Gibesh, que había quedado montando guardia, se acercó a Tirin y a Shevek después de la comida; parecía preocupado.
—Me pareció oír que Kad decía algo allí adentro. Con una voz muy rara.
Hubo un momento de silencio.
—Lo dejaremos salir —dijo al fin Shevek.
Tirin se volvió hacia él.
—Vamos, Shev, no te ablandes ahora. No te pongas altruista. Déjalo que siga y se respete a sí mismo hasta el final.
—Altruista, mierda. Lo que quiero es respetarme a mí mismo —dijo Shevek y partió hacia el centro de aprendizaje. Tirin lo conocía; no perdió más tiempo en discutir con él, y lo siguió. Los de once años fueron detrás. Se arrastraron por debajo del edificio y llegaron a la celda. Shevek quitó una de las cuñas, Tirin la otra. La puerta de la prisión cayó hacia afuera con un golpe sordo.
Allí, tirado en el suelo, encogido sobre un costado, estaba Kadagv. Se sentó, y luego, muy lentamente, se levantó y salió. El techo de la celda era bajo, pero Kadagv pareció encorvarse más de lo necesario, y parpadeó a la luz de la linterna; no obstante, tenía el aspecto cíe siempre. El olor que salió con él era inverosímil. Por alguna causa había tenido un ataque de diarrea. La celda estaba toda sucia, y en la camisa de Kadagv había manchas amarillas de materias fecales. Cuando las vio a la luz de la linterna, trató de ocultarlas con la mano. Nadie hizo mayores comentarios.
Cuando se hubieron arrastrado fuera del hueco, mientras iban al dormitorio, Kadagv preguntó:
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Unas treinta horas, teniendo en cuenta las cuatro primeras.
—Bastante largo —dijo Kadagv sin convicción.
Después de acompañarlo a los baños para que se limpiase, Shevek se precipitó a la letrina, y allí se inclinó y vomitó. Los espasmos le duraron un cuarto de hora y lo dejaron tembloroso y exhausto. Fue al dormitorio común, leyó un poco de física, y se acostó temprano. Ninguno de los cinco chicos volvió jamás a la prisión bajo el centro de aprendizaje. Ninguno mencionó jamás el episodio, excepto Gibesh, quien una vez quiso jactarse ante algunos chicos y chicas mayores; pero ellos no comprendieron y Gibesh abandonó el tema.
La Luna brillaba alta sobre el Instituto Regional de Ciencias Nobles y Materiales de Poniente del Norte. Cuatro muchachos de quince o dieciséis años estaban sentados en la cresta de una colina entre matas enmarañadas de holum rastrero, mirando el Instituto Regional abajo, y la Luna allá arriba.
—Curioso —dijo Tirin—. Nunca se me había ocurrido pensar…
Comentarios de los otros tres sobre lo obvio de la observación.
—Nunca se me había ocurrido pensar —dijo Tirin, imperturbable— en el hecho de que allá arriba, en Urras, hay gente sentada en una colina que mira a Anarres, que nos mira a nosotros, y dice: «Mira, ahí está la Luna». Para ellos nuestra Tierra es la Luna de ellos, y nuestra Luna es la Tierra.
—¿Dónde, entonces, está la verdad? —declamó Bedap, y bostezó.
—En la colina en que estás sentado —dijo Tirin. Todos siguieron contemplando la turquesa neblinosa y brillante que un día después del plenilunio ya no era completamente redonda. El casquete de hielo septentrional resplandecía.
—Está claro en el norte —dijo Shevek—. Hay sol. Allí está A-Io, ese bulto parduzco.
—Están todos desnudos, tirados al sol —dijo Kvetur— con joyas en los ombligos, y sin un pelo. Hubo un silencio.
Habían subido a la cresta de la colina en busca de compañía masculina. La presencia de mujeres era opresiva para todos ellos. Tenían la impresión de que en los últimos tiempos el mundo se había llenado de muchachas. Por donde miraban, despiertos o dormidos, veían muchachas. Todos habían tratado de copular con ellas; algunos, desesperados, también habían tratado de no copular con ellas. Pero eso no cambiaba las cosas. Las muchachas estaban allí.
Tres días antes, en un curso de Historia del Movimiento Odoniano, todos habían asistido a la misma clase y la imagen de las joyas iridiscentes en los huecos tersos de los vientres de las mujeres, bruñidos y untuosos, se les había aparecido a todos en privado una y otra vez.
También habían visto cadáveres de niños, velludos como ellos, amontonados como chatarra, rígidos y herrumbrosos, sobre una playa, y unos hombres que vertían petróleo sobre los niños y encendían hogueras.
—Una hambruna en la provincia de Bachifoil en la nación de Thu —había dicho la voz del relator—. Los cuerpos de los niños muertos de hambre y enfermedades son cremados en las playas. En las playas de Tius, a setecientos kilómetros de distancia, en la nación de A-Io (y entonces habían aparecido los ombligos enjoyados), las mujeres reservadas para la satisfacción sexual de los miembros masculinos de la clase propietaria (usaban las palabras ióticas, porque en právico no había equivalentes de los dos vocablos) descansan todo el día hasta que gentes de la clase desposeída les sirven la cena.
Un primer plano de la hora de la comida: bocas delicadas mascando y sonriendo, manos suaves tendidas hacia manjares suculentos apilados en fuentes de plata. Luego, otra vez, el rostro ciego y obtuso de un niño muerto, la boca abierta, vacía, negra, reseca.
—Lado a lado —había dicho la voz serena.
Pero la imagen que como una burbuja oleosa e irisada había trepado a la mente de los muchachos era en todos la misma.
—¿Qué edad tendrán esas películas? —dijo Tirin—. ¿Serán anteriores a la Emigración, o contemporáneas? Nunca lo dicen.
—¿Qué importa? —dijo Kvetur—. Así vivían en Urras antes de la Revolución Odoniana. Todos los odonianos emigraron y vinieron aquí, a Anarres. Así que probablemente nada ha cambiado… todavía siguen en eso, allá. —Señaló la gran Luna verdeazul.
—¿Cómo podemos saberlo?
—¿Qué quieres decir, Tir? —preguntó Shev.
—Si esas películas tienen ciento cincuenta años, tal vez ahora en Urras las cosas sean muy diferentes. No digo que lo sean, pero si lo fueran ¿cómo lo sabríamos? No vamos a Urras, no hablamos, no nos comunicamos con ellos. En realidad, no tenemos ninguna idea de cómo es hoy la vida en Urras.
—La gente de la CPD lo sabe. Ellos hablan con los urrasti de los cargueros que llegan al Puerto de Anarres. Ellos están informados. Necesitan estarlo, para que podamos continuar nuestro intercambio con Urras, y saben además hasta qué punto pueden ser una amenaza para nosotros. —Bedap había hablado con serenidad, pero la respuesta de Tirin fue áspera.
—-Quizá los de la CPD estén informados, pero no nosotros.
—¡Informados! —dijo Kvetur—. ¡He oído hablar de Urras toda mi vida! ¡Me importa un bledo si nunca más veo una fotografía de las asquerosas ciudades urrasti y de los cuerpos grasientos de las mujeres urrasti!
—De eso se trata precisamente —dijo Tirin con el júbilo de quien se atiene a una lógica—. El material sobre Urras accesible a los estudiantes es siempre el mismo. Repulsivo, inmoral, excrementicio. Pero piensa un poco. Si ese mundo era tan malo como dicen cuando emigraron los Colonos, ¿cómo ha logrado sobrevivir ciento cincuenta años? Si estaban tan enfermos ¿por qué no se han muerto? ¿Por qué no se han derrumbado las sociedades propietarias? ¿Por qué les tenemos tanto miedo?