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—Contaminación —dijo Bedap.

—¿Tan débiles somos que no nos atrevemos a correr un pequeño riesgo? En todo caso, no es posible que todos estén enfermos. Como quiera que sea la sociedad en que viven, algunos han de ser decentes. También aquí la gente es distinta ¿no? ¡Acuérdate de ese infame de Pesus!

—Pero-en un organismo enfermo, hasta una célula sana está condenada —dijo Bedap.

—Oh, nada puedes probar con la analogía, y bien que lo sabes. De cualquier modo, ¿cómo sabemos que toda esa sociedad está realmente enferma?

Bedap se mordisqueó la uña del pulgar.

—¿Estás tratando de decir que la CPD y el Sindicato de Material Educativo nos mienten sobre Urras?

—No; dije que sólo sabemos lo que ellos dicen. ¿Y sabéis qué nos dicen? —El rostro moreno, de nariz respingada de Tirin, claro a la brillante luz azulada de la Luna, se volvió hacia ellos.— Kvet lo dijo, hace apenas un minuto. Él recibió el mensaje. Vosotros lo oísteis: detestad a Urras, odiad a Urras, temed a Urras.

—¿Por qué no? —preguntó Kvetur—. ¡Ya ves cómo nos trataron a nosotros, los odonianos!

—Nos dieron la Luna de ellos ¿sí o no?

—Sí, para evitar que les arruináramos sus negocios e instaurásemos allí la sociedad justa. Apuesto a que ni bien se desembarazaron de nosotros, se pusieron a organizar gobiernos y ejércitos con más rapidez que antes, porque no quedaba nadie que lo impidiese. Si les abriésemos el Puerto, ¿crees que vendrían como amigos y hermanos? ¿Ellos mil millones, y nosotros veinte? Nos exterminarían, o nos convertirían a todos,… ¿cómo se dice, cuál es la palabra?… en esclavos, ¡y trabajaríamos para ellos en las minas!

—Está bien. Admito que quizá es prudente temer a Urras. Pero ¿por qué odiar? El odio no es funcional. ¿Por qué nos lo enseñan? ¿No será porque si realmente supiéramos cómo es Urras nos gustaría… algo de allá… a algunos de nosotros? ¿Que la CPD no sólo quiere impedir que ellos vengan aquí, sino también que algunos de aquí quieran ir allá?

—¿Ir a Urras? —dijo Shevek, desconcertado.

Discutían por el gusto de discutir, de dejar que el pensamiento recorriera libremente los caminos de lo posible, de cuestionar lo incuestionable. Eran inteligentes, de mentes ya habituadas a la claridad de la ciencia, y tenían dieciséis años. Pero en ese momento, como antes Kvetur, Shevek ya no tuvo ganas de continuar la discusión. Se sentía perturbado.

—¿Quién querría ir a Urras?—inquirió—. ¿Para qué?

—Para averiguar cómo es otro mundo. Para ver cómo es un caballo.

—Esas son niñerías —dijo Kvetur—. También hay vida en otros sistemas siderales —movió una mano hacia el cielo bañado por la Luna—, dicen. ¿Y qué? ¡Nosotros tuvimos la suerte de nacer aquí!

—Si somos mejores que todas las otras sociedades humanas —dijo Tirin—, entonces tendríamos que ayudarlas. Pero nos lo prohíben.

—¿Prohíben? Una palabra inorgánica. ¿Quién prohíbe? Estás objetivando la función integrativa misma —dijo Shevek, inclinando el torso hacia adelante y hablando con pasión—. ¿El «orden» no es lo mismo que las «órdenes»? No nos vamos de Anarres porque somos Anarres. Tú, por ser Tirin, no puedes salir del pellejo de Tirin. Tal vez te gustaría tratar de ser otro, por curiosidad, pero no puedes. ¿Pero acaso te lo impiden por la fuerza? ¿Acaso nos retienen aquí por la fuerza? ¿Qué fuerza… qué leyes, qué gobiernos, qué policía? Nada ni nadie. Sólo nuestro ser, nuestra naturaleza de odonianos. Tu naturaleza está en ser Tirin, y la mía está en ser Shevek, y nuestra naturaleza común es la de ser odonianos, mutuamente responsables. Y en esta responsabilidad se funda nuestra libertad. Eludir la responsabilidad equivaldría a dejar de ser libres. ¿Te gustaría de veras vivir en una sociedad en la que no hubiera ninguna responsabilidad, ninguna libertad, ninguna opción, a no ser la falsa opción de la obediencia a la ley, o la desobediencia seguida del castigo? ¿Querrías realmente vivir en una cárcel?

—Oh, demonios, no. ¿No puedo hablar? El problema contigo, Shev, es que nunca dices nada hasta que has amontonado toda una carga de malditos argumentos, pesados como ladrillos, y entonces los largas todos de golpe, y nunca se te ocurre mirar el cuerpo ensangrentado y maltrecho bajo el montón…

Shevek echó el torso hacia atrás, como si se defendiera. Pero Bedap, un muchacho robusto, de cara cuadrada, siguió mordiéndose la uña del pulgar y dijo:

—De todos modos, lo que dice Tir es válido. Sería bueno estar seguros de que sabemos toda la verdad acerca de Urras.

—¿Quién crees que nos está mintiendo? —preguntó Shevek.

Bedap enfrentó serenamente la mirada de Shevek.

—¿Quién, hermano? ¿Quién sino nosotros mismos?

El otro planeta resplandecía en lo alto, sereno y brillante, como un hermoso ejemplo de la improbabilidad de lo real.

La repoblación forestal del oeste del litoral temeniano, uno de los grandes proyectos de la quinceava década de la colonización anarresti, había ocupado a cerca de dieciocho mil personas durante dos años.

Aunque las extensas playas del sudeste eran fértiles, permitiendo la subsistencia de numerosas comunidades pesqueras y agrícolas, el área cultivable era apenas una franja contigua al mar. En el interior, hacia el oeste, y hasta las dilatadas planicies del sudeste, se extendía un territorio deshabitado, salvo unas pocas y aisladas poblaciones mineras. Era la región llamada La Polvareda.

En la era geológica anterior, La Polvareda había sido un enorme bosque de holum, la especie ubicua que dominaba en Anarres. Ahora, el clima era más cálido y más seco. Milenios de sequía habían exterminado los árboles y resecado el suelo hasta convertirlo en un fino polvo gris que una mínima ráfaga transformaba en colinas tan puras de línea y tan áridas como una duna de arena. Al replantar los bosques, los anarresti confiaban devolver a esa tierra inquieta la antigua fertilidad. En consonancia, pensaba Shevek, con el principio de la reversibilidad causal, un principio que la física de las secuencias, a la sazón respetable en Anarres, no reconocía, pero que era aún un elemento íntimo, tácito del pensamiento odoniano. Hubiera querido escribir un trabajo que relacionase las ideas de Odo con las concepciones de la física temporal, y en particular la influencia de la reversibilidad causal en las opiniones de Odo sobre el problema de los fines y medios. Pero a los dieciocho años no sabía tanto como para ponerse a escribir un trabajo semejante, y si no se iba pronto de la maldita Polvareda para dedicarse otra vez a la física, nunca podría hacerlo.

De noche, en los campamentos de Proyectos, todo el mundo tosía. Durante el día tosían menos, estaban demasiado ocupados para toser. El polvo era el enemigo de todos, ese polvillo fino y seco que se adhería a la garganta y los pulmones; el enemigo y el mimado de todos, la esperanza. Antaño, ese mismo polvo había estado posado, opulento y oscuro, a la sombra de los árboles. Quizá, con el trabajo de todos, volviera a ser como antes.

Ella extrae de la piedra la hoja verde, del centro de la roca el agua clara…

Gimar siempre tarareaba la melodía, y ahora, en el calor del atardecer, mientras regresaban al campamento, a través de la llanura, cantaba en alta voz las palabras.

—¿Quién? ¿Quién es «ella»? —preguntó Shevek.

Gimar sonrió. Tenía manchada, salpicada de costras de polvo la ancha cara sedosa, el pelo sucio de polvo, y un olor fuerte y agradable a sudor.

—Yo me crié en Levante del Sur —dijo—. Donde están los mineros. Es una canción de mineros.