o pertinaz, o demasiado doloroso para mencionarlo. Su prolongada viudedad había ahorrado a Ista los peligros añadidos del parto que eran la pesadilla de las jóvenes, aunque también había que contar con los sobrecogedores trastornos femeninos que asolaban a las matronas… Ista, como segunda esposa del roya Ias, había sido desposada siendo él de mediana edad y su hijo y heredero Orico ya adulto. Durante el poco tiempo que había permanecido Cazaril en la corte de Chalion, hacía años, la había visto solamente a una discreta distancia; parecía feliz, la niña de los ojos del roya cuando el matrimonio era joven. Ias había adorado a la pequeña Iselle y a Teidez, todavía un bebé en brazos de la enfermera.
Su dicha se había visto ensombrecida por la lamentable tragedia de la traición que cometió el lord de Lutez, la cual, según convenían muchos testigos, había acelerado el fallecimiento de pena del envejecido roya. Cazaril no pudo por menos de preguntarse si la enfermedad que evidentemente había alejado a la royina Ista de la corte de su hijastro habría obedecido a alguna desafortunada razón política. Pero el nuevo roya Orico siempre se había mostrado respetuoso con su madrastra, y amable con sus hermanastros, a juicio de todos.
Cazaril carraspeó para camuflar el gruñido de su estómago y dirigió su atención al caballero tutor superior del róseo, sentado al final de la mesa al otro lado de lady Betriz. La provincara, con una regia inclinación de cabeza, lo conminó a dirigir la oración a la Sagrada Familia que habría de bendecir los inminentes alimentos. Cazaril esperaba que fueran realmente inminentes. El misterio de la silla vacía quedó resuelto cuando el alcaide del castillo sir de Ferrej llegó corriendo y prodigó disculpas por su demora antes de tomar asiento.
– Me ha entretenido el divino de la Orden del Bastardo -explicó mientras se repartían el pan, la carne y los frutos secos.
Cazaril, conteniéndose para no abalanzarse sobre su comida igual que un perro hambriento, produjo un sonido educadamente inquisitivo y probó su primer bocado.
– El jovencito más imparablemente locuaz -añadió de Ferrej.
– ¿Ahora qué quiere? -preguntó la provincara-. ¿Más donativos para la inclusa? Ya enviamos un cargamento la semana pasada. Los criados del castillo se niegan a ceder más ropa vieja.
– Amas de cría -respondió de Ferrej, masticando.
– ¡No de mi casa! -bufó la provincara.
– No, pero quería que yo corriera la voz de que el Templo las busca. Esperaba que alguien tuviera en su familia una mujer inclinada a la beneficencia. La semana pasada les dejaron otro bebé frente a los postigos, y espera que haya más. Al parecer, es temporada.
La Orden del Bastardo, según la lógica de su teología, clasificaba los partos no deseados entre los sucesos fuera de temporada que obedecían el mandato de los dioses: bastardos incluidos, naturalmente, y niños privados de sus padres a temprana edad. Total, Cazaril pensaba que un dios que se suponía que comandaba una legión de demonios no debería tener demasiados problemas para recaudar dinero con el que subvencionar sus buenas obras.
Con discreción, aguó su vino; era un crimen estropear así esa cosecha, pero estaba seguro de que, con el estómago vacío, se le subiría a la cabeza. La provincara le dedicó un asentimiento de aprobación, pero luego se enfrascó en una discusión con su prima por el mismo motivo, saliendo parcialmente triunfal con medio vaso de vino sin diluir. Sir de Ferrej continuó:
– El divino me ha contado una historia interesante, eso sí; ¿a que no sabéis quién murió anoche?
– ¿Quién, papá? -dijo servicialmente lady Betriz.
– Sir de Naoza, el célebre duelista.
No era un nombre que reconociera Cazaril, pero la provincara sorbió por la nariz.
– Ya era hora. Qué espanto de hombre. Nunca lo recibí, aunque supongo que habría quienes fueran tan tontos de hacerlo. ¿Subestimó al fin a su víctima… digo, adversario?
– Ahí es donde la historia se pone interesante. Al parecer, fue asesinado por la magia de la muerte. -Anecdotista consumado, de Ferrej trasegó su vino mientras los murmullos se propagaban por la mesa. Cazaril se quedó paralizado en mitad de un bocado.
– ¿Intentará el Templo resolver el misterio? -quiso saber la rósea Iselle.
– No es ningún misterio, sino más bien una tragedia. Hace un año, aproximadamente, de Naoza fue empujado en plena calle por el hijo único de un tratante de lana de la provincia, con el resultado de siempre. Bueno, de Naoza se defendió arguyendo que había sido un duelo, como es lógico, pero hubo quienes presenciaron la escena y dijeron que había sido asesinato a sangre fría. No se sabe cómo, no se pudo dar con ninguno de ellos para que testificaran cuando el padre del joven quiso llevar a de Naoza ante la justicia. Se rumoreaba también que la integridad del juez estaba en entredicho.
La provincara chasqueó la lengua. Cazaril se atrevió a tragar, y dijo:
– Continuad.
Alentado, el castellano reanudó su relato:
– El mercader era viudo, y el muchacho no era sólo "hijo" único, sino su único descendiente. Y a punto de contraer matrimonio, además, para empeorar las cosas. La magia de la muerte es un asunto turbio, sí, pero no puedo por menos de sentir cierta simpatía por el pobre mercader. Bueno, rico mercader, supongo, pero en cualquier caso, demasiado mayor para perfeccionar sus dotes de esgrima hasta el punto de ser capaz de enfrentarse a alguien como de Naoza. Así que recurrió a lo que pensaba que era su último recurso. Se pasó todo el año pasado estudiando las negras artes, dónde encontró todo ese conocimiento es un buen rompecabezas para el Templo, os lo aseguro, renunció a su trabajo, según tengo entendido, y luego, anoche, se dirigió a un molino abandonado a unos diez kilómetros de Valenda e intentó invocar un demonio. ¡Y por el Bastardo que lo consiguió! Encontraron su cuerpo allí mismo esta mañana.
El Padre del Invierno era el dios de todas las muertes en temporada, y de la justicia; pero además de todos los desastres que se le atribuían, el Bastardo era el dios de los ejecutores. Y, por cierto, el dios de un saco lleno de otros trapos sucios. Parece que el mercader fue a comprar su milagro a la tienda correcta. El cuaderno de notas que guardaba Cazaril en su chaleco pareció ganar cinco kilos de peso de golpe; pero eran sólo imaginaciones suyas el que pareciera que fuese a abrasar la tela y estallar en llamas.
– Bueno, que no espere mis simpatías -dijo el róseo Teidez-. ¡Ha sido una cobardía!
– Sí, pero ¿qué se puede esperar de un comerciante? -observó su tutor, mesa abajo-. Los hombres de esa clase no están versados en el tipo de código de honor que se enseña a los auténticos caballeros.