Aquellas muchachas eran buenas compañeras, afables e independientes. Los muchachos de la edad de Shevek parecían estancados en un infantilismo que tenía algo de enmohecido y reseco. Eran excesivamente intelectuales. Al parecer no querían comprometerse, ni con el trabajo ni con el sexo. Al oír hablar a Tirin, uno habría imaginado que él mismo había inventado la copulación, pero todas sus relaciones eran con chicas de quince o dieciséis, se apartaba intimidado de las muchachas que tenían su misma edad. Bedap, que nunca había sido sexualmente muy activo, se conformaba con aceptar el homenaje de un chico más joven que sentía por él una pasión idealista homosexual. Parecía no tomar nada en serio; se había vuelto irónico y enigmático. Shevek lo sentía distante. No había amistades duraderas; hasta Tirin estaba demasiado concentrado en sí mismo, y en los últimos tiempos demasiado voluble, para poder reanudar el antiguo vínculo… si Shevek lo hubiese deseado. En realidad, no lo deseaba. Aceptó de todo corazón el aislamiento. Nunca se le ocurrió pensar que la reserva de Bedap y Tirin podía ser una reacción; que su carácter, bondadoso pero ya formidablemente hermético podía crear una atmósfera propia, una atmósfera que sólo alguien de una gran fortaleza o que sintiera por él una profunda devoción sería capaz de soportar. Todo cuanto advirtió fue que ahora, por fin, tenía tiempo de sobra para trabajar.
Allá en el Sudeste, una vez que se hubo habituado al esfuerzo físico incesante, cuando dejó de devanarse los sesos en la confección de mensajes cifrados, y de derrochar semen en sueños húmedos, había empezado a concebir ciertas ideas. Ahora tenía tiempo libre para elaborarlas, para ver si en ellas había algo.
El Decano de Física del Instituto era una mujer llamada Milis, En ese entonces no era ella quien dirigía los cursos de física, ya que todos los puestos administrativos rotaban año tras año entre los veinte profesores permanentes, pero hacía treinta años que trabajaba allí y era la mente más lúcida del Instituto. Alrededor de Mitis siempre había una especie de claro psicológico, comparable al vacío que rodea la cima de una montaña, y que la ausencia total de autoritarismos y presiones ponía de manifiesto. Hay personas dotadas de una autoridad innata; algunos emperadores tienen trajes nuevos.
—Le mandé a Sabul, en Abbenay, el trabajo que escribiste sobre frecuencia relativa —le dijo a Shevek, con su tono habitual, brusco y afable—. ¿Quieres ver la respuesta?
Empujó por encima de la mesa un trocito de papel deshilachado, arrancado evidentemente de una hoja más grande. En él, garrapateada en caracteres diminutos, una ecuación:
Shevek apoyó las manos sobre la mesa y estudió larga y concienzudamente el papelito. Tenía los ojos claros, y la luz de la ventana los inundaba de tanta claridad que parecían transparentes como el agua. Shevek tenía diecinueve años, Mitis cincuenta y cinco. Lo miraba con piedad y admiración.
—Esto es lo que falta —dijo Shevek. La mano buscó a tientas un lápiz sobre la mesa. Empezó a trazar signos en un trozo de papel. A medida que escribía, se le encendía el rostro incoloro, plateado por el vello cono y fino, y las orejas se le ponían rojas.
Mitis se desplazó en silencio por detrás de la mesa y se sentó. Tenía trastornos circulatorios en las piernas y necesitaba sentarse. El movimiento, sin embargo, importunó a Shevek. Alzó los ojos con una fría expresión de fastidio.
—Podré terminarlo dentro de un par de días.
—Sabul quiere ver los resultados.
Hubo una pausa. El rostro de Shevek había recobrado su color natural. Quería a Mitis entrañablemente, y volvía a sentir la presencia de ella.
—¿Por qué le mandaste el trabajo a Sabul? —le preguntó—. ¡Con tamaño agujero! —Sonrió; el placer de reparar mentalmente el agujero lo entusiasmaba.
—Pensé que él podría ver en qué te equivocaste. Yo no pude. Además, quería que viera lo que estás buscando… Querrá que vayas allá, a Abbenay, sabes.
El joven no respondió.
—¿Quieres ir?
—Todavía no.
—Lo suponía. Pero tendrás que ir. Por los libros, y por las mentes que allá podrás conocer. ¡ No vas a derrochar tu inteligencia en un desierto! —Mitis hablaba con una pasión súbita.— Tienes la obligación de buscar lo mejor, Shevek. No te dejes atrapar por un igualitarismo equívoco. Trabajarás con Sabul, él es bueno, te hará trabajar duro. Pero tendrás la libertad de buscar el camino que deseas. Quédate aquí otro período, y luego márchate. Y ten cuidado, en Abbenay. Cuida tu libertad. El poder es algo inherente a todo centro. Irás al centro. Yo no conozco bien a Sabul; no sé nada en contra de él; pero ten presente una cosa: serás su hombre.
En právico las formas singulares del posesivo eran empleadas principalmente para dar énfasis; el idioma común las evitaba. Los niños pequeños podían decir «mi madre», pero pronto aprendían a decir «la madre». Nunca decían «mi mano me duele», sino «me duele la mano», y así sucesivamente; nadie decía en právico «esto es mío y aquello es tuyo»; decían «yo uso esto y tú usas aquello». La afirmación de Mitis, «Serás su hombre» le sonaba extraña. Shevek la miró, sin comprender.
—Ahora tienes trabajo —dijo Mitis. Los ojos negros le relampaguearon, como de cólera.
—¡Hazlo! —Y se marchó, porque un grupo la estaba esperando en el laboratorio. Confundido, Shevek volvió a estudiar el trozo de papel garrapateado. Pensó que lo que Mitis le había querido decir era que se diese prisa y corrigiera las ecuaciones. Sólo mucho tiempo después comprendió lo que había tratado de decirle.
La víspera de su partida para Abbenay los compañeros de estudio le ofrecieron una fiesta de despedida. Las fiestas eran frecuentes, a menudo con pretextos triviales, pero a Shevek lo sorprendió el entusiasmo con que habían organizado ésta, y se preguntaba por qué. Como nadie influía en él, no se imaginaba que él pudiera influir en los otros; no pensaba que pudieran quererlo.
Era evidente que muchos habían reservado para la fiesta sus raciones de alimentos de varios días. Había cantidades increíbles de cosas para comer. El pedido de pasteles fue tan grande que el repostero del refectorio dio rienda suelta a su fantasía creando delicias desconocidas hasta entonces: obleas especiadas, cubitos aderezados con pimienta para acompañar el pescado ahumado, pastelillos dulces, grasosos y suculentos. Hubo zumos de fruta, frutas conservadas que venían de la región del Mar de Keran, diminutos camarones salados, púas de boniatos fritos, dulces y crujientes. La comida, apetitosa y abundante, era embriagadora. Todos estaban muy alegres y sólo unos pocos se enfermaron.
Hubo juegos y pasatiempos, ensayados e improvisados. Tirin apareció de pronto envuelto en una colección de trapos que había sacado del recipiente de recuperación y se paseó entre ellos representando el papel del Urrasti Pobre, el Mendigo, una de las palabras ióticas que habían aprendido en los cursos de historia.
—¡Dadme dinero!—gimoteaba agitando la mano bajo las narices de los otros—. ¡Dinero! ¡Dinero! ¿Por qué no me dais dinero? ¿Que no tenéis? ¡Embusteros! ¡Propietarios inmundos! ¡Aprovechados! Y toda esa comida, ¿cómo la obtuvisteis si no tenéis dinero? —Luego se ofreció en venta.— Comparadme, comparadme, por una nadita de dinero —decía con voz melosa.
—No es comparar, es comprar —le corrigió Rovab.
—Comparadme, comparadme, qué más da, mira, mira qué cuerpo tan hermoso, ¿no lo quieres? —canturreaba Tirin, contoneando las caderas esbeltas y pestañeando. Finalmente fue ejecutado en público con un cuchillo para pescado, y reapareció vestido con las ropas de siempre. Había entre ellos hábiles arpistas y excelentes cantores, y hubo música y baile en abundancia, pero sobre todo hubo conversación. Todos hablaban como si por la mañana fuesen a enmudecer de golpe.