—¿Y este periódico?
—La verdad, no tengo ninguna idea. Benbili es un país bastante atrasado. Siempre haciendo revoluciones.
—Un agente de Benbili nos envió un mensaje por la onda larga del Sindicato, no mucho antes de mi partida de Abbenay. Se decían odonianos. ¿Hay grupos de esta naturaleza aquí, en A-Io?
—No que yo sepa, doctor Shevek.
El muro. A esta altura Shevek ya reconocía el muro, cuando se alzaba delante de él. El muro era el encanto, era la cortesía, la indiferencia de este hombre joven.
—Me parece que usted me tiene miedo, Pae —dijo Shevek de pronto y con afabilidad.
—¿Miedo, señor?
—Por el hecho de que mi misma existencia niega la necesidad del Estado. Pero ¿qué puede temer? Yo no le haré daño a usted, Saio Pae, y usted lo sabe. Yo, personalmente, soy inofensivo… Escuche, no soy ningún doctor. Nosotros no tenemos títulos. Me llamo Shevek.
—Lo sé, discúlpeme señor. En nuestros términos, se da cuenta, suena irrespetuoso. No parece correcto. —Se disculpaba, de buena gana, esperando el perdón.
—¿No puede reconocerme como a un igual? —le preguntó Shevek, observándolo sin perdón ni enfado.
Por una vez Pae pareció estupefacto.
—Es que en realidad usted es, sabe, un hombre muy importante…
—No hay motivo para que usted cambie lo que está acostumbrado a hacer —dijo Shevek—. Olvide lo que le he dicho. Pensé que podía alegrarle prescindir de lo superfluo, eso es todo.
Después de tres días de confinamiento Shevek tenía una energía suplementaria que lo empujó a tratar de verlo todo en seguida y dejó exhaustos a sus escoltas. Lo llevaron a la Universidad, que era una ciudad completa, dieciséis mil almas entre estudiantes y cuerpo docente. Había dormitorios, refectorios, teatros, salas de reuniones, y no se diferenciaba mucho de una comunidad odoniana excepto en que era antiquísima, reservada para hombres y de un lujo inverosímil; la organización no era federativa sino jerárquica, de arriba para abajo. A pesar de todo, pensó Shevek, parecía una verdadera comunidad. Tuvo que recordarse las diferencias.
Lo llevaron al campo en coches de alquiler, automóviles espléndidos de rebuscada elegancia. No había muchos vehículos en las carreteras: era caro alquilarlos, y poca gente tenía coche propio, a causa de los elevados gravámenes. Todos estos lujos que si hubieran estado al alcance de cualquiera habrían drenado de modo irreparable los recursos naturales, contaminando a la vez el ambiente con productos de desecho, estaban sujetos a un control estricto mediante reglamentaciones e impuestos. Los guías de Shevek se explayaron con orgullo sobre este tema. A-Io había estado a la cabeza del mundo, dijeron, en el control ecológico y la preservación de los recursos naturales. Los excesos del Noveno Milenio eran historia antigua, y no habían dejado otra secuela que la escasez de ciertos metales, que por suerte podían ser importados de la Luna.
Recorriendo el país en automóvil o en tren, vio aldeas, granjas, ciudades, fortalezas de los tiempos feudales; las torres arruinadas de Ae, antigua capital de un imperio de cuatro mil cuatrocientos años. Vio los labrantíos y los lagos y las colinas de la provincia de A van, el corazón de A-Io, y en la línea del horizonte septentrional, blancas, gigantescas, las cumbres de la Cordillera Meitei. La belleza del paisaje y el bienestar de los habitantes eran para Shevek un continuo motivo de asombro. Los guías tenían razón: los urrasti sabían cómo usar el mundo. A Shevek le habían enseñado, de niño, que Urras era un ponzoñoso montón de desigualdad, iniquidades y derroche. Pero todas las personas que conocía, todos los que encontraba, hasta en la más pequeña de las aldeas, estaban bien vestidos, bien alimentados, y al contrario de lo que Shevek había supuesto, eran gente industriosa. No se pasaban las horas mirando el aire y esperando a que alguien les ordenase lo que tenían que hacer. Como los anarresti, estaban siempre activos, trabajando. Shevek no sabía qué pensar. Había imaginado que si a un ser humano se le quitaba el incentivo natural —la iniciativa, la energía creadora espontánea— para sustituirla por una motivación externa y coercitiva, se lo convertiría en un trabajador holgazán y negligente. Pero no eran trabajadores negligentes los que cultivaban aquellos sembrados maravillosos, los que fabricaban los soberbios automóviles, los trenes confortables. La atracción, la compulsión del lucro era evidentemente un eficaz sustituto de la iniciativa natural.
Hubiera querido conversar un rato con algunas de aquellas personas robustas y orgullosos que veía en las ciudades pequeñas, preguntarles por ejemplo si se consideraban pobres; porque si aquellos eran los pobres, tendría que revisar lo que él entendía por pobreza. Pero con tantas cosas como los guías querían que viese, nunca parecía haber tiempo suficiente.
Las otras ciudades de A-Io estaban demasiado lejos, para ir hasta ellas en una sola jornada, pero lo llevaban con frecuencia a Nio Esseia, a cincuenta kilómetros de la Universidad. Allí habían dispuesto toda una serie de recepciones en honor del viajero. Shevek no disfrutaba mucho de esas reuniones; no tenían ninguna relación con lo que para él era una fiesta. Todos se mostraban muy corteses y locuaces, pero nunca hablaban de nada interesante, y sonreían tanto que parecían ansiosos. Las vestimentas, en cambio, eran hermosas, como si los urrasti pusieran en ellas, y en los manjares, y en la diversidad de cosas que bebían, y en el mobiliario y los espléndidos ornamentos de los salones y palacios, la alegría y la jovialidad que ellos mismos no tenían.
Le mostraron vistas panorámicas de Nio Esseia: una ciudad con cinco millones de habitantes: una cuarta parte de la población total de Anarres. Lo llevaron a la Plaza del Capitolio y le mostraron las altas puertas de bronce de la sede del gobierno; le permitieron asistir a un debate del Senado y a una reunión del Comité de Directores. Lo llevaron al Jardín Zoológico, al Museo de Ciencias e Industrias, a visitar una escuela en la que unos niños encantadores con uniformes azules y blancos cantaron para él el himno nacional de A-Io. Lo llevaron a una fábrica de piezas electrónicas, un taller siderúrgico totalmente automatizado, y un laboratorio de fusión nuclear, para que pudiera apreciar con cuánta eficiencia manejaba sus recursos manufactureros y energéticos la economía del propietariado. Lo llevaron a inspeccionar un nuevo edificio de viviendas proyectado por el gobierno, para que viera cómo el Estado velaba por las necesidades de la población. Lo llevaron al mar en barco por el Estuario del Sua, atestado de naves que venían de todas las regiones del planeta. Lo llevaron al Tribunal Supremo de Justicia, y pasó un día entero escuchando las causas civiles y criminales que allí se juzgaban, una experiencia que lo dejó perplejo y espantado; pero ellos insistían en que viera todo cuanto había que ver, y lo llevaban a donde quería ir. Cuando preguntó, no sin timidez, si podía ver el lugar donde estaba enterrada Odo, lo arrastraron hasta el viejo cementerio del distrito de Trans-Sua. Y hasta permitieron que los reporteros de los periódicos de mala fama lo fotografiasen de pie a la sombra de los viejos sauces, mirando la sencilla y bien conservada lápida:
Lo llevaron a Rodarred, la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales, para que hablase en una sesión plenaria. Shevek había esperado conocer allí, o al menos ver, a gentes de otros mundos, los embajadores de Terra o de Hain, pero el apretado programa de actividades no se lo permitió. Había trabajado mucho en la preparación del discurso, un alegato a favor de la comunicación libre y el mutuo reconocimiento entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Fue recibido con una ovación de diez minutos, todo el mundo de pie. Los semanarios respetables lo comentaron elogiosamente, calificándolo de «un gesto moral y desinteresado de fraternidad humana por parte de un científico eminente», pero no transcribieron pasajes del discurso, ni ellos ni la prensa popular. A pesar de los aplausos, Shevek tenía la curiosa impresión de que en realidad nadie lo había escuchado.