No obstante la cargazón de la cabeza, se sentía bien, e impaciente. Hacía tanto calor allí dentro, que decidió no vestirse en seguida, y se paseó desnudo por las habitaciones. Fue hasta las ventanas de la sala grande y se puso a mirar. La habitación estaba a gran altura. AI principio se alarmó y dio un paso atrás, pues nunca se había encontrado en un edificio de más de una planta. Era como mirar hacia abajo desde un dirigible; se sentía aislado del suelo, dominante, ajeno a todo. Desde las ventanas, y del otro lado de un bosquecillo, se veía un edificio que culminaba en una grácil torre cuadrada. Más allá del edificio el terreno descendía hacia un ancho valle, todo cultivado, pues las innumerables manchas de verdor que lo coloreaban eran rectangulares. Aun donde el verde se perdía en la lontananza azul eran todavía visibles las líneas oscuras de los senderos, los cercos o los árboles, una red tan sutil como el sistema nervioso de un cuerpo vivo. Y en el fondo, en sucesivos repliegues azules se alzaban las colinas, onduladas y oscuras bajo el gris pálido y uniforme del cielo.
Era el paisaje más hermoso que Shevek hubiera visto nunca. La tierna vivacidad de los colores, las rectilíneas construcciones humanas en contraste con la pujante, prolífera opulencia de la naturaleza, la diversidad y armonía de los elementos, todo daba una impresión de plenitud y complejidad que Shevek nunca había visto, excepto, quizá, en pequeña escala, en algunos rostros humanos serenos y pensativos.
Por comparación, cualquier paisaje de Anarres, aun los llanos de Abbenay y las gargantas del Ne Theras, parecía desolado, primario, árido, estéril. Los desiertos del Sudoeste eran de una grandiosa belleza, pero una belleza hostil, inmutable. Hasta en las regiones de Anarres más celosamente cultivadas por los hombres, el paisaje no era más que un tosco bosquejo en tiza amarilla comparado con esta magnificencia, esta plenitud de vida, rica en el sentido de historia y de futuro, inagotable.
Así tendrían que ser todos los mundos, pensó Shevek.
Y en algún lugar, allá afuera, en aquel esplendor azul y verde, algo cantaba: una vocecilla aguda, intermitente, de una dulzura indescriptible. ¿Qué era eso? Una voz pequeña, dulce, salvaje, una música en el aire.
Escuchaba, y la respiración se le ahogaba en la garganta.
Llamaron a la puerta. Desnudo y sorprendido se volvió y dijo, desde la ventana:
—¡Adelante!
Entró un hombre, cargado de paquetes. Traspuso la puerta y se detuvo. Shevek cruzó la habitación, presentándose, a la usanza urrasti y, a la usanza urrasti, le tendió la mano. El hombre, que parecía tener unos cincuenta años, con una cara arrugada, fatigada, dijo algo que Shevek no entendió, y no le estrechó la mano. Tal vez se lo impedían los paquetes pero no se molestó en tratar de pasarlos de una mano a otra y dejar libre la derecha. Tenía una expresión extraordinariamente seria. Tal vez se sintiera turbado.
Shevek, que creía conocer al menos los hábitos de salutación de los urrasti, estaba perplejo.
—Adelante, pase usted —repitió, y luego, recordando que los urrasti utilizaban constantemente tratamientos honoríficos, agregó—: ¡señor!
El hombre soltó otro discurso ininteligible y fue hacia la alcoba. Esta vez Shevek logró entender varias palabras en iótico, pero no le bastaron para comprender el resto. Y como lo que el hombre quería, al parecer, era entrar en la alcoba, lo dejó pasar. ¿Un compañero de cuarto, acaso? Pero había una sola cama. Renunciando a entender, volvió a la ventana, y el hombre entró en la alcoba y allí anduvo de un lado a otro durante unos minutos. En el momento en que Shevek llegaba a la conclusión de que era un trabajador nocturno que utilizaba la alcoba durante el día, una práctica común en Anarres en algunos domicilios temporalmente atestados, el hombre volvió a salir. Dijo algo:
—Ya está, señor ¿fue eso lo que dijo?, e inclinó la cabeza de un modo raro, como si temiera que Shevek, a cinco metros de distancia, fuese a darle una bofetada. Se retiró. De pie junto a la ventana Shevek comprendió lentamente que por primera vez en su vida alguien le había hecho una reverencia.
Fue a la alcoba y descubrió que el hombre había tendido la cama.
Se vistió sin prisa, pensativamente. Se estaba calzando los zapatos cuando llamaron otra vez a la puerta.
Esta vez entró un grupo, en una actitud muy diferente: una actitud normal, pensó Shevek, como si tuvieran derecho a estar allí, o donde quisieran. El hombre de los paquetes había titubeado, había entrado casi con sigilo. Y sin embargo el rostro, las manos, la vestimenta correspondían más a la noción que Shevek tenía de la apariencia de un ser humano que estos nuevos visitantes. El hombre sigiloso se había comportado de modo raro, pero hubiera podido ser un anarresti. Estos cuatro se comportaban como anarresti, pero con las caras afeitadas y las vestimentas llamativas parecían criaturas de alguna extraña especie.
Shevek logró reconocer a uno como Pae, y a los otros como los hombres que habían estado con él la noche anterior. Explicó que no había entendido bien los nombres, y ellos volvieron a presentarse, sonriendo: el doctor Chifoilisk, el doctor Oiie, y el doctor Atro.
—¡Oh, caramba! —dijo Shevek—. ¡Atro! ¡Qué alegría conocerle! —Puso las manos sobre los hombros del anciano y le besó la mejilla, antes de ocurrírsele que este saludo fraterno, natural en Anarres, podía no ser aceptable aquí.
Sin embargo Atro lo besó a su vez calurosamente, y lo miró a la cara con los ojos de un gris velado. Shevek se dio cuenta de que era casi ciego.
—¡Mi querido Shevek —dijo—, bienvenido a A-Io… bienvenido a Urras… bienvenido a casa!
—Tantísimos años escribiéndonos cartas, destruyendo cada uno las teorías del otro.
—-Usted siempre era el mejor destructor. Un momento, espere. Tengo algo para usted. —El anciano se tanteó los bolsillos. Bajo la toga universitaria de terciopelo llevaba una chaqueta, debajo de la chaqueta un chaleco, debajo del chaleco una camisa, y debajo probablemente alguna prenda más. Todas aquellas prendas, y también los pantalones, tenían bolsillos. Shevek miraba fascinado como el hombre registraba uno tras otro seis o siete bolsillos, todos repletos, hasta dar con un pequeño cubo de metal amarillo montado sobre un trozo de madera pulida—. Aquí lo tiene —dijo—. El premio de usted. El premio Seo Oen, ya sabe. El dinero ha sido depositado en la cuenta de usted. Aquí. Con nueve años de retraso, pero más vale tarde que nunca. —Le temblaban las manos mientras le tendía el cubo amarillo a Shevek.