Pesaba mucho; era de oro macizo. Shevek lo sostenía, inmóvil.
—No sé ustedes, jóvenes —dijo Atro—, pero yo me voy a sentar. —Se sentaron todos en los sillones profundos, mullidos, que ya Shevek había examinado, intrigado por el material que los recubría, de color castaño oscuro. No era una tela tejida, y al tacto parecía una piel—. ¿Qué edad tenía usted hace nueve años, Shevek?
Atro era el más conspicuo de los físicos vivientes de Urras. No sólo había en él esa aura de dignidad que dan los años sino también el aplomo seco de alguien acostumbrado a que lo respeten. Esto no era nada nuevo para Shevek. La autoridad que emanaba de Atro era precisamente la única que Shevek reconocía. Además, le complacía que por fin alguien lo llamara simplemente por el nombre.
—Tenía veintinueve años cuando terminé los Principios, Atro.
—¿Veintinueve? ¡Buen Dios! Eso hace de usted el ganador más joven del Seo Oen en un siglo o algo así… No conseguí el mío hasta cerca de los sesenta…¿Qué edad tenía, entonces, cuando me escribió por primera vez?
—Alrededor de los veinte.
Atro resopló:
—¡En aquel entonces lo tomé por un hombre de cuarenta!
—¿Qué hay de Sabul? —inquirió Oiie. Oiie era más bajo que la mayoría de los urrasti, aunque a Shevek todos le parecían bajos; tenía una cara chata, blanda y ovalada, y ojos de un negro azabache—. Hubo un período de seis u ocho años en el que usted dejó de escribir, y era Sabul quien se mantenía en contacto con nosotros; pero nunca recurrió a la radio. Nos preguntábamos cómo serían las relaciones entre ustedes.
—Sabul es el miembro más antiguo del Instituto de Abbenay —dijo Shevek—. Yo trabajaba con él.
—Un rival más viejo, celoso; copiaba los libros de usted; era evidente. No necesitamos mayores explicaciones, Oiie —dijo el cuarto, Chifoilisk, un hombre cetrino y robusto con delicadas manos de burócrata. Era el único de los cuatro que no tenía la cara totalmente afeitada: se había dejado crecer una barbita áspera de color gris acerado que hacía juego con los cabellos cortos—. No es necesario pretender que todos ustedes, los hermanos odonianos, rebosan de amor fraterno —añadió—. La naturaleza humana es la naturaleza humana.
Una andanada de estornudos salvó a Shevek de que su silencio pareciera significativo.
—No tengo pañuelo —se disculpó, mientras se secaba los ojos.
—Use el mío —dijo Atro, sacando de uno de sus múltiples bolsillos un pañuelo níveo. Shevek lo tomó, y en ese momento un recuerdo inoportuno le oprimió el corazón. Oyó a su hija Sadik, una niñita de ojos oscuros que le decía: «Podemos compartir el pañuelo». Aquel recuerdo, tan entrañable, le parecía ahora intolerablemente penoso. Tratando de ahuyentarlo sonrió y dijo: —Soy alérgico al planeta de ustedes. Así ha dicho el doctor.
—Buen Dios, ¡no va usted a estornudar así todo el tiempo! —dijo el viejo Atro mirándolo con insistencia.
—¿No ha venido aún su hombre?
—¿Mi hombre?
—El sirviente. Tenía que traerle algunas cosas. Inclusive pañuelos. Lo necesario para que se arregle hasta que usted mismo pueda salir de compras. Nada demasiado selecto… ¡Me temo que hay a poco que elegir en ropas de confección para un hombre de la estatura de usted!
Cuando Shevek hubo sorteado esta explicación (Pae hablaba con un canturreo rápido que armonizaba de algún modo con el rostro blando y agraciado), les dijo:
—Ustedes son muy amables. Me siento… —Miró a Atro.— Usted me entiende, yo soy el Mendigo —le dijo al anciano, como le había explicado el doctor Kimoe en el Alerta. No pude traer dinero, nosotros no lo utilizamos. No pude traer regalos, no tenemos nada que a ustedes pueda faltarles. He venido pues, como buen odoniano, con las manos vacías.
Atro y Pae se apresuraron a asegurarle que era un invitado, que no había ni que pensar en pago, que era un privilegio para ellos.
—Además —dijo Chifoilisk con su voz ácida— el gobierno ioti paga la cuenta.
Pae le clavó una mirada fulminante, pero Chifoilisk, en lugar de devolvérsela, miró directamente a Shevek. El rostro cetrino de aquel hombre tenía una expresión que no trataba de disimular, pero que Shevek no acertó a interpretar. ¿Advertencia? ¿Complicidad?
—Es el thuviano pérfido el que habla —dijo el viejo Atro con su resoplido de costumbre—. ¿Pero quiere usted decir, Shevek, que no ha traído absolutamente nada…? ¿Ningún estudio, ningún trabajo nuevo? Yo estaba esperando un libro. Una nueva revolución en el campo de la física. Mire a estos jóvenes pujantes, todos trastornados, como me dejó usted a mí con los Principios. ¿En qué ha estado trabajando?
—Bueno, estuve leyendo a Pae… el trabajo del doctor Pae sobre el universo unificado, sobre la paradoja y la relatividad.
—Todo muy bien. Saio es hoy nuestra estrella máxima, no cabe duda. Y menos aún a criterio de él mismo ¿eh, Saio? ¿Pero qué tiene que ver con el precio del queso? ¿Dónde ha quedado la Teoría Temporal General?
—En mi cabeza —respondió Shevek, con una sonrisa ancha, complaciente.
Hubo una breve pausa.
Oiie le preguntó si había visto el trabajo sobre la Teoría de la Relatividad de un físico extramundano, un tal Ainsetain de Terra. Shevek no lo había leído. Ellos la encontraban apasionadamente interesante, excepto Atro quien ya había dejado atrás la edad de las pasiones. Pae corrió a buscar una copia de la traducción.
—Tiene varios centenares de años, pero hay algunas ideas nuevas para nosotros —dijo cuando estuvo de vuelta.
—Tal vez —dijo Atro—, pero ninguno de esos extra-mundanos puede estar a la altura de nuestra física. Los hainianos hablan de materialismo, y los terranos de misticismo, y de ahí no salen, unos y otros. No se deje despistar por ese terrano loco de remate, Shevek. No tiene nada que enseñarnos a nosotros. Desenreda tu propia madeja, como solía decir mi padre. —Dejó escapar su habitual resoplido senil, y se izó pesadamente desde las profundidades del sillón.— Venga conmigo a dar un paseo por el bosque. No me extraña que se sienta ahogado en este encierro.
—El médico dice que he de permanecer tres días en esta habitación. Que podría ser… ¿infectado? ¿Infeccioso?
—Nunca haga caso a los médicos, mi querido amigo.
—Tal vez en este caso, sin embargo, doctor Atro —sugirió Pae con su voz suave, conciliadora.
—Al fin y al cabo el médico lo manda el gobierno ¿no? —dijo Chifoilisk con visible malicia.
—El mejor que han podido encontrar, no lo dudo —dijo Atro sin sonreír; y sin presionar más a Shevek se despidió y se marchó. Chifoilisk salió con él. Los dos más jóvenes se quedaron con Shevek, y durante largo rato hablaron de física.
Con un placer inmenso, y con esa misma y profunda sensación de reencuentro, de que algo era al fin como tenía que ser, Shevek descubría por primera vez en su vida la conversación de sus iguales.
Mitis, aunque una maestra excepcional, nunca había podido seguirlo a través de los campos teóricos que estimulado por ella Shevek había comenzado a explorar. De todas las personas que conociera, sólo Gvarab tenía una mentalidad y una formación que podían compararse con las suyas propias, pero se habían encontrado demasiado tarde, en los años postreros de la vida de Gvarab. Desde entonces Shevek había trabajado con muchas personas de talento, pero como nunca llegó a ser un miembro estable del Instituto de Abbenay, no había tenido la posibilidad de mostrarles un nuevo camino; y allí seguían, empantanados en los viejos problemas, en la física de secuencias clásica. Nunca había tenido iguales. Aquí, en el reino de la desigualdad, los encontraba al fin.
Era toda una revelación, una liberación. Físicos, matemáticos, astrónomos, lógicos, biólogos, todos estaban allí, en la Universidad, y accedían a verlo, a que él los viese, y conversaban, y de aquellos coloquios nacían mundos nuevos. La idea, por su naturaleza misma, necesita ser comunicada: escrita, explicada, realizada. Como la hierba, la idea busca la luz, ama las multitudes, las cruzas la enriquecen, crece más vigorosa cuando se la pisa.